El ayudante del doctor Phillips escribió esto en su cuaderno y esperó a que los forenses siguieran hablando.
—El abdomen está abierto en canal, desde el pubis hasta el esternón, con un corte rápido y rasgado —dijo el doctor Duke—. Mi opinión es que clavó el cuchillo en el esternón y rasgó hacia abajo. No es un corte tan difícil.
El doctor Brown esbozó una tenue sonrisa, a tiempo que ladeaba la cabeza.
—Discrepo, estimado colega. Al asesino le interesan los órganos reproductores, no los órganos del pecho —los fue señalando—. Más bien creo que clavó el arma en el pubis y subió hacia el esternón, posiblemente víctima de una furia asesina —concluyó.
—Estoy de acuerdo con la opinión del doctor Brown —añadió Bagster Phillips—. Es más tangible y precisamente concuerda con el perfil que el inspector Abberline ha elaborado acerca del asesino.
—Muy bien. Continuemos —propuso el doctor Brown. Enarboló unas pinzas más grandes que las de Duke y separó los pliegues del corte del pubis. Phillips le ayudó con sus pinzas, mientras el doctor Duke observaba el interior a través de sus lentes de aumento.
—Por estos cortes, se puede deducir que el asesino estaba arrodillado a la derecha de la víctima —precisó el doctor Brown.
En un momento dado, Duke no pudo reprimir su entusiasmo profesional.
—¡Pero miren esto, colegas! ¡Impecable! —exclamó al ver con más atención el interior de la prostituta asesinada—. ¡Me atrevo a decir que es el trabajo de un especialista!
El doctor Phillips arqueó las cejas de forma exagerada.
—¿Comprenden ahora por qué les avisé? —me miró de reojo un solo instante—. Ya me había dado cuenta de esto antes, pero deseaba conocer sus opiniones —añadió satisfecho.
—Miren esto —apuntó el doctor Duke—. Se han extirpado unos dos pies
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aproximadamente de colon. Y… y el forro del peritoneo ha sido seccionado en el lado izquierdo y se ha extraído con cuidado el riñón izquierdo.
—También se ha cortado la capa de músculo que protege el útero y falta parte de la matriz —señaló Phillips—. Estarán de acuerdo conmigo, estimados colegas, en que la localización del riñón izquierdo requiere conocimientos básicos de cirugía.
—No necesariamente —Brown arrugó algo la nariz—. Pudo haber sido pura suerte —concluyó escéptico.
—Caballeros, ya han visto el excelente trabajo realizado por el asesino en la parte inferior del cuerpo. Si eso no demuestra cierto conocimiento quirúrgico, yo cuelgo el delantal ahora mismo, me hago fraile e ingreso en un convento —avisó Bagster Phillips, sonriendo irónicamente—. Los riñones están ocultos por una membrana. Extraerlos sin apenas luz, y a toda prisa, requiere habilidad y conocimiento quirúrgico… Un conocimiento quirúrgico amplio —murmuró pensativo—. ¿Qué me dicen?
Los facultativos se miraron largamente. Finalmente, el doctor Brown rompió el incómodo silencio, aunque lo hizo en voz baja.
—Creo que deberíamos dejar esta discusión para más tarde. Si les parece, pasemos ya a examinar con detenimiento los cortes faciales.
Los tres se acercaron al rostro desfigurado de Catherine Eddows.
—Los dos párpados están cortados, así como la punta de la nariz, mediante una incisión oblicua —declaró el doctor Brown, aproximándose más al desfigurado rostro de la furcia.
—Hay dos incisiones triangulares en cada mejilla, que han levantado parte de la piel facial y han dejado al descubierto algunos fragmentos de mandíbula —precisó Bagster Phillips.
Duke miró a los otros dos forenses.
—¿Estaba sobria? —inquirió.
—El análisis de toxicología demuestra que no. Antes de la muerte había bebido en gran cantidad, pero los efectos del alcohol estaban ya remitiendo hasta casi la hora de la muerte, cuando ingirió más —contestó el doctor Brown—. He percibido un olor fuerte que salía de su boca, pero reconozco que no sé qué es.
Phillips me miró y adiviné sus pensamientos: "El láudano debe quedar entre nosotros… Por lo menos hasta que estemos seguros de que se trata de esa droga".
—¿El alcohol se lo pudo proporcionar el asesino? —quiso saber el doctor Duke.
—Posiblemente —dije yo.
—¿Con qué fin? —preguntó el doctor Brown.
La respuesta era obvia.
—Atontarla… y ganarse su confianza —respondí con firmeza.
Todos nos quedamos en silencio, contemplando la masa sanguinolenta de la mesa. Una vez más, el sargento Carnahan bebió de su petaca para soportar aquel horrible espectáculo. Bagster Phillips puso punto final a las primeras conclusiones de la autopsia con nosotros delante.
—Bueno, caballeros, estos son los detalles más relevantes —declaró con tono neutro—. Ahora, mis colegas y yo debemos ultimar otros aspectos… Si no les importa, nos gustaría hacerlo en privado.
Carter asintió y nos miró a todos.
—Muy bien, doctores —repuso grave—. Gracias por habernos permitido asistir a la autopsia.
El doctor Phillips me observó un momento.
—No se merecen —comentó, haciendo un aligera inclinación de cabeza—. Fred, nos veremos mañana en Vestry Hall, en Wapping. Elizabeth Stride será trasladada allí… ¿Irás?
—De acuerdo, doctor —contesté, complacido de comprobar que aún contaba conmigo a pesar de estar suspendido de empleo y sueldo.
Carter, el sargento y yo salimos de la sala. Cuando avanzábamos por el pasillo, la puerta se abrió a mis espaldas y el doctor salió presuroso.
—Solo una cosa más, Fred.
Me acerqué a él. El forense, mirando de reojo a Carter y al sargento, me murmuró:
—Será mejor que controles a tus
asociados,
Fred —me miró con severidad—. Esta noche ha aparecido un tipo muerto en la puerta de una taberna cercana a Mitre Square. Al parecer, le han clavado un cuchillo militar parecido al que se usó para acabar con la banda McGinty hace unos meses… ¿Me comprendes?
La imagen de Nathan Grey se me vino a la mente.
—Mucho me temo que sí, doctor —respondí cabizbajo.
Bagster Phillips volvió a meterse en la sala de autopsias, y yo salí del depósito tras el agente especial y Carnahan. Pedimos un coche y regresamos en silencio a la comisaría. Íbamos meditabundos. Nadie tenía ganas de hablar sobre algo trivial después de ver el espectáculo de la autopsia.
Grey se había pasado. Por la proximidad de la taberna con Mitre Square, en la que el tipo había sido acuchillado, deduje que el viejo sicario había hecho aquello por dolor. Debía de estar destrozado. Llevaba media vida protegiendo a aquellas chicas y ahora un hijo de puta las estaba matando a todas, poco a poco, sin que él pudiese hacer absolutamente nada para evitarlo. Me propuse acercarme a hablar con Grey cuando tuviera tiempo.
Como mi presencia en la comisaría no era necesaria, quedé con el sargento en que nos veríamos en Wapping al día siguiente y volví sin más a mi casa. Pasé el resto del día allí, leyendo libro tras libro, aburrido a más no poder, maldiciendo a la reina Victoria una y otra vez por haber sacado a Sir Charles Warren de su puto frente militar en África.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Al día siguiente, tras la apatía padecida, me afeité y desayuné a toda prisa y, después de vestirme correctamente, salí de mi casa y pedí un coche que me llevara hasta Wapping. Al cabo de un rato, que se me antojó demasiado largo, el vehículo llegó hasta la iglesia de Vestry Hall, donde me apeé después de pagar al cochero.
El templo que se alzaba ante mí era un imponente edificio de piedra, más parecido a uno de estilo romano que a uno cristiano, pero como yo no era hombre ni de religión ni de monumentos, ignoré enseguida la forma del edificio y penetré resuelto en él. La suerte me era favorable aquella mañana, pues el guardia de la puerta me conocía y no tuve que inventar una mala excusa para explicar por qué un inspector suspendido deseaba entrar en la vista de un asesinato.
Nada más franquear la puerta, un viento helado se apoderó de mí. Otro guardia me preguntó a qué venía y me condujo seguidamente hacia la sacristía de la iglesia. Maldije que no hubieran podido encontrar un sitio más frío y me adentré entre la multitud de curiosos, periodistas y policías, que permanecían en sepulcral silencio.
En el centro de la iglesia había una mesa que ocupaban los miembros del jurado que llevaban a cabo la investigación. Frente a ellos estaba el juez Wynne Baxter, quien siempre se hallaba al pie del cañón en todo lo relacionado con el asunto del Destripador, como siempre. Localicé al doctor Phillips, al jefe Swanson y, cómo no, a mi leal sargento Carnahan, todos sentados en un banco en primera fila. Murmurando disculpas al uso, que en realidad nadie podía entender, me acerqué hasta ellos y tomé asiento al lado del doctor.
—Descubrieron la presencia del láudano y reconocieron que solo un fumador de opio o un doctor tendrían acceso a él; pero me dijeron que no lo anotarían en el informe todavía —me susurró el doctor.
—Mejor… —repuse con el semblante inalterable—. Dejemos nuestras suposiciones para cuando el caso esté claro. No conviene echarnos encima a Sir Charles o a Carter —avisé.
Phillips asintió.
—En cuanto al agente especial, tenga cuidado, inspector. Está bastante ocupado disolviendo manifestaciones y organizando la comisaría para husmear por allí —añadió el sargento muy sagazmente.
El jefe Swanson me observaba con mucha atención.
—¿Sigues empeñado en resolver este caso, aun a espaldas de Sir Charles? —quiso saber.
—Sí, claro que sí —recalqué en voz muy baja. Yo creo que conociéndome como me conocía, otra respuesta de mi parte le hubiera decepcionado a pesar de lo que luego me soltó al oído.
—Estás loco…, hazme caso. Quédate en casa y espera a que pase todo esto —me recomendó y frunció el entrecejo.
Me encogí de hombros.
—¿Esperar? ¿Debo esperar a que ese loco acabe con todas las chicas de Grey? —mi pregunta era incisiva a más no poder.
—Te convendría —respondió él, preocupado.
—Pero no lo voy a hacer —la contundencia de mi tono no dejaba lugar a dudas.
En ese momento, el juez Baxter comenzó a hablar; primero dio su nombre y luego dijo:
—… Sugiero, caballeros, que nos dirijamos a la habitación donde tenemos
alojada
a la señora Stride. Si me siguen…
Nos trasladaron a una habitación grande con bancos de madera, de ambiente también polar, donde el cadáver de Lizie Stride se encontraba colocado encima de una mesa. Todos nos arremolinamos en torno a Baxter, que continuó hablando:
—Quiero que conste en acta que no se ha desnudado ni lavado de forma alguna el cuerpo de la fallecida. Así podrán ustedes verla tal y como la encontraron.
Después de esta solemne declaración, el juez Baxter dio paso a los primeros testigos: la hermana de la fallecida, su antiguo novio —un rufián llamado Michael Kidney—, un sacerdote sueco de apellido Ollson —que decía haberla conocido— y otros testigos muy poco interesantes por lo demás.
Volvimos a la sacristía, pero esta vez tuvimos que quedarnos de pie, puesto que en ese intervalo de tiempo se ocuparon todos los asientos. Baxter citó a los testigos que vieron a la víctima en su última noche, y ahí es cuando le hice una seña al sargento Carnahan para que apuntase en su libreta. El primero fue un tal William Marshall, que en compañía de sus amigos había pasado cerca de Lizie y de otro tipo, e incluso habían bromeado con ellos. El segundo fue un tipo llamado James Brown, que aseguró haber visto a Lizie en Berner Street con un hombre que lucía una gabardina negra. Este detalle me hizo prestar aún más atención, pues recordaba que en el caso de Annie Chapman también alguien había hablado de un hombre que vestía esa prenda de idéntico color fúnebre. Luego atendí a lo que hablaba este testigo.
—… Eran las doce menos cuarto. Oí como el tipo le decía: "¡Ja! Claro, que ibas a decir", o algo parecido…
El siguiente fue el agente Smith, número 425 de la División H. Este aseguró haber visto a la mujer cruelmente asesinada a las doce y media, junto a un hombre de abrigo largo y bigote negro… A pesar de estos testimonios, lo cierto es que no saqué nada en claro de aquella vista. Cuando salimos de la iglesia, volví a mi casa y pasé el resto del día allí, dándole vueltas a todo y a nada en general.
Más tarde, el sábado, enterraron a la pobre Lizie Stride en el East London Cementery en una fosa común, pues nadie le pagó una lápida. Acudí al deprimente funeral, y entre la multitud de constantes curiosos pude avistar a Natalie con Grey y Mary, pero me guardé mucho de acercarme hasta ellos.
Después se celebró la vista de los testigos del asesinato de Catherine Eddows y, posteriormente, su funeral.
Al día siguiente, me levanté con menos ganas aún de hacer algo que el día anterior. Mi vida se estaba convirtiendo en una aburrida secuencia, con las mismas imágenes cada jornada. Me enfundé en una bata y rechacé afeitarme y disfrutar del magnífico desayuno de la señora Hawk; muy al contrario, lo engullí sin ganas a pesar de incluir todos los ingredientes al uso inglés: tomate, queso, salchichas, embutidos, café y dos tostadas.
Al mediodía salí a comprar el periódico y a darme una vuelta sin rumbo definido. Me acerqué a un muchacho que vendía el
Star
y se lo compré. No tenía nada especial, a excepción de las consabidas cartas y mensajes del Destripador, las declaraciones de Lusk sobre los crímenes y… Algo en portada llamó poderosamente mi atención. No es que sea estúpido, pero casi nunca leo las portadas; prefiero pasar al artículo directamente.
Allí, con letras grandes de imprenta, se leía:
El jefe Byrnes, de la Policía metropolitana
de Nueva York, reta al criminal
londinense Jack el Destripador
a cometer uno de sus sangrientos
delitos en la ciudad americana.
—¿Qué coño es esto…? —bramé boquiabierto.
El resto del artículo hablaba de las declaraciones del jefe Byrnes e incluía algunas frases que aludían a la eterna rivalidad entre la Policía londinense y la neoyorquina. No podía faltar la opinión del jefazo de Scotland Yard.
Si ese yanqui cree que puede atrapar a Jack el Destripador cuando el excelente cuerpo de Policía de Londres no lo ha hecho, allá él.
Por una vez, Sir Charles tenía razón. Si nosotros no lo habíamos conseguido, ¿por qué pensaban que podrían hacerlo ellos?