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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (18 page)

—Necesitamos dinero, chicas… Y rápido —advirtió Mary.

—Pidámosle ayuda al inspector ese —sugirió Lizie—. Tal vez él responda de nosotras e intente ayudarnos. Parece todo un caballero…

—¡Y una mierda! —contestó Kate, que seguía muy nerviosa—. No me fío de ese poli. Es un maldito cabrón muy listo.

Annie dejó escapar un prolongado suspiro.

—Pues chicas, si no tenemos nada que hacer, más vale que vayamos recogiendo nuestras cosas… —nos avisó con voz queda—. Nos queda poco tiempo aquí…

21

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

—No, sargento.

Discutíamos, para variar.

—Dígame por qué no. Solo una razón coherente —me dijo Carnahan.

—Merrick es trasladado cada noche hasta el London Hospital y está vigilado permanentemente por el doctor Treeves y sus ayudantes. He ahí la razón coherente —expliqué, mientras daba pequeños pasos por mi despacho.

—Pero usted, al igual que yo, le oyó decir al doctor Treeves que la única parte perfecta del cuerpo de Merrick es la mano derecha… Es la mano que podría haber descuartizado a las dos furcias sin problemas.

Negué dos veces con la cabeza.

—¡Absurdo! —exclamé convencido—. Merrick no es cirujano. Los crímenes del Destripador precisan de una mano experta y también de un pulso firme…, además de estar agachado. ¿No vio usted la cabeza de Merrick? Si se inclina un poco, se le parte el cuello… ¡Por el amor de dios! —añadí, alzando las manos al techo.

Tozudo como una mula, el suboficial seguía erre que erre.

—Es un lector voraz y una persona muy inteligente. Bien pudo aprender anatomía humana —argumentó.

—Pero no practicarla. Se necesitan nociones básicas de anatomía para descuartizar a esas mujeres tal y como
el Destripador
lo hizo.

Henry Carnahan arqueó algo las cejas antes de volver a la carga.

—¿Qué me dice de la primera? Esa Martha Tabram… —musitó—. Era un asesinato chapucero e inexperto… Lo que hizo es propio de una mano alterada e insegura —continuó el sargento—. Además, imagine el odio que debe sentir Merrick hacia las mujeres que le han aborrecido desde su infancia. ¿No ve un posible móvil para los horrendos crímenes? Lo mejor que podríamos hacer es detenerlo ya.

Mi paciencia profesional se había agotado con una discusión que no nos llevaba a ninguna parte.

—No pienso discutir más con usted, sargento. El tiempo y las evidencias dirán quién tiene razón —me senté ante mi mesa y presté atención a los periódicos del día. Había más cartas falsificadas del famoso Destripador.

Ceñudo, el sargento se sentó ante su mesa de trabajo y comenzó a teclear en su máquina de escribir.

—¡Vaya basura! —comenté indignado, señalando las misivas espurias—. ¿Quién escribirá estas mentiras?

Me levanté furioso de mi silla y me paseé de nuevo por el despacho como una fiera enjaulada, sin saber qué hacer.

Había colocado el vestido de Polly Nicholls en la pared sujeto con clavos, junto con las fotografías de Maguire y las cartas auténticas del Destripador. Me detuve a observarlas con renovado interés. Oí un par de golpes en la puerta.

—¡Adelante! —concedí permiso.

La puerta de mi despacho se abrió bruscamente. El agente Barrett entró buscándome con la mirada.

—Inspector, el jefe Swanson y Sir Charles Warren le esperan en un coche, en la puerta de la comisaría —informó en tono neutro.

Me acordé que justo ese día llegaba el agente especial del que Sir Charles me había hablado.

—¡Joder, el agente especial! —dije en voz alta. Me puse mi chaqueta y me dirigí a la puerta—. Espéreme aquí, sargento. Volveré pronto y mucho me temo que con compañía… Procure que todos los agentes estén aquí para el informe.

—Bien, inspector —repuso el aludido sin levantar la vista del papel donde escribía.

Salí del despacho seguido de Barrett, que cerró la puerta tras de sí. Carnahan se quedó solo, tecleando ante su máquina.

Afuera, en un elegante coche de caballos blancos, me esperaban Sir Charles Warren y Swanson. Subí al vehículo y los saludé con fría cortesía. El cochero apremió a los caballos para que se movieran con ayuda de su látigo, y el coche se puso en marcha en dirección a London Docks.

El vapor de dos chimeneas proveniente de la India acababa de llegar. Entre los sonidos estridentes de las sirenas de los barcos anclados en el Támesis, las blasfemadas de los estibadores y el ir y venir continuo de pasajeros, Sir Charles, Swanson y yo esperábamos la salida del agente especial que Su Graciosa Majestad Británica, la reina Victoria, nos había asignado porque sí.

—¿Dónde diablos estará este hombre? ¡Este es el único vapor que viene de la India hoy! —refunfuñaba Sir Charles mientras se atusaba el bigote.

Un discreto carraspeo hizo que nos volviéramos. Ante nosotros estaba la persona más extraordinaria con la que nos habíamos topado hasta entonces. Aquel hombre singular era alto y muy delgado. Iba enteramente vestido de negro, a excepción de una camisa blanca que siempre lucía. Gabardina larga, sombrero de copa y chaleco interior, todo ello también negro.

No obstante, aquello del vestuario no era lo más interesante. El agente especial llevaba la cabeza rapada por completo. Y desde el cuello, bordeando el ojo derecho y cubriéndole la mitad de la cabeza, exhibía un extraño dragón tatuado. Llevaba una maleta en la mano izquierda y un bastón en la derecha, con cabezal de hierro sin adorno alguno.

—¿Sir Charles Warren? —preguntó a la vez que miraba al jefe de Scotland Yard—. Agente especial Carter, al servicio del Imperio y de Su Majestad, la reina Victoria.

Era evidente que no nos esperábamos el estrafalario aspecto del agente y tardamos en contestar. Fue Sir Charles quien reaccionó el primero.

—Encantado —dijo en la distancia, sin estrecharle la mano. Se dirigió a Swanson y a mí, para proceder a las presentaciones de rigor, señalándonos con el índice derecho—. El inspector jefe Donald Swanson, cabeza del Departamento de Investigación Criminal, y el inspector Abberline, representante del mismo departamento en el distrito de Whitechapel —Swanson y yo inclinamos brevemente la cabeza a modo de saludo.

—El gusto es mío —repuso Carter.

Después de algunas formalidades más, el agente especial nos acompañó hasta el coche y los cuatro subimos en él de camino a Whitechapel.

Todos los agentes e inspectores de la División H del distrito se encontraban allí; los de la División J iban a ser informados más tarde. Estaban uniformados, sin casco y sin armas. Completábamos la escena Sir Charles Warren, el jefe Swanson, el sargento Carnahan, el agente especial y yo mismo.

Debía explicarles a Carter y a los agentes todos los detalles de los crímenes y mis ideas sobre los posibles sospechosos planteados por Sir Charles, a saber, un judío, un carnicero, una mujer y el doctor Ostrog. Por supuesto, pensaba omitir todo detalle acerca de Merrick.

Sir Charles se dirigió a los agentes.

—Este es el agente Carter, enviado por Su Graciosa Majestad, la reina Victoria. Préstenle toda la ayuda que requiera e intenten satisfacer su curiosidad y sus necesidades mientras sea posible —Sir Charles se volvió hacia mí—. Ahora, el inspector Abberline les pondrá al corriente sobre la situación.

Warren se hizo a un lado y me cedió el lugar. Me adelanté y observé con detenimiento las cuatro filas, formadas cada una por diez hombres, que tenía ante mí.

—Quiero que vigilen todo Whitechapel y parte del barrio de Spitalfields que entra en nuestra jurisdicción —expliqué con voz firme—. Den el alto y registren a toda persona que camine por esta zona cuando sean más de las dos de la madrugada. No busquen a nadie en concreto, como judíos, carniceros… Cíñanse a todo aquel que les parezca sospechoso aunque sea… —respiré hondo antes de continuar— un caballero bien vestido —noté la penetrante mirada de reproche que Sir Charles me dirigió. Proseguí sin temor—. En cuanto detengan a su sospechoso, siempre con un motivo justificado y sin llamar la atención de la ciudadanía, lo llevarán a Bishop's Gate y lo encerrarán allí, pues aquí no contamos con las instalaciones pertinentes. El comisario Smith ha sido informado sobre este apunte y no dudará en avisarme en cuanto se haya producido la detención… ¿Alguna duda al respecto? —inquirí, mirando sobre todo a los de la cuarta fila.

—¿Y a los coches, señor? —preguntó el agente Mizen—. ¿Hemos de darles el alto también?

—Sería una pérdida de tiempo —se apresuró a decir Sir Charles, quien me pegó a continuación una puñalada por la espalda—. E ignoren el comentario del inspector Abberline acerca de que el asesino sea un hombre bien vestido. Ese tipo es un loco, un demente sin más. Si no quieren perder el empleo, no detengan a ningún caballero respetable —amenazó sin rodeos aquel hijo de puta.

Hubo un silencio incómodo. Noté como todas las miradas se posaban en mí. Apreté los puños y proseguí tragándome mi orgullo.

—Creemos que el asesino va tras un grupo de mujeres de Whitechapel…

—¡Ridículo! —exclamó Sir Charles. Le miré, pero disimulando el enfado que sentía al ser interrumpido—. ¡Ese demente va a por todas las desdichadas en general! —bramó—. Le aconsejo que no se centre en esas mujeres, inspector. A ese loco no le importa a qué desventuradas asesina.

Me dieron ganas de decirle: "Parece que conoce usted muy bien a ese asesino. Vaya y pregúntele dónde estará las próximas 24 horas". Sin embargo, alertado por las miradas de prudencia que me dirigieron el sargento y el viejo Swanson, me callé y, una vez más, no contesté.

Para acabar con la tensa situación, el sargento tomó la iniciativa. Se adelantó con paso firme y miró a sus hombres.

—Ya tenéis instrucciones, que debéis seguir al pie de la letra. No os demoréis. ¡En marcha! ¡Rompan filas! —ordenó tajante.

Los agentes obedecieron al instante y abandonaron la sala principal de la comisaría. Sir Charles me miró con la ira incrustada en su congestionado rostro.

—¿Qué diablos está haciendo, inspector? —me espetó con acritud—. ¡Basta ya de proporcionar datos a diestro y siniestro!

—Son ellos los que han de atrapar al asesino, Sir Charles. Me pareció conveniente que supieran a qué… —me disculpé, pero el jefe de Scotland Yard me interrumpió sin ningún miramiento.

—¡A ver si lo entiende de una maldita vez, Abberline! —gritó Sir Charles intentando contener su furia y de paso intimidarme—. ¡Ellos solo son la muestra! ¡La muestra para que la gente y esos estúpidos periodistas vean que hacemos algo! ¿En serio cree que esos palurdos de la clase social que son atraparían a algún criminal? —preguntó despreciativo—. ¡Mírelos, por favor! Es usted quien debe coger a ese criminal… Y debe hacerlo con la mayor discreción posible —me advirtió mientras sus ojos echaban fuego.

—Es imposible lo que usted exige mientras ese periodista ande suelto… —sugirió Donald Swanson.

Sir Charles bufó contrariado y buscó entre nosotros. Detuvo su reluciente monóculo cuando se topó con la persona de Henry Carnahan.

—Sargento…, ¿se ve usted capacitado para encontrar a ese tipo? —inquirió retador.

Este titubeó unos instantes y luego me miró para saber cómo debía contestar.

Sir Charles Warren esbozó una sonrisa diabólica.

—No se preocupe por ello, sargento… El señor Carter cuidará del inspector —afirmó con marcada sorna.

Apreté los puños con fuerza para reprimir mi furia. En mi vida profesional, había propinado unos buenos golpes a varios tipos por haberme dicho menos de lo que había espetado aquel hombre. Swanson, que me leyó los turbios pensamientos, me agarró del brazo a tiempo.

Sir Charles se despidió al fin de nosotros con un frío buenos días y salió de la sala, seguido por el agente especial, quien me miró con curiosidad.

Nada más cerrarse la puerta de la calle, le pegué un puñetazo a esta. El sargento y Swanson se sobresaltaron.

—¡Maldito hijo de perra! —mascullé con rabia e impotencia.

El sargento y el viejo Donald me miraron sin saber qué decir, y es que Sir Charles nos jodía a todos.

—El inspector Abberline posee una inteligencia bastante destacable, que en raros casos se da entre la clase media —declaró Sir Charles tras torcer el gesto—. Debe tener cuidado, pues puede crear problemas.

—No se preocupe, Sir Charles —respondió Carter—. Actuaré según lo convenido.

—No deje que investigue demasiado. Es muy bueno —advirtió el jefe de la Policía metropolitana, echando una última mirada a la fachada de la comisaría.

El agente especial asintió en silencio y ambos se metieron en el coche, de regreso a la sede de Scotland Yard.

22

(N
ATALIE
M
ARVIN
)

Todo el mundo me parecía sospechoso. Trabajaba intranquila y más de una vez había salido corriendo al ver como uno de mis clientes se metía la mano en el bolsillo para sacar el dinero, pensando que me iba a matar con algún objeto afilado que extrajese de su bolsillo.

Annie y Kate estaban bien. No creían que nadie iba detrás de nosotras. Pensaban que Polly y Martha habían hecho algo malo. A la primera la habían matado los McGinty y a la segunda, pues alguno de los supervivientes de la banda. Eso estaba tan claro como el agua para ellas. Y las siguientes, pues éramos nosotras…

No obstante, Mary y Lizie no lo veían así. Ambas opinaban que Martha había sido asesinada por un tipo al que debía dinero y que Polly fue víctima de su impresentable marido, el cual la había abandonado por sus problemas con la bebida y con quien no se llevaba muy bien por cierto.

Pero a mí la aparición de ese inspector que había reclutado a Nathan me preocupaba. Algo me decía que aquello era más grave de lo que parecía a simple vista.

Nuestra vida transcurrió tranquila, sin sobresaltos, desde la agria advertencia de Campbell de que le pagásemos el alquiler hasta el 8 de septiembre.

Regresé a casa hacia la medianoche. Un marinero baboso me había hecho ganar cuatro peniques y mi humor seguía igual de ácido. Subí Buck's Row hacia nuestro piso y, por higiene mental, procuré no fijarme en el lugar donde habíamos encontrado muerta a Polly. Seguí adelante, mirando hacia atrás constantemente, pensando en que una mano aparecería de entre las sombras con un cuchillo con el que me cortaría la yugular de un tajo letal.

Sentí alivio al encontrarme con la puerta de nuestro edificio. Ascendí las escaleras sin hacer ruido, casi de puntillas, para no recordarle a Campbell que le debíamos más de dos meses de alquiler, y abrí la puerta de la casa despacio. Entré y cerré con sumo cuidado. Respiré aliviada.

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