Fue Warren quien me ofreció una fría explicación.
—Gracias a la reina Victoria, Gull es una especie de intocable al estar bajo su directa protección. Pero gracias a usted, eso tía pasado a mejor vida. Gull nos ha traicionado al revelárselo todo, por lo que deberá ser eliminado sin más.
—Son repugnantes —dije con rabia—. La verdad, todo hay que decirlo, es que el plan había sido muy bien urdido.
—Ahora, inspector, necesitamos saber dónde se encuentra Natalie Marvin.
Nathan Grey se me adelantó.
—¡Jamás la encontrarán! —bramó—. A estas horas debe de estar ya fuera de su alcance. Jamás volverán a verla —añadió, satisfecho de nuestra carta oculta.
—En ese caso…, ya no les necesitamos —repuso Sir Charles.
—¿Nos van a matar? —pregunté en un impulso. La respuesta era obvia.
Livesey desplegó todo su cinismo, que era mucho.
—¡Oh, no! —exclamó, haciéndose el ofendido—. ¿Nos toma por unos bárbaros? ¡Estamos a las puertas del siglo XX, caballeros! —clamó histérico—. ¡Con la de adelantos médicos que hay! No, su destino será diferente —concluyó misterioso.
—Los dos ingresarán en el psiquiátrico de Islington esta noche, y no se volverá a saber de ustedes —explicó Anderson en tono sepulcral.
Me fijé en que Anderson y Monro habían permanecido en silencio durante toda la conversación. Livesey y Sir Charles eran los artífices de todo, y deduje que a Robert Anderson y a James Monro los habían implicado en contra de su voluntad, aunque no por eso deseaban salvarnos la vida. Si hablábamos, ellos también se irían al infierno, acompañando a Sir Charles, Livesey, Gull y todo el Imperio británico.
La voz aguardentosa de Grey me sacó de mis pensamientos.
—¿Nos harán pasar por locos? —se rió amargamente—. ¡Que alguien haga el favor de pegarme un tiro! —gritó con ojos desorbitados.
—No les haremos pasar por locos, Grey —explicó Sir Charles Warren—. Al contrario, ustedes serán auténticos locos —matizó con siniestra entonación.
—Supongo que no han oído hablar del tratamiento alpha… —empezó Livesey.
—Es imposible, pues es secreto, Howard —terció Sir Charles con diabólica sonrisa.
—Tiene razón —convino Livesey—. Islington es un manicomio muy peculiar… No están locos todos los que entran…
—Pero al cabo de un tiempo de tratamiento alpha, este pequeño
detalle
se pasa por alto —completó Sir Charles.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
—¿Recuerda usted los
sacos de carne
con los que enseña el doctor Gull, inspector? —preguntó Livesey. Al percibir mi sorpresa, una sonrisa déspota surgió de su rostro. Después añadió—. Digamos que los dementes sobran y son valiosos para la medicina… ¿Quién sabe? Lo mismo ustedes sirven para curar algún trastorno mental —concluyó mordaz.
Esta vez el escalofrío me sacudió como si me hubiesen azotado.
—Muy bien, caballeros. Ha sido un placer conocerles…, pero llegó la hora de la despedida —concluyó Sir Howard Livesey.
Sir Charles y él se volvieron hacia Monro y Anderson, y comenzaron a hablar entre ellos, sin prestarnos más atención. Crow y Carter nos instaron a darnos la vuelta. El siniestro cochero del príncipe empezó a ponerle unas esposas a Grey, mientras Carter, ceñudo, me encañonaba.
—Carter, sé que usted sirve a su país y es fiel al Imperio… Sin embargo, no lo es a sí mismo, a sus principios —le hablé en voz baja, con tono marcadamente confidencial—. ¿De veras le parece que esto está bien? ¿Es esta la sociedad que usted quiere? —insistí. Lo hice mirando de reojo a los poderosos que ahora nos daban la espalda—. ¿Una sociedad en la que el dinero y el rango pueden permitir que una persona escape impunemente de la justicia? —añadí suplicante.
—Yo solo acato órdenes, inspector —argumentó fríamente—. No puedo permitirme tener un código moral…
—Recuerde a aquel viejo hombre santo de Shanghai, Carter. El sí tuvo un código moral. A pesar de que usted era un blanco de los que espoleaban a su gente, él le salvó la vida —dije con absoluto convencimiento.
Carter me miró fijamente a los ojos, con extraordinaria intensidad. Arrugó mucho la frente. Su cara reflejaba una profunda lucha interior.
—Lo siento —musitó al fin.
Me resigné. No había nada que hacer.
Crow terminó de ponerle las esposas a Nathan Grey y procedió de igual forma conmigo. Pero una mano le detuvo. Era el agente especial.
—Encañónele con su arma mientras le esposo —indicó, enfundando su revólver en el cinturón y sacando a continuación unas esposas.
Ichabod Crow obedeció al instante y me apuntó con la escopeta recortada de Grey. Carter me hizo juntar las manos.
—El revólver… —me susurró al oído. Para mi mayúscula sorpresa, el enigmático tipo llegado de la India se abrió la chaqueta negra y me mostró su revólver prendido en el cinturón—. A la de tres, empúñelo y apúnteles —me mandó.
Carter sacó las esposas.
—Uno… —hizo como que las abría—, dos… —se abrió más la chaqueta— y… ¡tres! —me avisó.
Al tiempo que yo empuñaba el revólver y apuntaba a la cabeza de Sir Charles, que era el más próximo a mí, Carter se dio la vuelta y le propinó una formidable patada a Crow en el torso, que le hizo caer al suelo como un fardo, soltando la escopeta. El cochero intentó cogerla, pero el agente especial rescató mi revólver del suelo y le apuntó.
—No es necesario que muera, Crow —le advirtió.
—Igualmente… —les dije a Anderson, Sir Charles, Monro y Livesey, que pusieron con desgana los brazos en alto. Nos miraban estupefactos.
—Grey, tome las llaves de las esposas —dijo Carter mientras se las tendía—. Libérese y coja la escopeta.
Con algún que otro esfuerzo, Grey se quitó las esposas y recogió su escopeta recortada. Después, frunciendo el ceño con ira, apuntó a la cabeza de Livesey con ella.
—Cambian las tornas, mis queridos amigos —anunció de forma irónica el sicario.
—Inspector, no sabe lo que está usted haciendo —me amenazó Sir Charles.
—Perfectamente —respondí con aplomo.
Livesey torció el gesto, muy contrariado.
—Carter, es usted un traidor de la Corona —anunció con voz grave—. Le perseguirán desde este momento por todo el mundo. Le aseguro que no tendrá un día de reposo hasta que muera —añadió cuando el odio le salía ya por sus pupilas.
—Correré el riesgo —repuso el aludido—. ¡Levántese! —ordenó ásperamente mirando a Ichabod Crow.
El agente al servicio del nieto mayor de la reina Victoria se levantó con dificultad y se unió a los demás.
—Muy bien, caballeros. Vámonos de aquí —dijo Grey.
Los tres andamos hacia atrás, sin dejar de apuntar a los cinco hombres. Carter abrió la puerta del salón y lo que vimos en el recibidor nos dejó helados.
Cuatro tipos con rifles nos apuntaban. James K. Stephem los guiaba.
—Parece que hemos llegado en el momento oportuno —comentó Stephem.
Respondiendo a mis pensamientos, Grey masculló:
—Ahora sí que estamos jodidos.
Y así era. Jodidos de verdad.
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Algo me preocupaba. No tenía noticias de Nathan ni de Fred. La pequeña Alice, nerviosa, saltaba encima de mi cama al estar tanto tiempo metida en casa. Probé a apaciguarla un poco.
Me sentía mal por dentro. Algo no iba bien. Algo que me impedía marcharme de Londres de una vez por todas. Mi fardo y el de la pequeña Alice estaban puestos en un rincón cercano a la puerta, esperando a que me decidiera a salir de una vez por todas. Por fin lo hice. Me levanté de la silla en la que había estado sentada toda la tarde y fui derecha hacia la puerta. Unos golpes resonaron en ella, haciéndome dar un salto hacia atrás, asustada. Alice paró de saltar encima de la cama mecánicamente. La bajé a toda prisa y la puse en la esquina de la habitación, lo más alejada posible de la puerta. En ese ínterin, los golpes remitieron.
La niña, presintiendo que algo iba mal, comenzó a llorar. Traté de calmarla, pero los golpes volvieron a sonar y me asustaron de verdad. Metí la mano debajo del colchón y saqué el revólver de Nathan. Se me antojó demasiado pesado para mí. Miré si estaba cargado y, como sí lo estaba, lo amartillé con decisión. Me acerqué a la puerta, temblando como una hoja de papel, y la abrí. Dos hombres entraron en tropel por la puerta y la cerraron a su paso. Uno de ellos, un anciano, me quitó enseguida el arma de fuego. Muy asustada, grité y supliqué, abrazándome a la niña. Un hombre gordo de bigote pelirrojo se acercó a mí.
—Tranquilícese, señorita Marvin. Hemos venido a ayudarla —dijo en tono educado y convincente.
Reconocí de inmediato al hombre. Era el gordo sargento amigo de Fred.
—¿Qué pasa? ¿Por qué han venido? —pregunté inquieta.
Los dos varones se miraron largamente. El anciano, de pobladas cejas, me contestó:
—Fred y el señor Grey están en apuros, señorita Marvin. Debemos esconderlas a usted y a la niña ya —me previno con voz grave.
Puse los ojos en blanco ante semejante aviso.
—¿Qué les ocurre? —inquirí angustiada, temiendo lo peor.
—Ahora no, señorita. Debemos salir de aquí y esconderla —repuso Carnahan.
—Muy bien —acepté de inmediato—. Vamos con ustedes.
Tomé de la mano a la pequeña Alice y seguí obediente a los dos policías fuera del Ten Bells. Casi se me olvida coger nuestros respectivos fardos.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Carter, Grey y yo íbamos esposados en una especie de carruaje prisión. El sicario dormitaba a mi lado, roncando intermitentemente. Debido a la furia y la fuerza sobrehumana de este todavía temible asesino a sueldo y a sus intentos de fuga durante todo el trayecto, los agentes de Seguridad Interior habían decidido sedarlo.
—Carter…, ¿puedo preguntarle algo? —inquirí en un momento dado.
—Ya lo ha hecho usted —repuso el agente especial.
—¿Por qué lo hizo…? Me refiero a habernos ayudado en la casa de Sir Charles.
Mi interlocutor miró por la ventana enrejada del vehículo antes de responder:
—Digamos que usted me abrió los ojos… ¿Sabe… ? Me he pasado toda mi vida obedeciendo órdenes y callando. He acatado las órdenes que creía justas… —repitió con voz queda—. Pero me he engañado a mí mismo diciéndome que lo hacía por el bien de mi nación. Me he refugiado siempre en el patriotismo, Abberline. Lo confieso… Y por culpa de eso he perdido y he desobedecido mis propias normas morales. Soy un hombre sin moral ni ética… Y eso es triste —añadió con un deje nostálgico.
—A mí no me parece usted un hombre sin moral —dije inmediatamente—. Ha demostrado tenerla antes, al intentar salvarnos… Ha defendido usted lo que creía correcto… Y eso ya es en sí un gran paso.
Carter sonrió débilmente.
—¿Sabe…? Si he de estar el resto de mi vida babeando y pudriéndome en un rincón, quiero hacerlo con usted a mi lado… Me alegro de haberle conocido —afirmó con convencimiento.
Había llegado la hora de las confidencias.
—Yo también me alegro de haberle conocido a usted, Carter…, de verdad —insistí—. Es usted un individuo singular, de esos que solo te encuentras una vez en la vida, cuando ese tipo es el causante de tu muerte o el que la evita… Me alegro de haberle conocido también, Carter —respondí con afecto.
Con esa última concesión, los dos nos sumimos en un silencio absoluto, solo roto por Crow al sacarnos del coche una vez llegamos a Islington.
El manicomio ofrecía un aspecto horrible. Era la antesala del averno… Se trataba de un alto edificio gris, sin adornos, con un gran terreno alrededor por el que pastaban, como si de reses se tratase, los miles de enfermos mentales allí confinados. La vista de esta gente me sobrecogió, al pensar que dentro de unas horas yo estaría en su misma situación.
Carter, Grey —aún amodorrado por el sedante— y yo fuimos conducidos a una asquerosa y mugrienta celda donde nos encerraron, no sin antes colocarnos unas aparatosas camisas de fuerza. Cucarachas, ratones y pulgas campaban por allí a sus anchas.
Tumbamos con dificultad a Grey en el desvencijado catre de la habitación —que olía a orines mal contenidos— y nos resignamos a esperar lo peor para nuestras respectivas vidas.
Un tiempo después, imposible de determinar, un médico y dos musculosos celadores provistos de gruesas porras nos instaron a acompañarles.
Nos condujeron por un inmundo pasillo en el que se amontonaban diversos personajes que mantenían diálogos con ellos mismos, repetían sin cesar una frase enigmática o, simplemente, se dejaban morir en un rincón, con la única compañía de alguna rata negra que acudía a ellos con la esperanza de robarles los restos de comida que quedasen en sus sucias manos. Olía a muerte, a suciedad, a vómitos y a demencia… un olor que se me haría familiar con el paso de los interminables días.
Llegamos por fin a una espaciosa habitación con tres camillas puestas en el centro. Un médico con barba de chivo nos saludó y nos
invitó
a tumbarnos en ellas. Varias enfermeras nos ayudaron y nos ataron con fuertes correas de cuero.
—Solo espero una cosa, inspector, que Natalie haya abandonado Londres ya —me dijo Grey, mientras lo ataban a una camilla al lado de la mía. El viejo asesino se había resignado al fin, afrontando con valentía su destino, que era el mismo que el mío…
Suspiré antes de hablar.
—Si no lo ha hecho, todo esto no habrá servido para nada. Supongo que seguiremos viéndonos, caballeros, pero ya no les recordaré… Buena suerte a ambos —me despedí, consciente de haber tocado fondo.
—Ojalá no duremos mucho en este antro. Ojalá muramos pronto —sentenció Grey.
—Amén —contestó Carter con voz lapidaria.
Unas poco agraciadas enfermeras se acercaron al viejo asesino a sueldo y le administraron un líquido verde mediante una jeringuilla. Al instante, Grey cayó en un profundo sueño. Una vez dormido, las enfermeras se volvieron hacia a mí. Prepararon otra jeringuilla y me la acercaron al cuello. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al notar el pinchazo en el cuello. Primero sentí dolor al notar como el extraño líquido recorría mis venas y se adentraba sin remisión en mis entrañas.
"Dios mío. Voy a volverme loco". Recuerdo que lo pensé antes de desmayarme. Unos segundos más tarde, ya no sentí nada más…