—Yo no he autorizado nada a nadie —dijo mientras recogía sus bártulos y los metía en su maletín de galeno.
Lo comprendí todo.
—¡Oiga! —le grité al fotógrafo. En ese momento este cambiaba la mecha del flash de magnesio. Dio un respingo al oírme y echó a correr con la cámara en brazos entre la multitud.
—¡Detengan a ese hombre! —grité a pleno pulmón.
El fugitivo salió del grupo de curiosos a codazos y corrió calle arriba, cual alma que lleva el diablo. El sargento, Mason y yo fuimos tras él tan rápido como nos permitían nuestras piernas y gritándole el consabido: "¡Alto a la autoridad!".
Un coche de veloces caballos negros entró en Buck's Row y se detuvo frente al misterioso fotógrafo. Este se subió dando un enérgico salto, y el coche se volvió a poner en marcha a una recia orden del cochero.
El hijo de la gran puta se nos había escapado.
—Dejémosle ir —admití resignado—. Y volvamos a nuestro escenario del crimen.
Así lo hicimos, aunque un tanto cabizbajos. La gente se hallaba en estado de ebullición ante los últimos acontecimientos. Tuve que gritar que el hombre no era el asesino, sino un simple periodista.
"Estúpidos", pensé. La gente se lo creía todo…
—Me intriga algo, Fred… —comentó el doctor—. Las amigas de la difunta no han hecho acto de presencia todavía.
—Es curioso —no había caído en la cuenta de ese sutil detalle—. Tiene usted razón.
Una desagradable voz graznó a nuestras espaldas:
—¿Las amigas de Polly Nicholls? —me giré al momento. Una anciana de aspecto siniestro nos miraba al doctor y a mí.
—¿Perdón…? —pregunté arrugando la frente.
—Viven por allí arriba, en el 35 —afirmó aquella desagradable vieja, que era lo más similar a una bruja del medievo.
—Gracias, señora, por la información —repliqué cortés—. ¿Dice usted que la víctima se llamaba Polly Nicholls? —pregunté. Hice una seña al sargento, que se acercó diligente y tomó nota.
—Así se la conocía por aquí —escupió una flema que se estampó contra el suelo—. En realidad se llamaba Mary Ann —la vieja miró a ambos lados de la calle, como si buscara a alguien no deseado que la escuchara. Pero al toparse con los curiosos que estaban pendientes de los policías, prosiguió—. Sus amigas viven en el 35, al cuidado del viejo Grey. Tengan cuidado si van allí.
—¿El viejo Grey? ¿Será Nathan Grey? —intervino el subinspector Chandler arqueando mucho las cejas—. Desapareció de la circulación hace años. Era un asesino a sueldo.
—¡Es un asesino a sueldo! —exclamó la vieja, soltando su ira—. ¡El más sanguinario de todos! ¡El otro día mató a todos los McGinty! —volvió a hacer sonar su risa de hiena, enseñando una boca con pocos dientes llenos de caries, y después se internó entre los transeúntes.
Carnahan lanzó un bufido de desdén.
—Desvaríos de una vieja chiflada —afirmó—. No le preste atención, inspector.
—Tal vez, sargento, tal vez… Pero tengo curiosidad por comprobar quién vive en el 35 de esta calle —miré hacia la parte de arriba de esta—. No queda lejos y si tiene usted el gusto de acompañarme…
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Estaba histérica, sentada junto a las demás en la cocina, esperando una de las incursiones de Nathan por el barrio. Había ido a investigar qué pasaría con la pobre Polly y si nos habían visto la noche anterior. Todavía no había regresado.
Por supuesto, les habíamos contado a las chicas nuestro hallazgo del cuerpo de Polly en la acera y la intervención a tiros de Nathan contra los misteriosos tipos del coche.
Todas estábamos calladas, rezando para que ningún polizonte astuto recordase la cara de Nathan y le detuviera, pues no era totalmente invisible para los ojos de la Policía. Conocían su trabajo así como sus hazañas, y había alguno que se había tropezado con él; a pesar de esto, no creían en Nathan Grey. El viejo Nathan era otra leyenda urbana más.
Lizie se mordía las uñas con nerviosismo, mientras Mary retorcía un trapo viejo. Kate bebía de una petaca a grandes tragos.
Unos golpes quedos se dejaron oír al otro lado de la puerta. Nos quedamos todas heladas y paralizadas en el sitio. Los golpes resonaron de nuevo, ahora con más energía.
—Abre —le susurré a Mary.
La chica se acercó despacio a la puerta y descorrió el cerrojo. Hizo girar la llave y tiró de la manilla. Dos hombres se encontraban en el umbral. Uno era de mediana estatura, delgado y bastante atractivo, aunque en su rostro se advertía enseguida la amarga huella de la soledad y la ausencia de cariño.
El otro era mayor que él, ligeramente más alto y mucho más gordo. Su orondo rostro lucía un modesto bigote pelirrojo. El tipo gordo llevaba el bombín en las manos y le daba vueltas. El otro iba descubierto.
—Buenos días, señoras —saludó el varón grueso.
Les reconocí en ese momento. Eran el policía gordo y el inspector al que mandé al diablo con sus condolencias cuando la muerte de la pobre Martha. ¡Dios, la Policía estaba en nuestra casa! Recé efusivamente para que Nathan no apareciese.
—Soy el inspector Abberline y este es el sargento Carnahan. Investigamos la muerte de Mary Ann Nicholls y Martha Tabram —explicó educadamente el hombre delgado—. Tengo entendido que eran amigas suyas.
—Yo no sé nada —dijo Kate mirando con insolencia a los policías. Tras beber otro trago de su petaca, subió a su habitación.
—Yo tampoco —indicó Annie, siguiendo el mismo camino que Kate.
Mary franqueó el paso a los dos policías en nuestra deprimente vivienda y los invitó a tomar asiento en la mesa. No lo aceptaron y se quedaron de pie, observándolo todo.
—Así es, conocíamos a Polly y a Martha —habló Lizie encarándose al apuesto inspector—. Ya nos vio usted el día pasado en George Yard.
—Deduzco, señoras, que ustedes ya sabían de la muerte de la señora Nicholls… —Mary intentó mentir, pero el inspector la cortó alzando una mano—. Antes de que mienta, señorita, he de decirle que esconden ustedes muy mal sus pensamientos.
—¿Y qué es esconder bien unos pensamientos, inspector? —le pregunté con descaro.
—Verá, señorita… —titubeó él.
—Marvin, Natalie Marvin —afirmé resuelta.
—Verá, señorita Marvin… Lo deduzco por su ausencia en el lugar de los hechos, a pesar de que se encuentran a escasas yardas de allí. Aparte, cuando hemos entrado, han mostrado evidentes signos de espanto, lo que me induce a pensar que ya sabían de la muerte de su amiga.
"Puto cabrón engreído. Nos ha descubierto", pensé con el ánimo decaído.
—Tranquilas, no vengo a detenerlas —dijo Abberline en tono apaciguador—. Solo busco ayuda para esclarecer todo esto… Ustedes afirmaron que los McGinty les perseguían…, ¿no es así?
—Así es —afirmó Lizie.
—Pero muertos los McGinty… ¿por qué y quién ha asesinado a Mary Ann Nicholls? —nos miró a todas, una a una, escrutándonos con ojos expertos—. Yo estoy perdido, señoras, y no sé esclarecer esto. Necesito que me ayuden… ¿Les ha pasado algo de importancia aparte de estas muertes?
Mutismo absoluto. Ninguna de nosotras sabía de nada extraño aparte de esto. Bueno, estaba el asunto de…
Nathan entró en la casa y dio un respingo al ver a los dos policías. Hizo amago de sacar su revólver, pero el hombre gordo fue más rápido que él, pues le encañonó presto.
—¿Señor Nathan Grey? —preguntó el inspector gélidamente—. Tire el arma que lleva y pase… Haga el favor.
Nuestro protector entregó el revólver al hombre gordo y pasó al interior de la vivienda, dirigiéndose hacia la mesa, donde se sentó a mi lado. Me miró como si buscara alguna herida que me hubiesen podido hacer los dos policías y, al no encontrar nada, los miró a ambos algo más relajado.
—Inspector Frederick Abberline y sargento Carnahan, del Departamento de Investigación Criminal —se presentó el hombre atractivo—. No voy a engañarle, Nathan, usted ha tenido en jaque al Departamento de Investigación Criminal y, me atrevería a decir, al propio Imperio británico desde hace años. Es más, todo el mundo cree que usted está muerto…
El nombrado encogió sus hombros.
—Es mejor así —sentenció el viejo soldado.
—En efecto, al menos para usted —aclaró el inspector—. Si le detuviera en estos momentos, me convertiría en el hombre más famoso de Londres por una semana al menos —sonrió ante esa perspectiva, pero sin apartar los ojos de la mirada glauca de Nathan—. Aunque si recuerdo el pequeño favor que nos hizo usted el otro día en la guarida de los McGinty y pienso que no he venido hasta aquí para detenerle, puede considerarse un hombre libre —apostilló.
—No me joda, inspector —repuso Nathan en tono agrio—. No necesito sus favores. Diga a qué coño ha venido usted y lárguese —escupió contra una pared.
—A ayudarles, me temo, así que tendrán que aguantarme —Abberline no se amedrentaba ante nadie, a pesar de que Nathan le hubiese matado en dos movimientos—. Está usted en mis manos, Nathan, aunque aún no lo crea. Desde ahora en adelante, trabajará usted para mí o le detendré en el acto.
El antiguo asesino a sueldo soltó una risa corta y desdeñosa.
—Yo no trabajo para nadie que no me pague —sentenció, lanzándole luego una mirada gélida al osado inspector.
—Se equivoca, Nathan —el inspector fue hacia la puerta y la abrió. El hombre gordo le lanzó el revólver a Nathan y se guardó el suyo—. Si hace el favor de acompañarnos afuera, le pondré al corriente de todo —insistió el inspector mientras miraba a Nathan inquisitivamente.
—Ahora vengo. No tardaré, chicas —nos avisó el viejo Grey a la vez que salía tras los dos policías y cerraba la puerta con estruendo.
—Ahora sí que estamos jodidas —susurró Mary.
—¿Tú crees…? —repuse dubitativa—. ¿Y cuándo no lo estamos? —añadí mordaz.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
En el mugriento descansillo del desconchado edificio donde vivían las prostitutas, el señor Grey, el sargento y yo nos detuvimos. Miré fijamente al sicario.
—Mire, Grey… —tragué saliva con cierta dificultad—. Sé que usted se preocupa por las chicas. Lo sé porque ningún asesino a sueldo pagaría una casa así para que unas prostitutas vivieran en ella —concluí a la vez que señalaba la puerta—. Le necesito, Grey, para esclarecer este asunto y también para impedir que muera otra.
—¿Por qué me necesita? —preguntó el viejo.
—Quiero que investigue por mí —repuse con voz queda.
El ex soldado de Su Majestad forzó una sonrisa.
—Lo que es decir, en pocas palabras, que haga de su fiel delator —matizó él con marcada sorna.
—Solo quiero que busque a gente extraña, gente inusual en East End —precisé arqueando algo una ceja—. Si no lo hace, temo que otra de las mujeres de esta casa pueda morir…
—¿Por qué ha de morir otra? —preguntó Nathan Grey.
—No quisiera hacer fúnebres conjeturas antes de tener pruebas, pero me preocupa que alguien busque su perdición y la de las chicas… ¿Por qué? De momento no puedo decirlo porque lo ignoro —reconocí alzando ambas manos—. Dígame, Nathan, y le ruego que sea totalmente sincero… Fue usted quien disparó anoche, ¿verdad?
—Fui yo —reconoció el viejo Grey sin titubear lo más mínimo. Tomó aire y luego nos refirió toda la historia con interesantes detalles que ignorábamos por completo.
La sorpresa se dibujaba en el rostro de Carnahan y en el mío.
—Dice usted que eran varios y que protegían al asesino —resumí al acabar de escuchar la interesante historia. Miré al sargento y observé su expresión. El también estaba recogiendo datos en su cerebro y los unía. Joder, seguro que había algo realmente gordo detrás de todo aquello.
Grey asintió en silencio.
—Usted tiene contactos en East End, Grey —le recordé—. Puede andar libremente por las calles sin levantar las sospechas que sí suscitaríamos el sargento y yo si hacemos rondas de vigilancia… Puede introducirse en los tugurios de la zona y averiguar cosas. Esa es su misión, Grey… Debe investigar sobre el asunto, saber quién anda tras las chicas, pues mucho me temo que las muertes de la señora Tabram y de la señora Nicholls no fueron casuales. Fueron causadas por la misma persona —apoyé mis afirmaciones levantando el índice derecho.
Grey asintió de nuevo con la cabeza y me miró con marcado interés.
—Que quede claro, inspector. Yo no soy un títere de la Policía. Solo seré un colaborador externo —respiró hondo y continuó con una lógica exigencia—. Quiero que me asegure que mi nombre no aparecerá jamás en ningún informe oficial y también que si uno de sus chicos me atrapa, mi nombre no quedará escrito en ninguna prisión de Londres. Deseo seguir muerto, Abberline —recalcó sobre todo esa sepulcral palabra.
—Así será, Nathan, pero procure que no le atrapen, pues entonces tendríamos serios apuros para sacarle de la cárcel si cayese en manos de algún agente —argumenté—. Tenga cuidado y vigile a cualquier persona que le parezca sospechosa, incluso si se trata… —me mordí el labio inferior— si se trata de un hombre rico. Es más, vigile con más profundidad a todo caballero bien vestido con el que se tope cada noche… Buenos días y manténgame informado.
Henry Carnahan se caló su bombín y saludó a Grey, antes de que los dos abandonásemos el agrietado edificio y él se introdujese en su lúgubre vivienda.
El sargento y yo volvimos hasta el escenario del crimen, donde la multitud de curiosos se dispersaba al ver como los ayudantes del doctor Phillips limpiaban la sangre de las paredes y el suelo. El cuerpo de la pobre Polly ya no estaba allí.
El forense nos esperaba en el coche que Benjamin Lancaster había conducido hasta allí, con el fin de llevarnos hasta la comisaría. Subimos y el sargento cerró la portezuela.
—¿Qué tenéis? —preguntó Bagster Phillips.
Le referí punto por punto toda la historia. Asintió satisfecho varias veces.
—¿Crees que ese sicario cooperará? —quiso saber el experto forense.
—Eso pienso, doctor —repliqué esperanzado—. Y más nos vale que coopere… —añadí casi en un susurro, esperando que así fuese. Nathan Grey era una baza demasiado buena para no jugarla en aquella sangrienta y peligrosa partida.
Dormitaba con las cortinas corridas y en la más absoluta oscuridad, cuando la puerta se abrió y el sargento entró en mi despacho. Se acercó hasta el escritorio donde estaba y encendió la luz de gas. Me desperté sobresaltado y le miré con rencor.