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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (46 page)

El tipo del tatuaje se arrodilló y me levantó la cabeza para que le mirase a los ojos. Un extraño anillo brillaba en su mano. Parecía un sello con algo dibujado…

—Míreme, inspector —dijo el hombre en tono amenazante—. Le traemos un mensaje… Deje de meterse en los asuntos que no le importan. Deje de una puta vez el caso de las mujeres destripadas…, ¿de acuerdo?

Me golpeó la cabeza contra el suelo, lo que hizo que me desmayara al instante.

Un brusco zarandeo me despertó.

Estaba tumbado boca arriba en el callejón y la lluvia caía incesantemente sobre mi cara. La boca me sabía a sangre y me dolía todo el cuerpo.

Nathan Grey me zarandeaba.

—¡Vamos, Abberline! —exclamó con energía—. ¡Vamos, levántese! —me hizo incorporarme.

—Grey… —articulé con mucha dificultad.

—No hable o le dolerá más —repuso él, cogiéndome a continuación de un brazo y levantándome. Me ayudó a caminar—. Tiene suerte de que le encontrase y de que Natalie se preocupe por usted.

Cuando llegamos a la habitación del Ten Bells, Natalie me curó las heridas y me tumbó en la cama. Allí mismo dormí aquella noche.

A la mañana siguiente, Grey me acompañó hasta la comisaría, donde desapareció tras un breve saludo. Entré en ella y, posteriormente, en mi despacho. Mi aspecto era deplorable.

—¡Joder, inspector! ¿Qué diablos le ha ocurrido? —preguntó el sargento Carnahan, ayudándome a sentarme en una silla y sirviéndome un poco de güisqui que decliné con un ademán.

Le relaté todo lo acaecido durante la noche anterior.

—¡Bastardos! —masculló mi noble subordinado—. ¿Pero por qué le dijeron eso?

—No lo sé, pero puedo adivinarlo; mis investigaciones estorban a alguien. Lo único que me intriga es el tatuaje de ese tipo y el anillo —dije con voz queda. Aún me dolían los labios—. Me suenan de algo…

El suboficial y yo continuamos hablando del tema. Un poco más tarde, Carter penetró en mi despacho.

—Vaya, Abberline, veo que le han dejado hecho un guiñapo —comentó el agente especial.

—Buenos días, agente Carter. Me alegro de verle —repliqué con ironía.

Carter sonrió y, seguidamente, me preguntó por lo que me había pasado. No tardé en contárselo todo con pelos y señales y en referirle mis sospechas.

—A mí también me recuerda algo ese símbolo… Si me lo permite, Abberline, ahora que estoy ocioso otra vez gracias a su vuelta, le ayudaré a disipar esas dudas —frunció el ceño.

—Se lo agradezco infinito, Carter… Así podré cerrar de una vez este caso —dije con una buena dosis de cinismo, refiriéndome al del Destripador.

Perplejo, el agente especial arqueó las cejas.

—¿Usted cree que ya ha terminado? —me preguntó. Sentí la intensidad de su inquisitiva mirada.

—Eso creo —concluí, encogiendo luego los hombros.

Creo que metí la pata, pero si Carter se dio cuenta, lo disimuló muy bien.

El sabía, tal y como yo, que quedaba otra chica del grupo de Grey. Sabía que no había acabado. E intuía que le ocultaba algunas cosas. Pero no me preguntó nada más…

John Montague Druitt era profesor en una escuela, pero recientemente le habían expulsado de ella por asuntos escabrosos que no vienen a cuento en este relato. Había estudiado para abogado y, junto a un conocido suyo, Bedford, tenía un despacho en King's Bench Road, que únicamente frecuentaba él, pues creía que Bedford había abandonado el negocio.

Druitt había sido siempre un sujeto solitario y raro. Raro era el calificativo que le concedían por no llamarle de otras formas más malsonantes.

La gente pensaba que Druitt era homosexual, solo porque creía en un ideal demasiado novedoso y censurado a lo largo de la historia, la libertad de la mujer. No obstante, Druitt no era homosexual, ni mucho menos. Solamente era un hombre sencillo, solitario, sin apenas amigos, alguien que pretendía luchar por una causa justa en un tiempo injusto para el sexo femenino.

Todo en la vida parecía haberle ido mal desde que le habían expulsado del colegio donde ejercía. Sus ideales políticos, que la gente detestaba, y la debilidad mental de su madre habían incidido en su personalidad hasta convertirlo en un sujeto más melancólico y torturado. Más tarde comenzó a sufrir lagunas en su memoria y sueños.

Todo había empezado con la visita de dos hombres a su despacho, de la cual solo recordaba haberles abierto la puerta. Del resto, únicamente tenía presentes imágenes vagas y confusas. Rememoraba una habitación oscura… un extraño uniforme y una placa con un número y un nombre en ella… Más tarde se despertó en su casa, tendido en el sofá. Había perdido completamente la noción del tiempo y pensaba que había sufrido una especie de sueño extraño que le había asaltado de improviso. Pero esto se repitió varias veces.

Druitt creía que estaba volviéndose loco, por lo que una noche, nostálgico, cogió el tren y se dirigió al psiquiátrico de Chiswick con intención de hacerse pruebas para comprobar el estado de su cordura. Pero jamás llegó allí. Cuando caminaba solo, de noche, en dirección al manicomio, dos hombres lo asaltaron.

—¿John Montague Druitt? —preguntó uno de ellos.

—Sí —respondió él, lacónico, con un miedo que le recorría todo el cuerpo.

Los individuos se abalanzaron sobre él y Druitt sintió un pinchazo en su hombro. Miró hacia esa parte de su cuerpo con espanto y vio como el segundo desconocido le administraba una inyección. Perdió la consciencia al momento, a medida que iba sintiendo como el líquido circulaba por sus venas.

Le despertó una opresiva sensación de falta de aire en los pulmones. Abrió los ojos y se horrorizó al ver que estaba inmerso en un agua verdosa. Intentó nadar hacia arriba, pero algo le empujaba al fondo del río. Trataba de gritar.

Tanteó sus bolsillos al sentir un extraño peso en ambos; había dos ladrillos. Intentó desprenderse de ellos, pero ya era demasiado tarde. La falta de oxígeno le hizo perder la consciencia de nuevo. Angustiado, Druitt supo lo que iba a ocurrir en el último instante de su vida.

Unos segundos más tarde, John Montague Druitt había muerto ahogado.

Michael Curtis seguía insistiendo en su eterna frase:

—El cuervo y el demente… Los
juwes
.

Mientras, yo yacía tumbado en el centro de una estrella de cinco puntas, rodeado de los cadáveres de las víctimas. Un hombre se inclinaba sobre mí y me destripaba, pero yo no sentía dolor.

Oí el repiquetear de una campana de iglesia…

Un trueno me despertó. Estaba en mi despacho, a oscuras. Miré por la ventana. Llovía y ya se había hecho de noche.

Habían pasado muchos días desde mi conversación con Carter y el sargento Carnahan. Diciembre había llegado a Londres, un mes frío y lluvioso como en casi todas las estaciones. La Navidad había pasado excelentemente, sin ninguna novedad.

Era 28 del primer mes invernal, y mis planes respecto a Natalie y la huida de Inglaterra estaban negando a buen puerto.

Por una extraña razón, dirigí mi mirada al gran mapa de Whitechapel y los distritos circundantes, que decoraba el tablón de anuncios en una de las paredes de mi despacho. Prendidas de él, y acompañando al punto que señalaba el lugar de sus muertes en el mapa, estaban las fotografías de los cadáveres de las víctimas del Destripador, cada una mirándome desde un ángulo diferente. Seis ángulos diferentes…

Un trueno iluminó el mapa y fue entonces cuando me percaté de algo. Cogí un lápiz y una escuadra y me precipité con ansia sobre el mapa.

—Algo falla… Son seis puntos… —susurré nervioso. Estudié la situación desde esa perspectiva y descubrí que lo que fallaba era la muerte de Martha Tabram. No era como las demás.

Recordé su situación. Vientre abierto, entrañas extraídas y abandonadas en el lugar del crimen, 39 puñaladas… ¿39 puñaladas? ¿Órganos abandonados? Era raro. Podría ser el primer caso del Destripador, pero lo mismo había sido una especie de ensayo antes de la gran obra.

Así pues, decidí empezar por Polly Nicholls. Dibujé una línea recta que detuve en Hambury Street, en el punto de Annie Chapman. Tracé otra línea desde este mismo lugar hasta Miller's Court. Luego repetí el proceso de la misma forma hasta Mitre Square y, desde allí, terminé en Berner Street.

Era un pentágono.

Entonces me fijé en algo más. Un edificio señalado que estaba en el centro de aquel pentágono. Distinguí un templo, el de Christ Church.

Mecánicamente, tracé más líneas dentro del pentágono. Cuando acabé, me separé del mapa y contemplé lo que acababa de hacer. Había dibujado un símbolo, el mismo que estaba tatuado en la muñeca del tipo que me había golpeado en el callejón. Un rayo más iluminó el mapa.

Ante mis atónitos ojos tenía una estrella de cinco puntas.

—¡Joder! —exclamé mordiéndome la lengua a continuación.

Aquello me preocupó todavía más. Al parecer, mi mundo onírico no era pura coincidencia ni producto de mi subconsciente agobiado. Recordé que ya me había ayudado tres veces y, a través de un extraordinario esfuerzo mental, intenté relacionar todo lo que mis sueños me habían revelado.

Christ Church, la estrella de cinco puntas, los
juwes
… Esos tres conceptos tenían algo en común. Pero yo no sabía aún qué.

Christ Church era un templo de Spitalfields construido por un arquitecto llamado… Hawksmoor. Pero aquello no me decía absolutamente hada. ¿Y la estrella y los
juwes
?, ¿qué significaban? Me rasqué la cabeza pensativo.

La puerta de mi despacho se abrió bruscamente y el agente especial Carter entró en la habitación. Cerró la puerta de un golpe y miró por la ventana. Cuando estuvo seguro de que nadie le había seguido, corrió las cortinas y así nos sumió en la más absoluta oscuridad. Le miré interrogativamente, sin entender lo que pasaba.

—Carter…, ¿se puede saber qué…? —intenté decir.

La luz de la lámpara de gas de mi mesilla se encendió, de modo que al principio me deslumbró hasta que me acostumbré a ella. Entonces pude fijarme en que Carter llevaba un libro y una carpeta amarillenta en sus manos.

—Vaya buscando la forma de pagarme, pues le estoy haciendo un gran servicio —dijo con voz grave—. Estoy arriesgando mi empleo —añadió misterioso.

En ese momento, se dio la vuelta y miró el mapa y el dibujo de la estrella de cinco puntas. Su rostro se tornó lívido en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué ocurre? —pregunté muy interesado ante su reacción.

El agente especial torció el gesto. Después se dejó caer en una silla y me indicó con el índice derecho que echase una ojeada al libro que había traído.

Sobre la elegante portada de cuero, en grandes letras doradas, se leían las siguientes palabras:

Historia de los francmasones

Bajo aquellas letras áureas pude ver, estupefacto, el pequeño dibujo de una estrella de cinco puntas y también el de un extraño símbolo que pude reconocer enseguida. Se trataba del mismo signo que el tipo del callejón llevaba en el anillo.

Vi un compás y una escuadra abierto el uno sobre la otra.

—Y si eso no le parece suficiente… —comentó él. Pasó las hojas del libro y se detuvo en unas páginas—, lea —me indicó con un movimiento de mentón.

Lo que allí se relataba era la ejecución de tres traidores que asesinaron al fundador de la masonería, Hiram Abbif. A estos tres traidores se les llamaba
juwes
. Los ejecutaron cortándoles el cuello de izquierda a derecha; después les sacaron las entrañas, las colgaron por encima del hombro derecho y les seccionaron los órganos reproductores.

Un trueno se dejó oír al otro lado de la ventana. Carter y yo nos miramos en medio de un pesado silencio. Fue mi insólito informador quien lo rompió en voz baja:

—Actualmente, todavía quedan francmasones en Inglaterra. La hermandad está formada por médicos, políticos y hombres importantes, además de un sinfín de subordinados a sus órdenes.

—No puede ser… —farfullé, absorto en un sinfín de dudas.

Tenía noticias de aquella hermandad. Eran hombres poderosos que se reunían en una especie de club privado y que, a veces, llegaban a influir incluso en los asuntos de Estado.

—He indagado en los archivos de la Policía —me confesó Carter— y he encontrado esto —me tendió la carpeta amarillenta.

En ella había varios planos de lo que parecía ser un subterráneo. Señaló uno, donde se encontraba la estatua de Eros.

—Es su lugar de reunión habitual. Está debajo de Piccadilly Circus, en West End, y se extiende por toda la plaza. Antiguamente era un templo griego o romano —dijo el agente especial con voz firme—. Se accede por este local —me lo señaló con exactitud.

—Una taberna —musité, cada vez más asombrado.

—En efecto.

Otro trueno sacudió mi despacho hasta los cimientos.

Encaminé mis pasos hacia el perchero.

—Gracias por todo, Carter —le dije, muy concentrado en mis pensamientos y descolgando a la vez mi chaqueta.

—¿Adonde va? —inquirió él.

—¿Usted cree que, después de haberme enterado de que
el Destripador
actúa según un antiguo ritual masónico, voy a quedarme sentado sin investigar? —contesté rápido, en tono ciertamente áspero.

Carter abrió los brazos de forma un tanto teatral.

—¡Abberline, por dios! —exclamó con fuerza—. Puede buscarse la ruina. Imagine que es cierto. Imagine que uno de esos hombres es su Destripador…, ¿qué hará entonces?

Resoplé tres o cuatro veces.

—Carter, desde el principio he sospechado que el asesino era un hombre culto… —afirmé, arrugando mucho la frente—. Sinceramente, eso no me importa a la hora de culparle y detenerle por la muerte de seis mujeres inocentes.

Mi interlocutor parecía que luchaba consigo mismo. Al final, suspiró largamente y me comunicó:

—Está bien… —susurró resignado—. Ya que le he contado demasiadas cosas, voy con usted. Necesitará que alguien le mantenga en su puesto de trabajo cuando todo esto acabe —su voz recobró firmeza por momentos.

—¿Y quién le mantendrá a usted en su empleo, Carter? —pregunté con media sonrisa irónica.

El aludido sonrió entre dientes.

Temblé un instante solo al pensar lo que íbamos a hacer juntos. Y a fe que tenía motivos para ello…

Antes de enfrentarnos a la orden de los masones, tomé mis medidas.

Había conseguido el dinero suficiente para completar el salario que debíamos entregar al tipo que llevaría a Natalie a Irlanda. Logré sacarlo de mi cuenta bancaria y con él, Carter y yo nos dirigimos al Ten Bells. Entregué todo el dinero a Grey y Natalie, y referí al primero nuestras averiguaciones. El viejo Grey escuchó mi informe con seriedad. Cuando terminé, frunció el ceño, se agachó debajo de la cama —donde la pequeña Alice estaba sentada— y sacó de debajo una escopeta recortada de dos cañones.

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