—Sí, señor —Mann llamó a dos de sus ayudantes, que se acercaron titubeantes.
—Con el debido respeto, Sir Charles, debe saber que ya han reclamado el cadáver… —expliqué con calma—. Sus amigas desean que les sea devuelto para enterrarlo.
Se giró raudo hacia mí. Sus ojos echaban llamaradas.
—¡Pues devuélvaselo usted mismo, Abberline! ¡Pero hágalo ya! —Sir Charles estaba furioso. Eran demasiadas contradicciones en tan poco tiempo. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida a paso ligero—. ¡No quiero leer ni una palabra sobre esto en los periódicos, señores! —bramó sin volverse hacia nosotros—. ¡Si no quieren acabar limpiando aceras, más les vale guardar silencio! —añadió colérico, para todos los presentes—. ¡Entierren ese maldito cadáver y vuelvan a sus ocupaciones!
Sir Charles Warren y el supervisor abandonaron el depósito.
—Hijo de puta… —susurré.
—Volvamos a la comisaría —ordenó el jefe Swanson con voz grave.
Los cuatro abandonamos el sótano y dejamos el cadáver de Martha Tabram en el deprimente depósito, solo, frío y rodeado de una incesante nube de moscas.
Afuera, la tormenta seguía.
(N
ATHAN
G
REY
)
Llevaba toda la tarde observando aquellos hijos de mala madre, que entraban y salían de un tugurio que hacía las ¡veces de taberna y prostíbulo. Ese local era su guarida.
Se había hecho de noche y yo había perdido la noción del tiempo. Llovía torrencialmente.
Todos los McGinty estaban reunidos en el tugurio, el jefe de la banda incluido. Los veía moverse a través de las sucias ventanas de la taberna. Aunque me constaba que todos los McGinty se encontraban allí, solo veía a cuatro hombres en la taberna, lo que me hizo suponer que había forzosamente un sótano.
Esperé hasta que el último mendigo abandonó la calle, para incorporarme del suelo donde había permanecido sentado desde hacía más de cuatro horas. Debía estirar las piernas y activar la circulación sanguínea. La lluvia había estado calándome desde que abandoné a las chicas, pero las armas se hallaban secas, al igual que las municiones.
Me encaminé resuelto hacia el local y me detuve a varias yardas
[1]
delante de él. Oía las estruendosas risas de aquellos cabrones en su interior.
Es extraño, pero el haber llevado una vida en constante alerta había agudizado mis sentidos. Veía y oía a más distancia a la que podía ver y oír una persona normal. Después de todo, eso era una clara ventaja y dios —o el diablo— me había bendecido con ello.
Me situé en el centro estratégico de la desolada calle e hinqué una rodilla en el suelo. Después me eché el rifle a la cara, apunté hacia una de las ventanas y esperé con felina paciencia.
Mi sombrero chorreaba agua por todas sus alas y mi gabardina, empapada, pesaba mucho, pero me mantuve en mi posición aguardando y mascando mi odio.
Uno de los cabrones de la taberna pasó junto a una de las ventanas.
Apunté cuidadosamente hacia la pared derecha de esta y me imaginé la trayectoria del hijo de puta. Exhalé una bocanada de aire, que se convirtió en vapor cuando entró en contacto con el ambiente gélido, y disparé encomendándome a dios en mi contundente acción.
El proyectil surcó el aire y fue seguido por una nube de humo y un estruendo que resonó en toda la calle. Como había calculado, chocó contra la pared de madera de la taberna y la atravesó. Por la exclamación de sorpresa de los ocupantes, deduje que había acertado. Antes de que alguno diese la alarma, amartillé la escopeta de nuevo y disparé el segundo proyectil contra otro hombre que pasaba cerca de la ventana. Le di de lleno en la cabeza y le destrocé el cerebro, después de que el proyectil rompiera la ventana. Ahora sí, los hombres dieron la alarma.
Abrí la escopeta y le introduje dos cartuchos más. La cerré con un siniestro chasquido y amartillé el primer proyectil.
Andando con tranquilidad, me acerqué a la puerta del tugurio. Esta se abrió de un portazo, y un hombre armado con un revólver me recibió con actitud agresiva en el umbral. No esperé a que me apuntase. Me eché el rifle a la cara y le disparé en el torso. El hombre cayó al suelo como un fardo. Entré en el local.
Era espacioso, de una sola planta excepto el sótano, al que se accedía por una destartalada escalera al fondo de la taberna. Había una barra con varios barriles y dos hombres muertos a su lado.
Nada más entrar, un gilipollas me atacó con un cuchillo de carnicero desde la puerta. Paré el golpe con el cañón del rifle y le propiné un sonoro golpe en la mandíbula con la culata de la escopeta. Una vez en el suelo, le disparé a bocajarro en la espalda. Tiré la escopeta al suelo y descolgué el Winchester 44 de mi hombro. Lo amartillé al instante.
Un hombre salió de detrás de la barra, apuntándome con una recortada. Le descargué a bocajarro con el Winchester 44 y el hijo de puta cayó al suelo, ya que lo alcancé de lleno en el pecho. Tres hombres más subieron presurosos por la escalera del sótano y los tres recibieron letales impactos en el torso.
Aparté los cadáveres con el pie y bajé por las escaleras. Me encontré en un largo corredor repleto de habitaciones. Le pegué una patada a una de las puertas de mi derecha e irrumpí en la habitación. Cinco hombres me esperaban allí.
Disparé a bocajarro dos veces y acerté a uno de ellos, derribándolo en el acto. Los otros se quedaron quietos, asustados, paralizados por el terror que sentían y que yo leía en sus ojos.
Intenté tirar una vez más, pero el rifle estaba descargado. Los cuatro hombres se abalanzaron sobre mí. Golpeé a uno con el arma en la cara y lo tiré al suelo. Arrojé el rifle y saqué la recortada. Le reventé la cabeza a uno y le disparé en el torso a otro. El último desgraciado me clavó su cuchillo en el hombro. Sentí una aguda punzada de dolor. Por suerte, el corte fue superficial.
El hijo de puta me pegó un puñetazo en la cara y preparó la mano para asestarme otro, pero ya no le dejé hacer más. Desenvainé el Bowie y se lo clavé hasta la empuñadura en el estómago, retorciéndolo y ampliando más el diámetro de la tremenda herida. La sangre manó abundantemente y me empapó los puños de la gabardina. Aquel hombre se desplomó muerto.
Abrí la recortada e introduje dos cartuchos más. Empuñé el Bowie con la mano izquierda y salí rápido de la habitación. En el pasillo me esperaban varios hombres que habían salido de otras habitaciones al oír el ruido que hacíamos. Casi todos estaban desvestidos y, por los agudos gritos de las habitaciones, deduje que había mujeres en ellas. No esperé a que reaccionaran y derribé a dos con la recortada. Los demás se abalanzaron en tromba contra mí.
Agarrando la recortada por el cañón y empleándola como maza, la esgrimí con la mano derecha mientras que con la izquierda mantenía aferrado el Bowie. En esa posición, le hundí el cráneo a un hombre con la el arma de fuego y, seguidamente, le clavé el cuchillo en el pecho para asegurarme. Otro hombre intentó atizarme con una porra. Le paré el golpe con la recortada y con un rápido movimiento le rajé el cuello con el cuchillo. Le propiné un codazo a otro tipo en la cara y le hundí el Bowie en el mismo sitio.
En ese momento, mis manos y los puños de mi gabardina, así como la pechera de esta, estaban manchados por numerosas salpicaduras de sangre fresca.
Un cabrón que empuñaba un hacha me atacó por detrás. Me agaché esquivando su golpe y el arma se hundió en las paredes de madera. El hombre forcejeó para extraerla, pero yo le clavé el Bowie en un costado. La sangre manó de la herida a chorros. Retiré el cuchillo y el individuo cayó muerto al suelo.
De repente, una puerta se abrió violentamente de par en par, y tres tipos armados con rifles irrumpieron en el largo corredor. Tiré al suelo la recortada descargada y saqué mi revólver. Pasando la mano por el martillo con rápidos movimientos, vacié el cargador del arma corta de fuego en los tres hombres, a los que maté casi al instante.
Guardé el revólver descargado y enfundé la recortada. Empuñé el Bowie con la mano izquierda y desclavé el hacha del tipo que yacía con el costado perforado por mi Bowie, pensando que él ya no la necesitaría. La cogí con la diestra y avancé decidido por el corredor hacia la puerta del fondo.
Varias mujeres abandonaron las habitaciones presas del pánico y totalmente desnudas. No las maté porque no tenían ninguna culpa. Estaba loco, ciego de rabia e ira, pero todavía podía razonar un poco. Aquellas mujeres eran como Natalie y las chicas, así que las dejé ir. Se ganaban la vida como podían.
Me detuve frente a la puerta en la que acababa el pasillo y escuché. Dentro había tres hombres armados. El miedo se percibía.
Abrí la puerta de una fortísima patada y entré como un ángel exterminador. Aquello era una especie de oficina con una mesa en el centro y varias sillas. McGinty se encontraba en el fondo, apuntándome con un revólver. Dos hombres más estaban situados cerca de la puerta. McGinty disparó, pero no me dio. Le clavé el hacha en el pecho a uno de los tipos y lo tiré al suelo. Al otro le clavé el Bowie y lo rematé rajándole el cuello de dos rápidos movimientos con el hacha. Esquivé el chorro de sangre que manó del cuello rebanado y me encaré definitivamente con McGinty. El intentó dispararme de nuevo, pero ahora no lo logró. Le arrojé el hacha antes de que descargara y le arranqué el revólver de las manos, junto con tres dedos que volaron. El jefe de la banda gimió de dolor y se arrodilló como un cerdo herido. Pude ver el terror reflejado en sus desorbitados ojos.
—¡Grey! —articuló al reconocerme.
Avancé hasta McGinty con el Bowie en la diestra y me planté delante de él. Miré su mano. Sangraba mucho por los muñones donde antes habían lucido los dedos índice, corazón y anular, que ahora se hallaban tirados por el suelo. Intentó retroceder, pero se chocó contra la pared de su apestoso cubil. Le pegué una brutal patada en el estómago. El jefe se encogió en posición fetal. Me acuclillé y le cogí con una mano la solapa de su chaqueta, mientras que con la otra le acerqué el filo del Bowie a su garganta.
—¿Por qué, McGinty? —le interrogué en tono glacial.
Me miró sin comprenderme.
—¿Por qué mataste a Martha? —insistí con furia.
—Yo no… —balbució aterrado—. Yo no fui, Grey, lo juro por mis muertos… —intentó justificarse.
Mi ira no conoció entonces límites.
—¡Mientes! —grité con rabia—. Si lo reconoces, te ahorraré sufrimientos —pero él negó con la cabeza varias veces—. ¡Contesta! —le volví a gritar.
—No la maté, Grey —sollozó.
—¿Quién fue, hijo de puta? ¡Dilo entonces! —me levanté y le pegué una patada en el rostro. Empezó a sangrar por la nariz.
—No lo sé… ¡Yo no fui! —exclamó desesperado—. ¡No puedo saberlo!
Le miré. Solo el todopoderoso sabía las ganas que tenía yo de matar a aquel tipo. Una voz rugió en mi interior. "Mátale. Mátale o te arrepentirás de no haberlo hecho antes".
Lo agarré por el aceitoso cabello y le eché la cabeza hacia atrás. Levanté el Bowie dispuesto a degollarlo. McGinty cerró los ojos con pavor.
No. No podía matar a aquel cobarde, a aquel despojo humano que lloraba a mi lado encogido como un ratón. Me detuve a escasas pulgadas de su cuello. Ya había asesinado a suficientes hombres aquella noche. Estaba en medio de un baño de sangre.
Me levanté y le lancé una mirada de advertencia.
—Vete de esta ciudad, McGinty —le ordené con voz lúgubre—. Como te vuelva a ver por aquí, te mataré… ¿me oyes bien? —el jefe asintió aterrado.
Me di la vuelta y salí de la habitación. Entonces escuché un aviso a mis espaldas que me heló la sangre.
—¡Vete al infierno, viejo!
Escuché perfectamente como McGinty amartillaba un arma, una pequeña pistola norteamericana de dos cañones… Creo que la llaman Derringer… Sí, es de calibre 22 corto, con dos tiros de acción simple. La usan allí los jugadores de cartas profesionales y las prostitutas porque es fácil ocultar. Pero no le di tiempo a dispararme.
Me giré y le lancé el Bowie al pecho. El cuchillo se hundió limpiamente en el tórax del jefe de aquel siniestro clan, que al fin cayó muerto al suelo.
Desclavé mi Bowie, cogí el Winchester 44 y la recortada y salí del sótano.
En la taberna hice lo propio con la escopeta de dos cañones y, ya con todo mi arsenal encima —eran armas valiosas y preciadas, en modo alguno las podía dejar allí—, abandoné el local. Andando calle arriba me interné en la oscuridad de Whitechapel y, protegido por ella, observé el local atacado antes de irme. Varios policías llegaron corriendo y entraron en el siniestro tugurio. Había escapado por los pelos. Hasta mí llegaron, aunque algo apagadas, algunas exclamaciones de los servidores del orden ante la carnicería que acababan de descubrir.
Era más de medianoche. Abrí con sigilo la puerta de la casa y entré a hurtadillas. Natalie me esperaba despierta. Estaba sentada en la mesa de la cocina y, nada más verme entrar, se echó a mis brazos. La abracé con fuerza y temí perderla más que nunca. Pero ahora ya estaba a salvo para siempre; todas lo estaban. Sin los McGinty en el barrio, podrían volver a vivir en paz.
Natalie se percató de que me sangraba el hombro, por lo que calentó un poco de agua con unos paños que me aplicó en la herida con sumo cuidado.
Algo me inquietaba. Algo se revolvía en mi torturado cerebro. Era algo que me impedía centrarme en cómo me curaba Natalie. Eran las últimas palabras de McGinty.
"Yo no fui", había dicho el hijo de puta. Mentía, seguro. Pero yo no cesaba de darle vueltas al asunto.
Muertos los McGinty, ya no había problemas, con la excepción de ese policía que andaba investigando el caso del asesinato de Martha Tabram, aunque no creía que pudiera darnos muchos quebraderos de cabeza. Sin embargo, algo seguía intranquilizándome. Una sombra crecía inexorable dentro de mí.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
—Precioso. Bonita masacre —dijo el sargento Carnahan con sorna.
—Parece que alguien le oyó comentar que la única forma de acabar con los McGinty conllevaba "un gasto serio de balas", sargento —opiné asombrado—. ¡Vaya puta carnicería!
El tugurio de los McGinty, en Mulberry Street, había amanecido lleno de curiosos y policías de la División H, debido a que todos sus miembros había resultado asesinados aquella misma noche. Un agente que hacía la ronda había oído disparos en el local y rápidamente logró reunir a varios policías más de la zona. Cuando llegaron, se encontraron con la bonita escena que el sargento y yo teníamos el dudoso gusto de estar presenciando.