—Iré a Bishop's Gate y la buscaré. Seguro que la tienen allí. El comisario Smith es amigo mío y la sacará en un momento. Aunque a la una de la madrugada echan siempre a los borrachos…, así que debe de haber salido ya —afirmé con plena convicción.
Grey asintió dos veces con la cabeza. Tenía el rostro contraído por una mueca de dolor.
—Mientras, yo buscaré a Lizie —nos comunicó el sicario con gravedad—. Vosotras os quedaréis aquí y no saldréis pase lo que pase… ¿Habéis entendido?
—No te preocupes —dijo Natalie abrazándola con inmensa ternura. Era palpable que lo quería como a un segundo padre. Unos segundos después, Mary también se unió al abrazo.
Comprendí que yo estaba de más en aquella miserable habitación, así que salí de ella y esperé al viejo Grey en Miller's Court. Al cabo de un rato, salió él.
Abandonamos juntos Miller's Court y desembocamos en Dorset Street. Nos despedimos con un parco apretón de manos y tomamos cada uno una dirección opuesta.
Una sucia y fría llovizna había empezado a empaparme la gabardina desde hacía rato. Entre la incómoda cortina de niebla y agua, vislumbré al fin el edificio de la comisaría y apresuré por ello el paso.
Había ido a Bishop's Gate, donde un carcelero me había informado que la única borracha de aquella noche respondía al nombre de Mary Ann Kelly y que hacía un rato que la habían soltado. Supuse que la mujer había dado un nombre falso y me aferré a la posibilidad de que la borracha fuera en realidad Kate.
Maldije mi mala suerte y aceleré el paso hacia la comisaría de Commercial Street, esperando que la alcoholizada prostituta se encontrara allí.
Pero antes de llegar, atendí un bullicio general que había invadido la comisaría. Varios agentes salían de ella con sus linternas encendidas y los silbatos en la boca, haciéndolos resonar con poderosos soplidos. Reconocí de inmediato al agente Barrett entre la multitud.
—¿Qué coño ocurre? —grité agarrando al hombre por el brazo.
—¡Inspector! ¿No lo sabe? ¡Le han cortado el cuello a otra mujer! ¡Ha sido en Berner Street! —bramó el agente entre las carreras y gritos de los otros servidores del orden público.
Me quedé helado.
—¡Consígame un coche, Barrett! —ordené de inmediato.
El agente asintió y, al poco tiempo, Lancaster me esperaba en la puerta de la comisaría con su coche a punto. Salté dentro y me dejé conducir a una velocidad de vértigo hasta Berner Street, con los caballos excitados por el esfuerzo.
Cuando Lancaster detuvo el vehículo y puso el freno, bajé a toda prisa y observé lo que tenía ante mí. Aunque era tarde, un torbellino de curiosos, difícilmente contenido por los escasos agentes, se arremolinaba ante los portones abiertos de par en par del patio adjunto al IMWC. Me hice camino a empujones entre los insoportables morbosos de turno y penetré por fin en el escenario del crimen. El doctor Phillips, más puntual y atento que yo, me esperaba allí.
—Joder… —musité, apenado, al reconocer el cuerpo de la amiga sueca de Natalie Marvin.
La fulana estaba tirada en el suelo, junto al acuclillado doctor Phillips, en medio de una gran mancha de sangre que había manado de su garganta cercenada.
—De izquierda a derecha… —declaró el doctor con pesar— . Se nos ha vuelto a adelantar —musitó, realmente consternado.
Me puse furioso al comprobar que así era.
—Esta vez no lo ha completado. No la ha destripado —aprecié; a continuación saqué un pañuelo para protegerme de la peste de aquel siniestro lugar.
—Puede que no tuviera tiempo —aventuró el doctor.
Después el forense se incorporó y dio instrucciones a los agentes de cubrir el cuerpo y trasladarlo inmediatamente en ambulancia hacia el depósito de Old Montague Street. También ordenó que le dijesen al supervisor Mann que nosotros, él y yo acudiríamos más tarde.
Alguien traspasó el círculo de curiosos y se situó a nuestra altura. Pude reconocer la silueta del subinspector Chandler.
—¡Inspector! —articuló enseguida—. El sargento Carnahan me envía a buscarle, señor.
—Qué ocurre, Chandler? —pregunté.
—Está en Mitre Square… ¡Inspector, han destripado a otra mujer! —exclamó con cara de circunstancias. Me llevé las manos al sombrero.
—¡Joder! —mascullé asqueado—. ¡Dios santo, qué pesadilla!
El doctor Phillips reaccionó rápido.
—Te acompaño; ya lo he dejado todo resuelto aquí —me avisó mientras cogía su maletín.
Los tres salimos del patio y subimos al coche de Lancaster, que lo dirigió a toda velocidad hacia Mitre Square. Al cabo de unos minutos, Lancaster hizo detenerse a los caballos frente a Church Passage. Chandler, el forense y yo nos apeamos. Recorrimos el oscuro pasadizo y penetramos en la plaza, que hervía de curiosos y policías. El sargento vino a nuestro encuentro, secándose el sudor de la frente con un pañuelo blanco. Su amarga expresión era un aviso del drama que íbamos a contemplar.
—¡Dios, inspector! —exclamó, afligido—. ¡Es horrible! —nos condujo hasta el lugar más alejado de la plaza, donde los agentes apartaban a los curiosos de turno a empujones y ocultaban algo a sus ansiosas miradas.
Atravesamos el cerco de gente a empellones y penetramos en el escenario del crimen. Mentiría como un bellaco si, a pesar de mi experiencia, dijera que aquello no me repugnó bastante.
La mujer asesinada yacía en el suelo, con los brazos extendidos y la pierna derecha flexionada. Su cabeza estaba ladeada hacia un lado y los intestinos se situaban por encima del hombro derecho. La habían abierto en canal, desde el vientre hasta el esternón. Además, aparte de degollarla, le habían infringido varios cortes en el rostro hasta desfigurarla por completo. No pude asegurarlo con certeza, aunque —y poco después fue confirmada mi sospecha— en ese momento yo supe que aquella masa sanguinolenta era Kate Eddows, otra de las amigas de Natalie Marvin.
El doctor se acuclilló y observó el cuerpo.
—Otra vez él… —sentenció sombrío—. Maldito demonio… —susurró, mientras bajaba y subía la cabeza lentamente.
El sargento Carnahan sacó su petaca y bebió un trago largo de ella, pero el amargo sabor del licor le hizo hacer una mueca de asco. En ese momento, alguien me tocó el hombro por detrás. Me giré y descubrí la presencia de un agente detrás de mí.
—Discúlpeme, inspector… —se expresó con timidez—, pero me envían desde Goulston Street… Uno de los agentes ha encontrado algo y solicitan que se presente usted ahora mismo allí.
—¿Ha muerto alguien más? —pregunté alarmado.
—No, señor…, pero han dejado algo escrito que quizá le interese.
Miré al agente extrañado.
—Muy bien, gracias… —repuse algo aliviado—. Sargento, dígale a Lancaster que no se acomode, que nos vamos ahora mismo a Gouldston Street… ¿Viene, doctor? —le interrogué, a tiempo que arrugaba mucho la frente.
—No… Id vosotros. Ya tengo suficiente por esta noche —señaló ante el atroz panorama—. Me quedaré acompañando a esta dama tan desafortunada —Phillips se acuclilló y abrió su maletín.
Mientras el sargento, el agente de Gouldston Street y yo nos alejábamos del lugar, escuché las palabras que el forense le dedicaba a la mujer muerta.
—Fría, rígida, terrible muerte: erige aquí tu altar y revístelo con todos los horrores de que dispongas, pues este es tu dominio…
Eran de Charles Dickens, el principal narrador de la era victoriana.
Los policías taparon el cuerpo de la víctima con una lona, para ocultarlo de las miradas de los insaciables curiosos. Había que impedir que la gente profanase con sus morbosas miradas aquella desgraciada.
La calle también era un hervidero de curiosos. El coche de Lancaster se detuvo en la puerta del Wentworth Model Dwellings, y el sargento y yo nos apeamos. Como empezaba a ser costumbre, apartamos a los malditos curiosos a empujones y penetramos en el edificio, cuyo portal estaba iluminado por los faroles de los agentes. Por extraño que pareciera, Carter nos esperaba en el portal. Estaba dando órdenes a los agentes y sonrió al vernos entrar.
—Buenas noches, inspector Abberline y sargento Carnahan —se descubrió.
—¿Qué hace aquí? —le pregunté fríamente.
—Sir Charles me ha enviado a coordinar todo lo referente al mensaje… Recuerde que, al menos a sus ojos, yo estoy al mando —dijo con cierta sorna.
Miré hacia la pared que había enfrente del agente especial. Bajo el friso, alguien había escrito con letra regular y en tiza el siguiente mensaje:
The Juwes
are the
men
who
will not
be Blamed
for this
for nothing
—"Los judíos son personas a las que nadie echará la culpa de nada" —leyó el sargento en voz alta. Se quedó pensativo antes de preguntar—. ¿Qué coño significa esto?
—La mayoría de estas viviendas son de judíos… —señaló Carter—. Puede ser un comentario ofensivo.
—Pero no pone judíos exactamente… Pone
juwes
—maticé.
El agente especial llegado de la India se encogió de hombros.
—Puede ser un error de escritura —aventuró.
—De ninguna manera —afirmé con absoluta convicción—. Ya he visto esto otras veces… Ha escrito bien el resto del mensaje… Y la palabra
juwes
me suena a algo que he oído con anterioridad… Algo que no recuerdo ahora —añadí tras morderme la lengua.
—¿Hay algo más? —preguntó el sargento, mientras copiaba el mensaje en su pequeño cuaderno de notas.
Carter señaló un trapo que había bajo la escritura.
—Sí —contestó sucinto.
—Está ensangrentado —observó Carnahan.
—En efecto, y hemos podido observar que pertenece a la víctima de Mitre Square —convino el agente especial.
Di una palmada a modo de apremio.
—Muy bien, que avisen a Maguire, el fotógrafo del Departamento de Investigación Criminal, y que tome fotografías de toda la pared y del trapo para… —ordené sin titubear.
Un carraspeo me interrumpió. Me di la vuelta y pude ver la silueta de Sir Charles Warren en el portal, que iba escoltado por dos agentes.
—En realidad, eso no será necesario, inspector —indicó el mandamás de Scotland Yard.
Contrariado por su presencia, tragué saliva.
—¿Cómo dice? —inquirí.
—Señor Carter… —llamó Sir Charles.
—¿Sí, señor?
—¿Ningún habitante del edificio ha visto el mensaje? —quiso saber.
—Nadie, señor.
Sir Charles suspiró aliviado.
—Muy bien. Bórrenlo inmediatamente —ordenó con sequedad.
—¿Qué? —pregunté asombrado.
—He dicho que lo borren —insistió Warren.
—Pero, Sir Charles, es una prueba que… —intenté decir.
El jefe de la Policía metropolitana señaló el escrito con su enguantada mano diestra.
—Me da igual, inspector —repuso, impasible—. ¡Bórrenlo!
Un agente se aproximó con un cubo de agua y un trapo. Le fulminé con la mirada y me interpuse.
—¡Inspector, no sea estúpido! ¿Qué cree que pensarán todos los judíos de este barrio al ver esto? ¡Estas palabras están cargadas de jocoso racismo! ¡Lo último que deseo es otra manifestación y más disturbios contra los judíos! —bramó Sir Charles.
—Es una prueba, Sir Charles. Aunque no la fotografíen, el sargento ha copiado el mensaje. Carter también lo ha copiado. Y yo lo recordaré a la perfección —avisé.
Carnahan vio la furia que se agolpaba por momentos en las mejillas de Sir Charles, por lo que decidió intervenir. Propuso una solución salomónica.
—Podríamos borrar la palabra judíos y luego fotografiar lo demás, Sir Charles.
Pero el aludido solo me miraba a mí. Ignoró la sugerencia del suboficial y únicamente se dirigió a él al cabo de unos segundos de tensión.
—Muy bien…, sargento, borre ese mensaje —ordenó con gravedad—. Está usted a cargo de este caso; siempre bajo la supervisión del agente especial Carter, no lo olvide… —remarcó—. En cuanto a usted, inspector, queda suspendido de empleo y privilegios. ¡Y borren ese puñetero mensaje! —gritó Sir Charles, abandonando el portal seguido de sus escoltas y del agente especial.
Yo me quedé allí, impotente, como atontado, viendo como un agente borraba de la pared el mensaje escrito en tiza.
Sir Charles Warren penetró en su carruaje seguido de Carter y cerró la puerta con furia.
—¡Se ha excedido, maldita sea! —exclamó muy alterado—. ¡Esto no tenía que pasar! ¡Si a alguien se le ocurre husmear en la palabra…!
—Tranquilícese, Sir Charles —dijo el agente especial. El jefe de la Policía metropolitana aspiró con cierta ansia el aire nocturno.
—Hablaré con Howard… —señaló pensativo—. Esto se les va de las manos… Si a alguien se le ocurre investigar, hasta la propia hermandad se vería implicada.
Carter afirmó en silencio.
—Y no solo la hermandad, Sir Charles, ya lo sabe usted… —apuntó con voz queda. Sir Charles le lanzó entonces una mirada funesta—. Por lo menos se ha deshecho del inspector —añadió con media sonrisa irónica.
—¿De Abberline? No lo crea, Carter… —aseguró entre dientes—. Ese hombre es peligroso. Es un cabezota tenaz que seguirá indagando y husmeando hasta que la bomba le explote en la cara… Créame.
—Por lo menos ni él ni ese sicario han impedido que se lleven a cabo dos ejecuciones más —apuntó con frialdad el agente especial.
—La hermandad y yo ya hemos hecho más de lo que podíamos hacer —susurró el jefe de Scotland Yard—. No soporto todo esto… Además, no lo tienen tan controlado como aseguran; si no, no hubiese ocurrido todo esto… ¡Maldita sea! —espetó furioso.
Ambos se sumieron en un profundo silencio, que solo la lluvia y el viento pudieron romper mientras se oía el ruido del carruaje en movimiento.
(N
ATHAN
G
REY
)
La gente corría y corría por las calles. A mi lado pasaron varios agentes con sus linternas de ojo de buey y sus silbatos en la boca; al parecer, iban bastante alterados como para fijarse en mí. Algo iba mal…
Había demasiado bullicio en las calles, sobre todo en Berner Street, cerca del club socialista.
"Esos judíos habrán organizado alguna", pensé. Me acerqué poco a poco. Había algunos policías entre la multitud, que intentaban refrenarla a la entrada de un patio situado al lado del IMWC. La curiosidad me hizo aproximarme al lugar, atraído por las muecas de espanto y las morbosas conversaciones de los transeúntes.