Al día siguiente, una carta me fue entregada de manos de un mensajero del sargento Carnahan. Al parecer, se la habían enviado desde Scotland Yard y él me la había remitido hasta mi apartamento en Whitehall. La abrí con un ligero temblor en los dedos, pues ya sabía de qué se trataba… El texto era muy breve:
¡Ja, ja! ¿Creían que no iba a aceptar el reto?
Suyo afectísimo:
Jack el Destripador.
El papel era barato; la tinta, sangre. Más tarde, alguien me informó de que el mensaje había sido enviado a Sir Charles Warren y que este había impedido por todos los medios que se tuviese noticia de él.
Unas semanas después, supe por los periódicos que una vieja apodada Shakespeare —debido a su supuesta facilidad para recitar poemas del escritor— había sido destripada en Nueva York, en un hotel de mala muerte llamado Distrito Cuatro. La Policía neoyorquina detuvo a un tipo deficiente, alias Frenchy, acusándolo del crimen. Sin embargo, como se demostró después, no se habían acercado ni por asomo al verdadero Jacky.
No me preocupé en demasía. Es más, dudé desde un primer momento que Jack hubiera aceptado el reto. La Policía de Nueva York había detenido a ese imbécil para salvaguardar su honor profesional, pero aquello estaba muy claro que no se asemejaba a los casos de Jack
el Destripador
.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Un mensajero me entregó una nota al día siguiente. Venía del London Hospital y la firmaba el doctor Gull. Al parecer, el buen doctor deseaba hablar conmigo en el hospital a mediodía, así que me arreglé, me afeité y luego pedí un coche que me llevase al punto de encuentro.
Al llegar, tras pagar al ceñudo cochero y apearme, pregunté en recepción dónde se encontraba el doctor Gull, y un celador me condujo hacia una sala de operaciones, donde el galeno le practicaba una delicada operación a un hombre anestesiado y asistido por dos enfermeras, bajo la vista de una decena de alumnos de unos veinte años. Todos copiaban muy concentrados lo que el doctor Gull dictaba mientras operaba. Cuando entré, un chico salió corriendo de la sala, tapándose la boca con ambas manos y profiriendo una sonora arcada. Me apartó violentamente y salió al pasillo. Los alumnos me miraron con curiosidad. El facultativo sonrió y me indicó con una mano ensangrentada que pasase.
—Buenos días, inspector. Me alegra volver a verle —dijo con notoria afabilidad—. Perdone al señor Avery, inspector, su estómago siempre nos deleita con una de sus magníficas tonadas —añadió mordaz.
Sonreí espontáneamente ante el chiste, al igual que los estudiantes.
—Muy bien, esto ya está —aseguró el doctor, señalando a su paciente—. Ciérrenle la herida con hilo y aguja, llévenlo a una habitación y asístanle —indicó a las dos enfermeras.
Estas empujaron la camilla con ruedas fuera de la habitación. Mientras, el doctor sumergió sus manos en una palangana, cuya agua se tiñó de rojo sangre al instante.
—Pueden irse, caballeros —señaló a sus alumnos—. Nos vemos la semana que viene. Estudien del libro los capítulos once y doce… Por cierto, díganle al señor Avery que tome una muestra de su vómito y observe su naturaleza. Así verá lo que tiene dentro. Podría ser un problema digestivo…
Los estudiantes salieron de la sala. El doctor Gull se lavó las manos a conciencia y se entretuvo limpiando los útiles.
—No sabía que se dedicase a la docencia, doctor.
Arrugó la frente antes de contestar.
—Habitualmente no lo hago, pero sufrí un ataque al corazón hace algunos meses, que me dejó postrado en cama durante semanas —reconoció con pesar, haciendo luego una mueca—. Desde entonces no se me permite operar —añadió con un deje amargo en su timbre de voz.
—¿Y ese paciente? —pregunté interesado.
—Ese hombre estaba muerto, inspector, antes incluso de llegar aquí. Le diré que es un caso extraño… El paciente muere cerebralmente, pero sus constantes vitales siguen funcionando y el riego sanguíneo es como el de un hombre vivo… Resulta muy interesante… —susurró pensativo—. Antes de que diga nada, le confesaré que no tiene cura. Habitualmente, los empleamos para realizarles operaciones sencillas como esta de antes.
—Ya… Son sacos de carne —dije impulsivamente.
—En efecto, dicho de una manera brusca pero real… —reconoció con voz queda—. Aunque no nos gusta emplear ese término aquí… Los llamamos sujetos experimentales… Pero bueno, dejemos ya este tema… Gracias por venir, inspector —tras su educada bienvenida, introdujo los útiles en un maletín y lo cerró con un característico chasquido.
Fui directo al fondo de la cuestión.
—¿Qué quiere de mí, Sir William? —inquirí.
—Saber y conocimiento, inspector, como todo hombre sensato —repuso él—. He oído las últimas e inquietantes noticias… Las dos mujeres en una sola noche, el mensaje, su destitución, el reto de Nueva York… Qué quiere que le diga, reconozco que siento curiosidad sobre el tema —admitió, sonriendo con franqueza.
—Debe comprender que esa información es confidencial, doctor —argumenté, aunque reconozco que fue en un tono poco convincente—. Pero yo no estoy en el cuerpo de Policía ya, al menos de momento, así que me encantará contarle mi punto de vista… Ya me entiende…
El médico asintió complacido. Después, como llevaba el chaleco, se puso su levita.
—¿No tiene nada más que hacer? —me preguntó, a la vez que echaba un último vistazo general a la vacía aula—. Deploraría robarle su tiempo, pues, al fin y al cabo, es lo más preciado que posee un hombre.
—Yo creía que lo más preciado para un hombre era su vida —aventuré.
—Me gusta su manera de pensar, inspector, pero he de decirle que se equivoca —recalcó él, mirándome con extraordinaria fijeza—. La vida no es más que el tiempo preparado de antemano para una persona y está irremisiblemente atada al tiempo. Cuando se acaba el tiempo, se acaba la vida. Para que una acabe, debe acabar el otro… ¿Me entiende?
—Sí, doctor —contesté lacónico.
—Muy bien, pues entonces haga el favor de seguirme hasta mi despacho.
Seguí a Gull por un estrecho corredor lleno de habitaciones para enfermos. Desembocamos en una escalera que el galeno subió. Por fin nos detuvimos en un modesto despacho.
—Solo es provisional —aclaró el doctor Gull, después de que los dos nos sentáramos el uno frente al otro y no sirviéramos un té.
Le relaté todo lo acaecido en la vista del asesinato de Lizie Stride; su fatal encuentro en Berner Street y también el de su amiga Kate Eddows en Mitre Square; el reto del Destripador, la inscripción y la autopsia de la segunda de las prostitutas… También volvimos a compartir nuestra opinión sobre si el asesino era o no realmente un hombre culto. Aunque se mostró de acuerdo, aquella perspectiva espeluznaba al doctor Gull.
—¡Un hombre culto! Eso sacudiría a todo el país —opinó escandalizado.
—Yo también lo he pensado… —reconocí con toda honestidad—. Pero de momento Jacky puede dormir tranquilo, pues estamos tan cerca de encontrarlo como lo estamos de llevarnos bien con los yanquis… ¿Qué le parece?
Pasé el resto de la mañana con el médico hasta la hora de la comida, la cual engullí en la cafetería de Larry tras dejar a Sir William, mientras disfrutaba de la excelente compañía del doctor Phillips y el sargento Carnahan. Creo que solo podía fiarme de ellos al cien por cien…
Pasaron tres días desde mi conversación con el doctor Gull. No he de relatar lo acaecido en ellos, pues únicamente serviría para aburrir aún más al lector —si cabe— y revelar detalles que nada tienen que ver con la historia en sí. Para los curiosos, he de añadir que me hastié mucho. Me releí casi toda mi modesta biblioteca casera, me recorrí Hyde Park entero —dando de comer a los patos y las ardillas—, y mi cerebro estuvo a punto de estallar por el tedio y las excesivas conjeturas sobre
el Destripador
, Kominsky, Ostrog y demás cosas que me perturbaban el cerebro, como por ejemplo, y sin saber aún por qué, Natalie Marvin…
Para culminar aquellos días tan tediosos, los sueños volvieron. Veía una y otra vez la inexplicable muerte de Annie Crook y el secuestro de su marido, el tal Albert, a manos del tipo de negro y su compañero del sombrero hongo. Creía que mi mente, aburrida, había vuelto a fabricar aquella especie de visión, que en modo alguno podía explicar.
Precisamente tuve otro de esos sueños la noche del 8 de octubre. Lo recuerdo perfectamente, pues a la mañana siguiente me desperté de un salto, extremadamente sudoroso, jadeando y temblando como un flan. Me levanté, me afeité, me aseé, desayuné y, posteriormente, arranqué la hoja de un calendario de la pared que decía que era 8 de octubre.
Después de comer y de esperar hasta las cinco de la tarde aproximadamente, me vestí y pedí un coche que me llevó hasta Commercial Street; una vez en la comisaría, me bajé decidido. En el recinto, el bullicio había desaparecido y todo parecía volver a la normalidad. Fui hacia mi antiguo despacho y me encontré al sargento Carnahan y al agente Mason ojeando un periódico londinense, en medio de sonoras carcajadas.
Entré risueño, añorando los viejos tiempos.
—¿Qué ocurre aquí? —les espeté, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Me expulsan provisionalmente y usted convierte esto en una juerga, sargento!
Los dos hombres me dieron la bienvenida.
—¿No ha leído el periódico, inspector? —me preguntó el sargento.
—Sargento, ya no soy inspector…
—Provisionalmente, señor —apuntó el suboficial.
Sonreí complacido.
—Pero díganme ustedes… ¿de qué se reían? —inquirí interesado.
—Sir Charles, inspector —repuso el sargento, tendiéndome a continuación el diario.
En ese momento, el jefe Swanson entró en el despacho, seguido del doctor Phillips. Mason les cogió los abrigos y los sombreros, y los colgó en la percha. Después, nos sirvió un refrescante güisqui. Donald Swanson venía de malhumor.
—Por si no fuésemos ya el hazmerreír de toda Europa… Como a los prusianos o franceses les dé por pensar que todos los británicos somos así de gilipollas, veo la invasión mañana por la mañana —masculló molesto.
No entendía nada de lo que pasaba.
—¿Alguien me quiere explicar lo que ocurre? —pedí a los presentes en mi despacho.
Bagster Phillips contestó con una pregunta:
—¿No te has enterado?
—Intentábamos explicárselo, doctor, en el instante en que ustedes entraron aquí —intervino el sargento.
—Sir Charles se ha hecho perseguir por dos sabuesos en pleno centro de Hyde Park —explicó el galeno.
La risa hizo que el güisqui se me escapase de la boca a presión. Lo escupí al suelo, el cual manché con pequeñas gotas de alcohol.
—¿Que ha hecho qué…? —solté una sonora carcajada. Seguía sin comprender el verdadero alcance de la jocosa noticia. El jefe Swanson me miró ceñudo.
—¡No tiene gracia, Fred! —exclamó, reprendiéndome.
—¡Oh, sí que la tiene, Donald! —señaló el doctor Phillips, riendo con ganas—. ¡Los sabuesos perdieron su rastro y se dedicaron a cazar a la gente que pasaba por allí! ¡Ja, ja, ja!
Todos los presentes, incluido ahora Swanson, reímos con ganas.
—¿Lo vio alguien? —pregunté interesado.
—Solo la docena de periodistas que él mismo invitó —me informó el sargento, que ya había sacado un pañuelo para secar las lágrimas que aquella explosión de hilaridad le estaba produciendo. La insólita noticia se las traía.
Reímos todos durante un buen rato, hasta que unas palabras serias a nuestras espaldas nos hicieron dar un respingo.
—Supongo que se reirán así porque han terminado sus respectivos quehaceres… ¿Me equivoco? —preguntó el agente especial.
—Buenos días, Carter —saludé.
—Me alegro de verlo, inspector —repuso él—. Igualmente a usted, doctor, y a usted, jefe Swanson… —se puso más rígido al dar una orden—. Sargento, hay que organizar las rondas nocturnas. Mason, tiene usted trabajo en la mesa.
El agente especial se marchó, y Carnahan y Mason fueron a sus respectivos puestos, aunque un poco a regañadientes. Bagster Phillips, Donald Swanson y yo dimos un paseo por Whitechapel —ruinosa y sucia, como de costumbre— y, ya tarde, nos despedimos ante el coche que se llevó al doctor y al jefe Swanson.
Recordé que debía hablar con Grey, para reprenderle por sus actos del otro día, así que enfilé mis pasos hacia Miller's Court.
Era ya de noche, y las fulanas y borrachos comenzaron a aparecer por las calles. Escudriñé sus rostros, esperando encontrar a Natalie, pero la chica de mis pensamientos no estaba todavía por allí.
Atravesé Dorset Street y penetré en el patio de Miller's Court, oscuro y vacío por completo. Me acerqué al número 26 y golpeé la puerta de la habitación 13 con mis nudillos. Sentí pronto el ruido metálico de un cerrojo descorriéndose. La puerta se abrió, y dos poderosos brazos me cogieron de las solapas de mi chaqueta y me introdujeron dentro de la estancia. Cerraron la puerta y todo quedó a oscuras.
—¡Mary, luz! —gruñó una voz cascada, que reconocí enseguida como la de Nathan Grey.
El resplandor de una cerilla prendiendo una vela encima de la mesa me cegó por momentos. Después, cuando mi vista se acostumbró a la claridad, pude distinguir los preocupados rostros de Grey y las dos chicas.
El sicario tomó asiento al lado de la mesa, donde descansaba una escopeta recortada de dos cañones y una botella medio vacía.
—¿Qué coño hace aquí? —me espetó él.
—Advertirle… Es usted un irresponsable, Grey. Sepa que no ignoro que asesinó a un tipo la otra noche. Cualquier investigador con conocimientos suficientes daría con usted en cuestión de segundos —afirmé, señalándolo con un índice.
Se adelantó de un salto, con sorprendente agilidad para su edad, antes de estallar.
—¡Me tiene harto, Abberline! ¿Es que cree que soy su perro? —preguntó encolerizado—. ¿Piensa que puede usted decirme lo que puedo o no puedo hacer? ¡No hace más que husmear por todos lados y sin descubrir nada! ¡No pudo evitar que las mataran! —añadió con notable acritud.
Se acercó tanto a mí, que pude oler su aliento a alcohol.
—¡Nathan! —exclamó Natalie—. Siéntate, por favor —volvió a sentar al viejo en su silla—. El inspector no tuvo la culpa. Estuvo contigo aquella noche…, ¿recuerdas?
El sicario enterró su cara entre sus brazos y sollozó.