—Usted decide, sargento. Si se calla, nosotros también lo haremos. Ese es el trato —le advirtió Carnahan, ceñudo, mientras le apuntaba con su índice derecho.
Thick tuvo que aceptar y abandonó cabizbajo la sala, donde se había celebrado la vista contra Jack Pizer.
Aquella noche cenamos en casa del doctor Phillips. Fue algo en plan familiar: el sargento, Johana —su mujer— y su hijo Dan —de diecisiete años—, y el doctor, Amanda —la esposa de este—, así como sus hijas Beth y Sarah, de dieciséis y catorce años respectivamente. La cena fue opípara —mejillones avinagrados, cordero en salsa de menta y tarta de angula— y bastante entretenida, por cierto. Charlamos hasta tarde y pude enterarme de que el hijo del sargento planeaba ingresar en la Policía. El buen humor presidía la entrañable reunión.
—Es un buen porvenir… —le indicó el doctor con una pícara sonrisa— si no acabas como Fred, aquí presente.
Todos reímos la fina ironía.
—¿Es cierto todo lo que dicen de ese asesino, inspector? —me preguntó Johana, interesada.
Y lo que a veces pasa en reuniones donde la gente se siente cómoda es que otras personas hicieron conjeturas antes de dejarme hablar.
—En la escuela he oído decir que está realizando un ritual mágico o algo así —comentó Beth.
—Sí, yo también lo he oído —terció la mujer del sargento—. Hay un ejemplar de predicador diciendo por ahí que actúa siguiendo una especie de ritual…
—No es cierto —afirmó Phillips—. No existe la magia ni ninguna de esas estupideces. Solo es un asesino más —añadió, alzando las manos.
Los miré a todos y me puse en funciones casi docentes.
—El doctor tiene razón. Si me lo permiten, instruiré a estos jóvenes en un saber arcaico que todo buen policía debe tener siempre presente, nunca os fiéis de lo que diga la gente por la calle… Veréis…
Cuando acabó la cena, me dirigí hacia Miller's Court a ver a Natalie. Grey y Mary habían salido, así que estábamos solos. Al principio, ella se mostró reacia a mis caricias y provocaciones. Aunque sabía que lo deseaba tanto como yo, pude comprender que las vejaciones y maltratos de sus clientes habían hecho del sexo algo no muy agradable para Natalie. No obstante, le demostré que yo no era así.
Poco a poco conseguí que fuese confiando en mí. Íbamos a hacer el amor, no a follar. Al final acabamos haciéndolo hasta altas horas de la madrugada, cuando los dos, rendidos, nos fundimos en un largo y prolongado abrazo, que deseé que no acabase nunca.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Me desperté bruscamente. Natalie me zarandeaba con fuerza.
—¡Levanta, Fred! —Me movió, mientras se ajustaba las cintas de su corpiño blanco.
—¿Qué pasa? —pregunté soñoliento.
—¡Nathan y Mary estarán a punto de llegar! —me avisó, poniéndose una falda—. ¡Vístete, rápido!
Miré hacia la ventana. Aún no había amanecido. Tras la intensidad amorosa de antes, encontré mi pene laxo.
Me levanté con torpeza y retiré mi ropa de la silla, donde la había tirado de mala manera la noche anterior. Me puse los pantalones mientras me recreaba con lascivia mirando las delicadas y sensuales formas de Natalie, sus turgentes senos, sus prietos muslos, su trasero respingón… Ella me descubrió y preguntó:
—¿Qué miras? —inquirió con picardía femenina—. No me mires así, Fred… Ya sé que tengo demasiado culo.
Levanté las cejas.
—¿Qué dices…? Tienes un culo perfecto.
Me levanté y la besé con ternura. Me sonrió dichosa y me respondió con otro beso. De repente, Natalie pareció recordar que tenía prisa, así que me urgió a ponerme el resto de la ropa.
Salimos de la casa, que Natalie cerró con una llave antes de abandonar Miller's Court y la escondió debajo del desvencijado felpudo. En la calle, antes de mirar si venía alguien, nos dimos un beso furtivo y nos marchamos en direcciones opuestas.
Pedí un coche y regresé satisfecho a mi apartamento de Whitehall. Una vez allí, me senté en un sillón y dormí hasta bien entrada la tarde. Tuve un sueño muy extraño.
Catherine Eddows yacía en el suelo, destripada y en medio de un mar de sangre y vísceras. Una estrella de cinco puntas brillaba en el suelo, debajo de ella. Un hombre de negro, arrodillado, enarbolaba un largo cuchillo con el que desfiguraba su rostro. Varios tipos rodeaban la escena, yo entre ellos.
A mi lado estaban Sir Charles Warren y el agente especial Carter. También distinguí al sargento Carnahan y al doctor Phillips. Allí se encontraban el jefe Swanson y Sir William Gull. Después vi a Nathan Grey, James K. Stephem y a Sir Howard Livesey, así como al fallecido periodista Michael Curtis, a Natalie y a Mary. Pude apreciar a Annie Crook con su hija en brazos. También estaban presentes las demás fallecidas, ensangrentadas y pálidas, como las habían descubierto; Annie Chapman, Polly Nicholls, Elizabeth Stride y Martha Tabram. Nadie me miraba, excepto el fallecido Curtis, que, con el torso chorreando sangre por el balazo recibido el día de su muerte, me señalaba y repetía:
—El cuervo y el demente… Los
juwes
…
Miré a Annie Crook, que también me observaba. Tenía el espantoso agujero de bala en la frente y repetía, al igual que Curtis:
—El cuervo y el demente… Los
juwes
…
De repente, el hombre de negro se levantó y pude ver su rostro, que me hizo soltar un alarido. En realidad, debo decir que me espantaron sus rostros, ya que eran tres. El que tenía de frente era como el de una especie de ciervo enorme, con grandes ojos rojos y cuernos alargados; el de la derecha era el rostro de un hombre viejo y barbudo, y el último, el de un hombre joven y alto, con una perilla alargada y tiesa. Los ojos de las tres caras eran blancos, sin pupilas ni iris. Los tres rostros irradiaban a la vez temor y grandiosidad, respeto y pavor.
—El cuervo y el demente… Los
juwes
…
Me desperté de un salto temblando y encharcado de un incómodo sudor. En la calle llovía y, probablemente, un trueno me había despertado a deshora.
Analicé con calma mi sueño, como el doctor Phillips me había aconsejado, pero no logré sacar nada en claro. ¿Qué era lo que Curtis y Annie Crook intentaban decirme? Hubiera jurado que se trataba de la última frase del periodista antes de morir. Era algo de un cuervo y un demente. Y una palabra extraña:
juwes. Juwes
… ¿Dónde diablos había oído yo aquella palabra? "Los
juwes
…, los
juwes
son personas… ¡A las que nadie echará la culpa de nada!", cavilé profundamente ensimismado. Corrí como un loco hacia el cajón del escritorio donde guardaba mi informe sobre el caso y las notas que había ido recogiendo el sargento Carnahan. ¡Sí, allí estaba! El pequeño cuadernillo de mi fiel subalterno. Pasé las hojas furiosamente y por fin lo hallé.
El mensaje…
The Juwes
are the
raen
who
will not
be blamed
for this
for nothing.
¡Los
juwes
son personas a las que nadie echará la culpa de nada!
Los
juwes
… Michael Curtis había intentado decirme algo relacionado con
el Destripador
y su mensaje. Ahora solo me faltaba saber qué diablos significaban aquellas palabras; quién o qué era el cuervo; quién o qué era el demente y, sobre todo, quién o qué eran los
juwes…
Pasaron los días y ninguna novedad atrajo mi atención hasta el 23 de octubre, cuando los sucesos acaecidos me obligaron a levantarme de mi reposo aburrido y a volver a ponerme en acción, a expensas de lo que dijesen Sir Charles Warren o tal vez el jefe Swanson.
Alguien aporreó mi puerta con nervio.
Malhumorado por aquel inoportuno asalto a mi intimidad. Me levanté del sillón y abrí la puerta. En el umbral estaban Carter, el doctor Phillips y el sargento Carnahan.
Les dejé pasar y ellos se acomodaron enseguida en los sillones de mi salón. Pude observar que el forense traía consigo su maletín.
—¿Qué ocurre? —pregunté inquieto.
—Hemos recibido algo muy interesante esta mañana y queríamos saber su opinión, inspector —explicó el agente.
—¿Qué es?
El doctor abrió su maletín.
—El señor Lusk, del Comité de Vigilancia de Whitechapel, lo recibió hace unos días… —explicó con voz grave—. El 16 de este mes. Lo llevó al London Hospital a que lo viese el doctor Opensaw, quien nos lo ha enviado esta mañana con esta nota.
Phillips colocó un recipiente semejante a un tarro de cristal encima de la mesa de mi escritorio. Dentro flotaba medio riñón humano en un líquido amarillento.
Carter me alcanzó la nota.
Estimado señor Lusk: Le hembío la mita del riñón que me yebé de una muger. Es un regalo pa usté. El otro trozo lo e freío y me lo e comió, estava muy vueno. Puede que le embíe el cuchiyo ensangrentao con el que se lo saqué si espera un poco más.
Firmado: Atrápeme si puede, señor Lusk.
Jack el Destripador
—Parece escrita por un gilipollas —declaré después de una segunda lectura.
—Se burla de nosotros y de Lusk… —opinó Carter, mientras arqueaba las cejas—. Recuerde que decimos que está loco… —concluyó un tanto irónico.
—¿Y no es así? —inquirí algo extrañado.
—Por lo menos, él no lo cree así —respondió el agente.
Bagster Phillips señaló el recipiente de cristal.
—El riñón pertenece a Catherine Eddows —me informó en tono neutro, muy profesional—. El doctor Brown y yo lo comprobamos ayer.
—Y eso no es lo peor, inspector —el sargento sacó de su bolsillo un fajo de papeles y los esparció por mi mesa—. Mire… —me indicó con la mano—. Desde que salió en los periódicos, nos llueven cartas como estas. Vea: "Le dije que era Jack
el Destripador
y me quité el sombrero". O esta otra: "Esta vez les cortaré las tetas a esas zorras asquerosas". O esta misma: "Preparaos, astutos polizontes". Las cartas le llueven al
Star
y a la Agencia Central de Prensa, así como a Sir Charles Warren y a la comisaría… El otro día detuvieron a una mujer en Bradford que escribía las mismas misivas —añadió hastiado.
—Dios, sargento…, ¿es que toda Inglaterra se ha vuelto loca? —pregunté, torciendo el gesto a continuación.
—Así parece ser —declaró el doctor Phillips, aunque luego se encogió de hombros.
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Cuando penetré en Miller's Court, se había hecho muy tarde. Era el 30 de octubre, y el frío y la niebla dominaban Londres. Había pasado el día trabajando de costurera en Aldgate, un modesto empleo que había conseguido hacía unos cuantos días. No ganaba mucho, pero siempre era mejor que andar enseñándole el coño y las tetas a un tipo asqueroso por tres míseros peniques, además de aguantar su apestoso aliento. Además, desde que estaba con Fred, no permitía que ningún hombre que no fuera Nathan me tocase.
Me acerqué al número 26 y me entretuve un poco buscando la llave. La luz estaba dada, ya que Mary se encontraba en casa. Hacía tiempo que no salía, pues temía que la apuñalasen. Bebía mucho y hacía cosas raras en el transcurso de aquel encierro voluntario. Así que los únicos peniques que entraban en casa procedían de mi empleo de costurera y de que Nathan salía de vez en cuando escopeta en mano y volvía al anochecer borracho, pero con algunos florines en el bolsillo. Le dije a Fred que no le reprendiera por ello, al fin y al cabo, era lo único que Nathan sabía hacer.
Pronto tendríamos el dinero suficiente para marcharnos todos de Londres. Ya había hablado con Fred de ello y, aunque con pesar, me había dicho que, con él fuera del caso, es lo mejor que podíamos hacer. Es más, me prometió ayudarnos con algún dinero de su cuenta.
Me acerqué a la puerta, pero los gritos procedentes del interior me sobresaltaron mucho. Pegué el oído a la puerta.
—¿Qué haces, Marie? —gritó un hombre en el interior. Era Joe Barnett.
—Pensé… Bueno, María y yo pensamos… que te gustaría… —farfulló Mary.
—¿Qué me gustaría…? ¡Eres una asquerosa, Marie Kelly! —bramó él—. ¡Eres una zorra asquerosa! ¡Eres una enferma mental! —añadió Joe, encolerizado.
—¡Alto ahí, maldito cabrón! ¡No te permito que me insultes! —gritó Mary, con la voz pastosa por el efecto del alcohol ingerido.
—¡No me grites, puta maldita! —estalló él, fuera de sí.
Se oyó un confuso forcejeo y luego una silla que se caía con estrépito. Una mujer gritó en el interior; después, una botella rompió la ventana y cayó en el patio, haciéndose añicos.
—¡Hija de puta! ¡Casi me matas! —gritó Barnett.
—¡Maricón! ¡Puto maricón, que no sirves para nada! ¿Qué pasa? —lo retó altiva—. ¿No puedes follarnos a las dos? ¿No te atreves? ¡No eres suficiente hombre para nosotras! ¡Pues vete a la mierda, gilipollas! ¡Que te den por el culo! —rugió Mary. Nunca la había oído tan furiosa.
—¡Te voy a…! —contestó él. Pareció pensárselo mejor y finalmente no hizo nada.
Hecho una furia, Barnett se aproximó a zancadas a la puerta. Me aparté y me interné en la oscuridad. El salió al patio con Mary, que se encontraba medio desnuda, detrás de su amante, gritándole improperios que podían escandalizar a todo el edificio.
—¿A que no te atreves, maricón? —rugió con unos ojos que parecían salirle de las órbitas—. ¿Qué me vas a hacer?, ¿me vas a matar? ¡Pues mátame, Joe! ¡Mátame si tienes cojones! ¡No puedes porque no eres un hombre! —Mary rió a carcajadas, en un estado de histeria—. ¡Vete de aquí, maricón! ¡Lárgate de mi casa! ¡Que te jodan por ahí, desgraciado! —añadió mientras le caía baba por la boca.
Barnett se marchó al fin de Miller's Court. Yo salí de mi escondite y agarré a Mary por los hombros, obligándola a que me mirase a la cara.
—¡Mary, por dios!, ¿qué haces? —pregunté incómoda por la tensa situación—. Vamos adentro —me quité el chal de lana y la tapé con él.
—Llegas a tiempo, Natalie —me dijo, echándome a continuación su aliento a alcohol barato—. ¡Únete a nuestra fiesta! ¡Vamos, no tengas miedo! ¡María y yo nos lo estábamos pasando en grande!
Entramos en la casa y cerré la puerta.
En la habitación había otra chica. Se llamaba María Harvey y era prostituta. En ese momento, avergonzada, intentaba vestirse.