—Ya no hay nada que hacer, doctor… —me percaté de la presencia de Carter e hice las presentaciones de rigor—. Perdone, agente Carter… —él, comprensivo con la tensa situación, bajó la cabeza levemente—. Doctor Phillips, es el agente especial Carter, llegado de la India para resolver estos asesinatos… —se estrecharon las manos—. Ahora, si tiene el gusto de apuntar, sargento, el doctor nos informará de los pormenores del nuevo caso.
El forense se aproximó hasta su maletín y sacó el puntero de metal.
—Mujer blanca, de cabello negro y obesa, aunque a pesar de todo desnutrida. Presenta un grave tajo en el cuello, que a punto estuvo de decapitarla. Extracción del útero y los intestinos. El primero se lo llevó y los segundos los dejó encima del hombro derecho. Esta colocación puede resultar simbólica o puede no serlo… La boca… —el doctor le lanzó una rápida mirada a Carter y se detuvo. Advirtió en mi mirada y en como arrugué la frente que el detalle del vino no debía ser expuesto ante el agente especial—. No despide ningún efluvio a alcohol, así que deduzco que no estaba bebida. Pero necesitaré pedir un lavado de estómago para realizar el examen toxicológico.
—¿Murió degollada? —preguntó Carter.
—No, asfixiada —corrigió el forense en su clásico estilo académico—. La estrangularon antes de degollarla. Esto se advierte al observar el tono de la piel, en la falta de oxígeno. Eso explica por qué la sangre no manó con intensidad. La sangre de alguien muerto no sale a presión de sus arterias —concluyó.
—¿Con qué fin la estrangularon para después degollarla? —volvió a preguntar el de la cabeza rapada.
Sentí que me tocaba intervenir.
—Nuestro asesino es un demente misógino. Es ese odio hacia las mujeres lo que le hace cometer esta clase de crímenes —le informé sin apartar la vista del cadáver de la furcia.
—Pero es evidente que sigue un método —opinó Carter.
—Obviamente. Les corta el cuello y las destripa, para después quedarse con algún que otro trofeo. Es típico de un demente en toda regla —intervino de nuevo el doctor Phillips—. En esta ocasión, se llevó el útero y la otra vez hizo lo mismo, aunque se vio interrumpido…
—¿Y la sangre? —señalé interesado—. Los cortes de la parte inferior del cuerpo deben haber despedido más fluidos —afirmé más que pregunté.
Phillips sonrió satisfecho.
—Pude observar que la ropa de la mujer, de paño grueso, la absorbió casi toda, al igual que ocurrió con el caso de la anterior —matizó el forense—. También me he dado cuenta de otro detalle… La señora Chapman sufría en el momento de su muerte una enfermedad, ya en fase avanzada, que le afectaba a los pulmones y al cerebro. Parece ser que la pobre mujer estaba destinada a morir de todas formas.
Miré a la desgraciada fémina que tenía delante. La cara magullada por alguna pelea, enferma, desnutrida… Sentí lástima y alivio al mismo tiempo. Ella había escapado de East End para siempre, pero otras no tendrían la misma suerte… Miles de mujeres sobrevivirían para no ver otra cosa que miseria, horror y muerte. Otras, las menos y más afortunadas, en otros barrios, pasaban por la vida en la más insultante abundancia. ¿A quién le importaba la estratificación social de la sociedad victoriana?
En ese momento, Sir Charles Warren y el supervisor del depósito entraron en el sótano, pasaron entre las camillas y se dirigieron hacia nosotros. Ni se molestaron en saludarnos. El engreído jefe de Scotland Yard fue directo al asunto que reclamaba su intervención.
—Doctor Phillips, el señor Mann me ha informado de algunas irregularidades…
Todavía no he descubierto cómo Sir Charles Warren se enteraba tan rápidamente de nuestra presencia en el depósito y la forma en que se trasladaba tan velozmente, como una enfermedad incurable, hasta llegar hasta Old Montague Street.
Pero el caso es que allí estaba. Había que soportarlo de nuevo.
Phillips, siempre sin pelos en la lengua, no se cortó lo más mínimo en sus acusaciones profesionales.
—El señor Mann es un incompetente, Sir Charles. Francamente, me resulta absurdo que el único depósito de East End esté a cargo de él y expuesto a sus barbaridades —expuso el forense, tranquilo.
—¿En qué se basa para soltar tales insultos a la ligera, doctor? —preguntó Sir Charles aplacado. Pero era la calma que precedía a la tempestad de nuevo.
Sin embargo, el doctor Phillips no le temía.
Alguien carraspeó detrás de nosotros. Carter se adelantó y miró a Warren.
—Con el debido respeto, Sir Charles, el doctor Phillips lleva razón. El señor Mann ha destrozado algunos detalles al limpiar la ropa de la mujer y el cuerpo, como por ejemplo rastros de pólvora, sangre de otras heridas o quizá del propio asesino… Detalles que, estará de acuerdo conmigo, son bastante relevantes. Además, creo entender que el señor Mann ha incinerado los restos que el asesino no se llevó —precisó el agente especial.
Al supervisor del depósito de cadáveres se le subió la sangre a la cabeza.
—¿Y qué quería que hiciese? —inquirió encolerizado—. ¿Que los guardase en un cajón?
—Al menos debería haberlo descrito en un informe o, en su defecto, haberlos conservado en formol, hasta que se presentase alguien capaz de analizarlos correctamente —argumentó el doctor Phillips con aplastante lógica.
—No veo para qué —repuso aquel cretino.
—Pero yo sí, señor Mann, son pruebas… —añadió el forense.
El aludido se limitó a encogerse de hombros. Tras una breve pausa, tuvo el descaro de preguntar:
—¿De qué?
—De que mis suposiciones sobre que el asesino posee altos conocimientos sobre anatomía son acertadas —contestó el doctor Phillips.
Al jefe supremo de Scotland Yard se le agotó la paciencia ante aquel duelo verbal entre galenos.
—¡Ya basta! —rugió, pegando después un golpe en la camilla donde reposaba el cuerpo de Annie Chapman—. ¡Doctor Phillips! ¡Estoy harto de estas absurdas suposiciones suyas! ¡Ese demente no es ningún hombre culto! ¡Es un carnicero o un judío, por el amor de dios!
—Con el debido respeto, Sir Charles, no debemos… —comencé a decir yo.
Sir Charles clavó en mí su reluciente monóculo y me quedé sin habla al percibir tanta furia en su hosca expresión.
—Inspector Frederick Abberline, cuando necesite su opinión, ya la solicitaré —me dijo con marcado sarcasmo—. Le ruego que mantenga la boca cerrada —teníamos algo en común; los dos odiábamos que nos interrumpieran—. Quiero que algo les quede claro a todos, caballeros… Ese hombre que buscamos es un judío loco, un demente escapado del Guy's o un carnicero, pero… —recalcó con énfasis este punto— ¡no es un hombre culto! —gritó irritado—. Sepan que esta tarde he citado a algunos miembros de la prensa para hablarles sobre este tema. Se destacarán a los sospechosos y se descartará por completo la idea de que ese demente pueda ser un hombre culto. Desde ahora, Abberline deberá informar a la prensa sobre algunos detalles del caso… Y, al igual que el inspector Abberline, ustedes también tendrán que hacerlo —concluyó mirando fijamente a Phillips y a Carnahan.
Intenté protestar.
—Pero, Sir Charles…
—¡Basta! —me interrumpió sin ninguna consideración por su parte—. Inspector Abberline, sargento Carnahan y doctor Phillips, no quiero encontrar nada en ningún periódico o en ningún informe que aluda a algo que tenga que ver con la suposición de que un hombre culto haya perdido la cabeza… ¿Me oyen? A no ser que quieran correr el riesgo de perder sus empleos —se dirigió a continuación al agente especial—. Señor Carter, ocúpese usted de supervisar todos sus informes y de impedir que comuniquen sus extravagancias en la prensa. Solo deben informar de los detalles más nimios.
—Así lo haré, Sir Charles —convino el agente especial.
—¡Y nada de fotografías! —nos advirtió Warren—. Solo quiero palabras, caballeros… ¡Buenos días!
Y diciendo esto, el mandamás de Scotland Yard salió del depósito de cadáveres seguido de un ser tan servil e inútil como el señor Mann.
En el ínterin, yo temblaba de pies a cabeza debido a la furia interior que sentía. El doctor Phillips apretaba con fuerza su puntero de hierro, y temí que lo rompiese en cualquier momento. El sargento sacó su petaca y bebió grandes tragos de su contenido para templar los nervios. Únicamente el agente especial seguía con su misma postura imperturbable. Se colocó su sombrero de copa y cogió el bastón. Tras despedirse con un seco buenos días, salió del depósito.
Unos segundos después, le pegué una patada a la camilla de Annie Chapman.
—Calma, Fred —me recomendó el doctor—. Recojamos esto un poco —conteniendo su furia, el doctor Phillips recogió sus bártulos y los metió en el maletín.
—¡Usted lo ha oído, doctor! —grité indignado, fuera de mí—. ¡Ahora quiere que hablemos con la prensa!
Ninguno de los dos dijo nada. Bagster Phillips recogía sus útiles y el sargento miraba el techo. Solo se oía el tintineo metálico de los instrumentos, que chocaban unos contra otros, al ser introducidos en el maletín del forense, amplificado todo por el eco del depósito.
—¿Y el cuerpo de la señora Chapman? —preguntó el sargento, rompiendo el silencio que habían creado nuestras respectivas furias contra el jefe de la Policía metropolitana.
—El juez Baxter citará a los testigos, a lo sumo, dentro de tres días. Sus amigas solicitarán el cadáver… O ellas o sus familiares —explicó el doctor con voz queda.
Tras la humillación sufrida y compartida, los tres salimos del sótano buscando la frescura de la calle, donde corría el aire más o menos puro y las moscas no reinaban como en aquel ambiente tan tétrico, y dejamos el cadáver de Annie Chapman haciendo compañía a las decenas de cuerpos del depósito.
Al día siguiente, cuando llegué a mi despacho, había recibido una carta que me esperaba encima del escritorio. La miré con sospecha y, empuñando un abrecartas, desprendí la solapa del sobre.
Me sobresalté al reconocer la tinta y la letra:
¿Ha visto al Demonio?
Si no es así, pague un penique y entre.
Jack el Destripador.
—¡No se lo va a creer, inspector! —el sargento entró en mi despacho con estruendo. Colgó su gabardina en el perchero y se acercó a mí. Venía acalorado y con un periódico londinense en las manos. Se paró en seco al ver mi expresión de desconcierto y me preguntó preocupado—. ¿Qué le ocurre?
Le pasé la breve misiva. Vi como el sargento movía los labios a la vez que leía y releía el contenido de esta.
—¿Tiene algún sentido para usted? —quise saber.
Carnahan se sentó en su mesa, pensativo. De repente, saltó como si le hubiesen insultado.
—¡Ya lo tengo! —exclamó agitado—. El otro día, cuando encontramos a la señora Chapman, observé que alguno de los vecinos había alquilado su ventana a los curiosos para ver el cuerpo. Y eso significa… —dejó la última frase inconclusa.
—Que el hijo de puta estuvo allí… —le di un puñetazo a la mesa—. ¡Podríamos haberle atrapado, joder! —añadí furioso.
El sargento me pasó un periódico.
—Y eso no es lo peor, mire… —apuntó con su índice.
La portada la ocupaba una instantánea, a tamaño cuartilla, del cuerpo de Annie Chapman antes de ser lavado. Se veían a la perfección sus vísceras desparramadas y su cuello cortado.
—¿Nuestro esquivo periodista? —pregunté mecánicamente.
—En efecto, inspector.
—¿Ha averiguado algo?
El suboficial aspiró aire antes de informarme.
—Solo que es un tipo raro. Al parecer, no trabaja para ningún diario. Simplemente hace las fotografías, las envía y recibe un cheque con la cantidad que solicita por sus servicios —Carnahan me miró interrogativamente.
—¿Y Ostrog…? ¿Qué me dice de él? —quise saber.
Destripador al margen, este continuaba siendo nuestro caso y aunque ninguno de los dos indagase ya para localizar al médico ruso, el incomprensible asunto de Michael Ostrog seguía en mis pensamientos, exigiéndome que le diese la importancia que merecía, algo que yo no entendía. ¿Por qué mi cerebro se empeñaba en recordarme que alguien había secuestrado a un doctor?
El sargento alzó los hombros, en signo de impotencia.
—Nada, inspector —reconoció con amargura—. Es como si se hubiese evaporado.
Hubo dos toques en la madera, di permiso y la puerta se abrió con suavidad. El agente Mason entró en mi despacho.
—Señor… —me saludó tímidamente—. Siento interrumpirle. Hay un hombre ahí fuera que insiste en hablar con usted.
—Déjelo pasar.
Mason desapareció por la puerta, la cual dejó abierta.
El sargento me lanzó una mirada de advertencia y yo, sabiendo de sobra lo que significaba, saqué el revólver de un cajón de mi mesa y lo coloqué con cuidado en mis rodillas.
Había personas peligrosas en East End, y yo tenía la desgracia de haberme enemistado con la mayoría.
Detrás de Mason, un hombre alto y bastante corpulento, de hombros grandes y separados, entró en mi despacho. Lucía un desgastado sombrero modelo hongo que se quitó al entrar, por lo que dejó a la vista su cabello repeinado con pulcritud.
—¿Es usted el inspector Abberline? —preguntó cuando Mason se fue y cerró la puerta tras de sí.
—En efecto —contesté lacónico.
—Soy George Lusk, constructor y miembro de la Junta Metropolitana de Obras Públicas —se presentó él, estrechándome la mano que le tendí desde el otro lado de la mesa.
—Tome asiento, señor Lusk —repuse con fría cortesía; a continuación le indiqué una silla frente a mi mesa.
El señor Lusk se sentó frente a mí, mientras yo cerraba mi mano diestra alrededor del arma, que descansaba sobre mis piernas y notaba su superficie fría.
—Me han asegurado que usted es el representante del Departamento de Investigación Criminal en el distrito de Whitechapel y también el encargado del caso del Destripador —expuso el constructor.
—Le han informado bien.
—Verá… —tragó saliva con dificultad—. Tanto yo como el resto de vecinos del distrito estamos bastante consternados con esos tres asesinatos que han ocurrido recientemente…
Sabía por dónde iban los tiros, así que aflojé la mano que empuñaba el revólver.
—Estamos trabajando en ellos, señor Lusk, no le quepa la menor duda —aseguré en tono firme.
Lusk dejó escapar un leve suspiro.
—Pero no muy satisfactoriamente, inspector —argumentó él abriendo las manos—. La gente tiene miedo, las mujeres no andan seguras por las calles y ustedes no parecen hacer nada.