—¿Qué ocurre? —le pregunté a un tipo ancho de espaldas, que por su aspecto debía de ser estibador del puerto de Londres.
—¡Le han rajado el cuello a otra mujer! —respondió alterado, haciendo el letal ademán con una mano—. ¡Seguro que ha sido uno de esos judíos asquerosos! —acusó sin más, producto sin duda de una desconfianza atávica.
—¡Sí, malditos judíos! —gritó otro energúmeno.
Pero yo me había quedado de piedra. Otra mujer…
Mientras me abría paso entre las protestas de la gente, recé profusamente a dios para no encontrarme con ninguna de las chicas en aquel patio. Pero, al parecer, mis plegarias no fueron escuchadas.
En medio de un gran charco de sangre pude ver como dos tipos con aspecto de enfermeros cubrían el cadáver de Lizie con una lona. La habían degollado como a un perro vagabundo.
Ignorando las protestas de los curiosos, salí corriendo angustiado y a empellones entre la multitud y desaparecí calle arriba. Quería ahogar las lágrimas que habían comenzado a aflorar en mis ojos, así que corrí hasta una callejuela y me apoyé en el muro, jadeando de rabia y dolor. Me dejé caer hasta el suelo y lloré amargamente. Tras incorporarme, pateé los cubos de basura hasta volcarlos, y me maldije una y otra vez por no haber protegido a las chicas.
Cuando mi furia disminuyó, salí de la callejuela y me introduje en una tasca cercana. Coloqué varios peniques encima de la barra y pedí güisqui. El tabernero me sirvió un vaso que apuré de inmediato y con ansia. Sentí como el amargo sabor del licor bajaba por mi garganta y me calentaba el estómago. Pedí otro.
Poco después, por una conversación cercana, me enteré de que habían matado a otra mujer en Mitre Square. Corrí como pude hasta la plaza y la encontré abarrotada de gente y policías. Cuando pude acercarme hasta el objeto que despertaba tanta curiosidad morbosa entre aquellos miserables que no tenían otra cosa en que entretenerse, descubrí con horror el rostro mutilado y ensangrentado de Kate.
—Maldito hijo de puta —susurré entre dientes.
Salí de Mitre Square en silencio, con las piernas agitadas por un extraño temblor, furioso conmigo mismo y dispuesto a matar a quien fuese, solo por desahogar mi descontrolada cólera. Me introduje en otra tasca y pedí otro güisqui, ya iban tres… A partir de ahí, solamente recuerdo una línea interminable de güisquis, uno tras otro, que yo iba tragando mecánicamente, hasta que mi visión se tornó borrosa y me dejé caer derrotado en la barra.
El tabernero me despertó con tono agrio. El hijo de mala madre lo hizo sin miramientos, dándome una patada en un costado. Le olía el aliento a ajo picado.
—¡Oiga, amigo! —bramó—. ¿Va a pagarme las consumiciones o llamo a la Policía?
Pero algo distrajo mi atención. Había un hombre y una mujer cerca de mí. El era alto y musculoso y tenía un inequívoco aspecto de ruñan. Ella era una criatura débil y torturada, a la que aquel sinvergüenza no dejaba de insultar y propinar golpes. La furia se adueñó de mí.
Me acerqué por detrás y empujé al tipo aquel que, pillado por sorpresa, cayó al suelo de bruces. Se levantó y se encaró a mí, amenazador.
—¿Y tú por qué te metes borracho de mierda? —me espetó, apretando los puños.
Permanecí en silencio. Todo me daba vueltas.
—¿Es que no me oyes? —el hombre me empujó levemente hacia atrás.
—Déjalo, John —suplicó la chica, agarrándole del poderoso brazo.
—¡Suéltame! —rugió él. El tipo le pegó un despiadado golpe en la cara. La chica cayó hacia atrás, igual que un muñeco de peluche. El hijo de mala madre volvió a encararse conmigo. Me miró con odio antes de hablar—. Ven fuera, cacho de mierda, y discutiremos esto como hombres.
Tambaleándome, seguí a aquel cabrón hacia al salida. La calle estaba desierta. Algunos tipos salieron de la taberna y, como no podía ser menos, comenzaron a circular las apuestas. Oí que eran 8 a 1 a favor de mi fornido rival.
El rufián sacó una navaja de su bolsillo. Yo desenfundé mi Bowie. El acometió primero. Se lanzó ciego hacia mí con la navaja en ristre. Le pegué un puñetazo en la mandíbula mientras le clavaba el Bowie en el estómago, casi hasta la empuñadura, y se lo retorcía. El tipo aquel dejó caer la navaja y se desplomó a mis pies, escupiendo sangre como un cerdo sacrificado. Nadie se movió, nadie acudió a levantarlo ni llevarlo a un médico. Todos volvieron a la tasca y siguieron bebiendo. Se pagaron las apuestas entre maldiciones. Solo la chica salió del local y me miró asombrada. Por la expresión de sus ojos, supe que no daba crédito a lo que veía.
Para variar, comenzó a llover de nuevo.
—Gracias —musitó, agradecida. Su voz era melodiosa.
La miré con mis turbios ojos de alcohólico y escupí luego con asco en el cadáver del tipo, que yacía a mis pies. Allí lo dejé.
Haciendo pronunciadas eses, penetré en Miller's Court. Lo hice con el Bowie teñido de sangre todavía en mis manos. Era un milagro que nadie me hubiese visto circular con él. De repente, comencé a sentirme mal. Una sonora arcada salió del interior de mi garganta. El dolor que me producía en el pecho era angustioso. Convulsioné al instante y vomité con fuerza en el patio, en la puerta de las chicas.
Se hizo la luz en la casa y unos pasos apresurados se dejaron oír al otro lado. Alguien descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Natalie salió al patio a recibirme. Estaba en camisón y, a la luz de la vela del interior de la casa, se me pareció increíblemente a su madre. Mary salió tras ella. Ambas me cogieron solícitas y me trasladaron al interior de la habitación. Mary cerró la puerta, mientras Natalie me ayudaba a sentarme en una silla. La cabeza me daba vueltas y la garganta me ardía aún.
—Nathan…, ¿qué ha pasado? ¿Dónde están Lizie y Kate? —quiso saber Natalie. Vi el miedo reflejado en su mirada.
No pude aguantar más la tensión. Me eché a llorar como un niño, enterrando seguidamente mi cara entre los brazos femeninos.
—Soy un miserable… —susurré desconsolado—. Soy un miserable… —repetí, haciendo después una mueca con la boca—. No he podido protegerlas —sollocé.
—Nathan…, no… —balbució Mary, aterrada—. Lizie y Kate… —articuló ella con dificultad.
No supe responder. Me quedé callado, llorando. Mary comenzó a llorar también. A Natalie le resbalaron por las mejillas unas lágrimas silenciosas.
—Lo siento… Perdóname, Natalie, lo siento —dije, con la voz todavía enturbiada por el alcohol.
La aludida se puso en pie y, muy ceñuda, nos miró a Mary y a mí. Su semblante estaba serio y parecía decidida.
—No es el momento de llorar. Debemos trabajar y ganar el dinero suficiente para marcharnos de aquí, incluso de Londres si hace falta, es nuestra única salida… —afirmó, mordiéndose el labio superior—. Está claro que solo van a por nosotras… A partir de ahora, jamás andaremos solas por la calle… ¿Entendido… ? —Mary lloraba, incapaz de reaccionar—. ¡Mary, mírame! —exclamó contrariada. Natalie le hizo volver el rostro hacia ella—. ¿Entendido?
—Entendido —repuso la chica. Esta sacó un pañuelo y se quitó los mocos.
Los tres nos quedamos en medio de un cruel silencio, viendo como se consumían las dos velas de la mesilla.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Por primera vez desde hacía casi tres meses dormí en una cama mullida, en mi estudio de Whitehall. Concilié el sueño hasta casi mediodía, pero al levantarme, un gran pesar me invadió el corazón. La dura realidad se alzaba ante mí como una pesada losa. Estaba fuera del cuerpo de Policía.
Devoré con ansiedad los huevos y el beicon que la señora Hawk subió hasta mi estudio. Después, me aseé y afeité con premeditada calma. Tenía que pensar…
Decidí no moverme en todo el día, sentado cómodamente en una butaca, leyendo un libro de filosofía y fumando cigarro tras cigarro; me lo tenía ganado a pulso. No obstante, al final acabé saliendo a la calle, pidiendo un coche que me llevase a Whitechapel y penetrando con paso firme en la comisaría.
Un bullicio general invadía el local policial. Todo era un ir y venir constante de agentes y secretarias, de funcionarios e inspectores.
Fui hacia mi despacho pasando ante la mesa de Mason —quien permanecía concentrado en algo que tenía en su escritorio— y penetré sin más en él. Carter, el jefe Swanson y el sargento se encontraban allí. Al parecer, el agente especial había convertido mi estancia en una especie de base de operaciones. El mapa de mi corcho tenía muchas chinchetas y marcas clavadas, además de las recientes fotografías de las dos nuevas víctimas colgadas, las cuales se sumaban a mi pequeña colección, formada por Martha Tabram, Polly Nicholls y Annie Chapman.
Los tres me miraron con sorpresa al verme entrar. Carnahan arrugó la frente.
—Inspector, ¿qué hace aquí? —preguntó un tanto azorado.
—Hasta ayer, yo vivía aquí, sargento —él sonrió al captar la ironía—. Me alegro de verles.
—Buenos días, Fred —dijo el jefe Swanson en tono neutro—. ¿Qué te ha hecho venir a vernos?
Con las manos en los bolsillos de mi gabardina, me encogí de hombros.
—Me sentía solo y aburrido, y he venido aquí dando un paseo, a ver qué tal les iba… —expliqué con media sonrisa, que me salió forzada—. Ya veo que ha cundido el pánico… —añadí para tirar de la lengua a alguno de los presentes.
—Tiene razón, inspector —convino Carter—. La gente está como loca. Se han abierto comercios… He visto alguno que decía vender las entrañas de Catherine Eddows… ¿Qué le parece? —torció el gesto. La miseria humana no conocía límites—. También circula todo tipo de historias…
—Como la que yo he oído esta mañana de boca de un comerciante de bastones —intervino el sargento, más relajado ante mi inesperada presencia—. Decía que los asesinatos los había cometido el fantasma de un monje loco… ¡Y yo qué sé que más gilipolleces! —añadió, alzando las manos.
El jefe Swanson me puso al día de asuntos más serios. Las noticias eran poco alentadoras.
—Lusk y el Comité de Vigilancia han organizado una manifestación en Victoria Park para boicotearnos —aseguró con voz queda—. Los ciudadanos cada vez están más asustados y furiosos. Los judíos han cerrado sus comercios… East End parece el infierno a diario, Fred, pero hoy, solo en Whitechapel, estoy seguro de estar en él.
—Les estaba explicando al jefe Swanson y al sargento la disposición de las patrullas de ahora en adelante. El sargento asignará los turnos y el jefe informará directamente a Sir Charles —me explicó el agente especial.
—Otra cosa, inspector… —intervino de nuevo Carnahan—. El doctor Phillips me ha dicho que nos espera en Golden Lane a las tres y media… Creo que ya es hora de que nos dejemos caer por allí.
—Yo me quedaré controlando esto —aseguró Donald Swanson—. Carter, usted acompáñeles.
Dejamos al jefe Swanson al mando directo de la comisaría y pedimos un coche. Al poco, el vehículo se detuvo ante las puertas de la comisaría y los tres subimos. Carter le dio la dirección del depósito y nos pusimos en marcha.
Al cabo de un rato, el coche se detuvo. Carter pagó al cochero y nos apeamos.
Una multitud increíble se agolpaba ante el depósito. Parecía una manifestación. Estaba formada por periodistas, curiosos, fotógrafos… Nos abrimos paso a empujones, con grandes dificultades, y logramos entrar en el edificio.
Me alegré de que Mann, alentado por Warren, nos hubiese permitido realizar la autopsia en un quirófano y no en la mierda de sótano de abajo, entre el gélido viento reinante, las moscas y el insoportable hedor a descomposición.
Subimos unas escaleras y penetramos en la habitación. El cadáver yacía sobre una mesa de madera cubierta de sangre fresca. Los dos ayudantes del doctor lo examinaban metiendo las manos dentro de la abertura vertical de su cuerpo y sacándolas después tintas de sangre. A su lado, el doctor Phillips y otros dos médicos tenían instrumentos de cirugía y sumergían sus sangrientas manos en la palangana de agua que había a un lado, sobre una mesita auxiliar. Bagster Phillips se acercó a nosotros y dudó en estrecharnos las manos, un placer que todos denegamos con sumo gusto.
Mientras Carter y yo nos acercábamos a la mesa de operaciones, el sargento se sentó en una silla apartada y se dedicó a beber largos tragos de su petaca. Tenía el semblante muy pálido.
El doctor Phillips hizo las presentaciones.
—Estos caballeros —les indicó haciendo un arco con su mano diestra— son el doctor Duke, de Spitalfields, y el doctor Gordon Brown, de la City, que atendió a Catherine Eddows antes de que yo llegase —tras una pausa para carraspear un poco, nos tocó el turno. Su índice nos fue marcando—. Queridos amigos, estos son el inspector Abberline, el sargento Carnahan y el agente especial Carter.
—No les estrecharé las manos, caballeros, aunque me alegro de conocerles —repuso el doctor Brown.
—Yo también, señores —añadió el doctor Duke—. Pero volvamos a nuestra distinguida dama.
Los tres facultativos volvieron a centrar toda su atención en la siniestra figura, destripada y horriblemente desfigurada, que yacía en la mesa de operaciones. Carter y yo nos acercamos hacia ellos venciendo nuestra repugnancia. Había que escuchar con suma atención lo que allí se trataba.
—Nos hablaba de la causa de la muerte, doctor Phillips —declaró uno de los ayudantes.
—Gracias, Tom… —contestó el aludido—. ¿Serías tan amable de recoger todo lo que digamos en un informe? Gracias de nuevo, muchacho. Veamos… La causa fue, sin duda, este corte horizontal en el cuello, que cercenó la aorta y provocó que la víctima se desangrase sin remedio. Pero vean con atención el corte… —el doctor Phillips empuñó unas pinzas y levantó la piel del cuello—. Es realmente increíble. El tajo seccionó las cuerdas vocales, la laringe, así como toda la grasa subcutánea, la piel y los músculos.
—Sin duda, el arma estaba empuñada por una mano diestra —añadió el doctor Brown, mientras afirmaba con la cabeza—. Por lo menos, eso pensé yo al verlo bajo las linternas de los agentes.
—El corte mide unas seis pulgadas de largo —precisó el doctor Duke, tras medir la letal incisión con un compás y comprobar luego la abertura con una escuadra—. Comienza justo debajo de la oreja izquierda y acaba a tres pulgadas de la derecha.
—De izquierda a derecha… —murmuré para mí.
—Quiero que conste en el informe que estamos realizando que este detalle del cuello, cortado de izquierda a derecha, se da en todas las víctimas desde Martha Tabram —señaló Phillips.