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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (25 page)

Mi interlocutor titubeó antes de contestar y acto seguido encogió los hombros.

—Es posible… —susurró entre clientes—. Pero no creo que tuviesen ganas de intentar matarlas conmigo suelto. Lo más lógico es que viniesen a por mí.

Parecía lo más coherente.

—Yo también lo he pensado así —afirmé raudo, convencido de mis palabras—. No creo que los McGinty sean los culpables, pero siempre conviene vigilarlos de cerca… ¿Cuento con usted para ello?

—Por supuesto que sí —convino Grey.

—Debemos encontrar un sitio discreto para reunimos otra vez e intercambiar informaciones… —propuse con voz queda—. ¿Dónde puedo localizarle? —pregunté interesado.

—Vaya al Ten Bells y pregunte por Clive.

—Muy bien. Le llamaré si necesito su ayuda, Grey. Usted vigile a los McGinty…

El sonido de un arma amartillándose me interrumpió. Este vino acompañado de una voz que me heló la sangre.

—¡No se muevan o disparo!

La voz que me había sobresaltado provenía de entre las sombras de la plaza. Nathan Grey hizo amago de sacar algo de su gabardina, pero la misma voz lo interrumpió.

—Ni se le ocurra, Grey —avisó el desconocido—. Hágalo y lucirá un bonito agujero en la frente… ¡Tiren sus armas! —ordenó en tono muy áspero.

Grey extrajo una escopeta recortada de su gabardina y la tiró al suelo. Yo hice lo mismo con mi revólver reglamentario. Después apartamos las referidas armas de fuego de nuestro alcance con los pies, obedeciendo la nueva y enérgica orden que nos dio el desconocido.

—¿Quién diablos es usted? ¡Salga! —exigió Grey a viva voz.

El hombre se plantó por fin ante nosotros, y entonces pude ver el peculiar rostro tatuado de Carter a la luz de la farola más cercana. El agente especial aferraba su bastón con la mano izquierda, mientras que con la otra nos apuntaba con un reluciente revólver.

—¡Carter, maldito sea! —exclamé irritado.

—¡Cállese, inspector! —bramó colérico—. Están los dos detenidos —añadió el agente especial—. Se lo dije, Abberline, le avisé que le vigilaría muy de cerca… Y parece ser que mis indagaciones han dado su fruto. ¡Pactando con delincuentes en plena vía pública…! Esto le costará caro.

Tragué saliva con extraordinaria dificultad.

—Mire, Carter, yo… —intenté decir.

—He ordenado que se calle —me dijo aquel hombre llegado de la India con voz glacial—. Inspector Abberline, le informo que está suspendido del caso y quién sabe si también de empleo y privilegios. Por lo pronto, está detenido por ocultar pruebas a un agente especial…

—¿Pruebas? ¿Qué pruebas? —exigí en voz alta.

Carter me ignoró.

—Y, además, le acuso por encubrir a un asesino a sueldo buscado por el Imperio —miró con dureza al protector de las chicas de la calle—. Y usted, señor Grey…, he de decirle que me ha causado más de un quebradero de cabeza.

—Ha sido un placer, sin duda alguna —repuso el viejo con ironía.

Carter soltó una risa corta y bastante desdeñosa.

—Incluso yo, justo es reconocerlo, pensaba que estaba muerto —afirmó en tono lúgubre—. No sé si es consciente de que es usted el asesino a sueldo más buscado en todo el Imperio británico… Supongo que no hace falta que le lea su lista de crímenes cometidos.

—No, no es necesario. Dios ya me la leerá el día del Juicio Final… —repuso Nathan rotundo, aunque con cierta jocosidad.

—Una sabia decisión… —Carter sonrió de forma diabólica—. Ahora les ruego que se den la vuelta para ser esposados.

El agente especial enviado por la reina Victoria sacó dos pares de esposas de su gabardina, y nosotros le obedecimos sin rechistar lo más mínimo y al instante, dándonos la vuelta.

De repente, me di cuenta de que Grey observaba las sombras de la plaza con ojos de ave rapaz y daba un respingo. Carter me puso las manos en la espalda. Nathan Grey abrió mucho los ojos y nos gritó a pleno pulmón:

—¡Al suelo!

Debido a mi instinto profesional, obedecí de inmediato, al igual que Carter, quien hubiera hecho mejor quedándose de pie, el muy hijo de puta.

Una ráfaga de disparos pasó volando por encima de nosotros, proveniente de entre la oscuridad de la calle. Me arrastré tras los cubos de basura con Grey y Carter, y los tres nos cubrimos.

—¡Joder! —exclamé furioso a más no poder—. ¿Qué coño es esto? —pregunté al aire.

—¡Unos carbones que intentan matarnos, inspector! —me respondió el viejo Grey.

—Pero… ¿por qué? —quiso saber Carter.

—¡Por su culpa! —le recriminó Grey con gran acritud—. Usted tiene arma… Cúbrame por lo menos mientras intento coger las nuestras —le ordenó más que le pidió, y es que no había tiempo para perderlo en fiorituras dialécticas.

El agente especial se incorporó y disparó tres veces hacia la oscuridad, en la dirección donde sonaron los tiros de nuestros enemigos. Mientras, el curtido sicario se arrastró por el suelo de Mitre Square como una serpiente africana hasta mi revólver y su recortada. Me arrojó con pericia el arma corta, tras cubrirse detrás de un carro que había en medio de la plaza, cerca de nosotros.

Empuñé mi revólver con suprema decisión y cubrí a Carter, a la vez que este se deslizaba hasta el carro donde le esperaba Grey, ya en posición de cuerpo en tierra, disparando con su recortada. Después, mientras ellos abrían fuego, yo me arrastré hasta la cobertura que nos proporcionaba el carro.

Observé las casas fugazmente. La gente se había despertado al oír los tiros. Nuestros enemigos nos cercaban. Eran más y tiraban mejor. Se lo hice saber a Grey. Su respuesta me tranquilizó algo.

—¡No se preocupe! —bramó el frío sicario—. ¡Elegí Mitre Square por algo! —añadió, sin perder de vista la posición que cubría.

Grey llamó a Carter y le ordenó que le siguiera. De ese modo, nos arrastramos todos detrás del carro hasta un callejón. Mientras el agente especial y yo disparábamos, Nathan se paró frente a una alcantarilla. Tiró de la tapa de hierro forjado y la abrió, de modo que dejó al descubierto un angosto túnel. Carter se coló por él, seguido del sicario y yo, el último.

Aterricé
en una superficie fangosa y maloliente. Nos encontrábamos en las alcantarillas de East End. Olía fatal. Es más, el hedor aquel se hacía casi irrespirable. Oí los ruidos que hacían algunas de las ratas que pululaban por allí, las cuales eran muy grandes y peludas…

Grey frotó una cerilla contra la superficie del túnel y nos iluminó el camino que debíamos seguir.

—Si vamos por aquí —indicó con su recortada—, saldremos por Commercial Street. Dense prisa, pues esos hijos de mala madre no tardarán en buscarnos. Tengan sus armas a mano… por los caimanes. Ya saben…

Los tres nos introdujimos en el angosto y fétido túnel, temiendo que un gran monstruo de fauces enormes y blanco como la nieve saltase de entre la mierda del canal y nos devorase. Pero, al menos aparentemente, por allí solo había roedores capaces de atravesar nuestro calzado con sus afilados colmillos.

De nuestro trayecto hasta la comisaría solo cabe decir que anduvimos en las tinieblas de las pestilentes alcantarillas de la ciudad y que, en efecto, nos topamos con un caimán que Grey despachó con ayuda de su recortada.

Cuando logramos salir a la calle, tuvimos que escondernos nada más tomar pie en Whitechapel, debido a la presencia de varios tipos siniestros, todos vestidos de negro, que parecían patrullar el distrito.

Nos metimos en la comisaría y tomamos prestado el coche de Lancaster, pues no era seguro quedarse en Whitechapel aquella maldita noche.

Recorrimos todo Londres hacia mi piso en Whitehall. Subimos por las escaleras sin hacer ruido, para no alertar a la señora Hawk, y entramos en mi casa. El viejo Grey, siempre desconfiado, oteó la calle desde la ventana de mi salón y corrió seguidamente todas las cortinas. Encendí la lámpara de gas de mi escritorio y, agotado por tanta tensión, me dejé caer en una de las butacas. Carter tomó asiento también. Respiró hondo y luego nos preguntó:

—Quisiera que alguien me explicase por qué diablos han intentado matarnos en Mitre Square.

—El problema es que nosotros tampoco lo sabemos —admití pesaroso—. Pero ya nos hemos topado con esos tipos otra vez… Bueno, en realidad fue Nathan quien se los encontró; sin duda alguna, son los mismos que les atacaron a Natalie y a usted en Buck's Row.

—Sin duda alguna —corroboró Grey.

—Aquí hay algo gordo —opiné, y mirando al agente especial, le pregunté—. ¿Cuáles son sus órdenes, agente Carter?

—Encontrar al asesino e impedir que continúe con su macabro juego —replicó mecánicamente.

—Eso lo puedo hacer yo solo —afirmé convencido—. Ahora bien, hay algo que me preocupa sobremanera y que no entiendo…

—Suéltelo —pidió él.

—¿Por qué enviar a un agente especial del Imperio, además desde un lugar tan lejano como la India, hasta Whitechapel para detener a un asesino de putas? ¿Me lo puede explicar?

Carter carraspeó un poco.

—Bueno, verá… El caso le preocupa mucho a Su Majestad… —Carter se desperezó y estiró las piernas antes de continuar—. La prensa y la gente están creando un malestar que podría llevar a la desintegración del Imperio. Los socialistas…

No pudo continuar, ya que Grey le interrumpió.

—¿Un asesino de prostitutas puede dar al traste con todo el Imperio británico? —inquirió, asombrado ante lo que acababa de escuchar—. Me parece muy exagerado.

—Solo cumplo órdenes. No me dedico a preguntar —argumentó Carter.

Intervine en aquella charla pseudopolítica que no nos llevaba a ninguna parte.

—Pueden quedarse aquí esta noche —les invité para evitar el tema de conversación que yo mismo había sacado—. Londres es peligroso para los tres.

Y así fue. Carter y Grey permanecieron en mi piso hasta que se hizo de día. Los tres pasamos la noche hablando y vigilando por la ventana, temerosos de que nos hubieran seguido. Una vez más, nos equivocamos.

Dejé a Nathan y al agente especial al comienzo de Whitechapel Road y me dirigí hacia la comisaría. Me inventé una excusa por haberme llevado el coche de Lancaster y subí a mi despacho. Para mi sorpresa, el jefe Swanson y el doctor Phillips me esperaban allí, acompañados del sargento Carnahan.

—Pasa, Fred —me indicó Swanson, ceñudo.

Colgué mi gabardina del perchero, literalmente abarrotado por los sombreros y abrigos de mis visitantes, y ocupé mi asiento ante la mesa.

Donald Swanson fumaba de su pipa y despedía varias bocanadas de humo gris por la boca.

—¿A qué se debe esta temprana visita? —pregunté interesado.

Los rostros serios de mis visitantes se clavaron con mayor intensidad, si cabe, en mí.

—¿Qué ocurre…? —quise saber. Fue el jefe Swanson quien respondió:

—Sir Charles me ha citado y ha vuelto a amonestar al departamento, Fred.

—¡Joder! ¿Hay más reducción de sueldos? —había soltado lo primero que me vino a la cabeza.

—No, aún es peor… Me ha amenazado con apartarte del caso y con suspender al doctor —dijo Swanson con extrema gravedad.

Me quedé atónito, con la boca abierta.

—Pero… ¿por qué? —repliqué con un hilo de voz.

—Por ese jodido periodista, inspector —explicó el sargento—. Ese tipo de las fotografías a los cadáveres está poniendo a todo Londres en contra de la Policía metropolitana. Hay gente que insulta a los agentes cuando hacen guardia por las calles o les intentan golpear con algo. La ciudadanía protesta y está asustada por lo que se publica en esos malditos periódicos. Y el Comité de Vigilancia tampoco ayuda precisamente mucho…

—Sir Charles piensa que se te está escapando el tema de las manos, Fred.

—¡Y una mierda! —exclamé indignado—. ¡Si se me está yendo esto de las manos, es por su puta culpa! —había reventado. Era demasiada tensión acumulada.

—Ya lo sabemos, Fred —opinó el doctor en tono mesurado—. Pero no sirve de nada gritar… Los periodistas nos atacan día a día. Y ya no sé qué más excusas inventarme. Si algún forense de la Escuela de Medicina lee con atención los embustes que les suelto a los periodistas, te aseguro que me expulsarán de ese centro docente.

El jefe Swanson dio una larga chupada a su pipa antes de comentar:

—Debemos hacer algo… —propuso a media voz—. Tendrá que ser algo que mantenga ocupados a los periodistas y a Sir Charles…

—¿Y si nos inventáramos un sospechoso? —sugirió el sargento.

—¿Cómo dice? —pregunté, realmente confundido.

—Sí, inspector, se trata de buscar un sospechoso; uno inventado, por supuesto. En el fondo, es lo que todos persiguen. Si se lo proporcionamos nosotros, se liarán a buscarlo y nos dejarán en paz —argumentó Carnahan.

—Es una buena idea… —convino el jefe Swanson—. A fin de cuentas…, ¿qué podemos perder con ello? —la interrogación se quedó sin respuesta; solo yo opté por encoger los hombros.

Pasamos el resto de la mañana y parte de la tarde —no comimos— buscando pruebas entre los informes, sobre posibles asesinos nunca encontrados, sujetos inventados por la gente o los periódicos…

Poco a poco, dios empezó a recoger sus luces y la ciudad comenzó a oscurecerse. Los faroleros procedieron a la encendida de farolas de gas. Entre tanto, les había referido a mis tres cómplices toda la historia sobre los sucesos acaecidos la pasada noche.

—¿Qué te hace pensar que ese agente especial guardará silencio? —me espetó Swanson tras rascarse la nariz—. Como se le ocurra decirle a Sir Charles Warren que pactas con un asesino a sueldo…, entonces si que no doy ni tres peniques por tu empleo y tu persona —apostilló, pasándose luego el índice derecho por el cuello.

—Grey y yo le salvamos el culo y creo que él lo sabe —mi razonamiento era congruente—. Si no…, bueno, podéis pasar a visitarme a mi casa… Estaré allí todo el día —bromeé.

El sargento me rió la gracia y Swanson también lo hizo. El doctor Phillips seguía enfrascado en sus informes, con una concentración digna de un fakir de los que caminan por brasas en la India. De repente alzó la cabeza y, entusiasmado, nos miró a través de sus lentes redondas.

—Aquí hay algo —nos acercamos a él y miré el informe—. Este caso lo investigó hace años el sargento Thick antes de que ingresaras en el cuerpo, Fred —añadió, mirándome después fijamente.

—¡Ah, sí! —exclamó Swanson moviendo la cabeza de arriba abajo—. ¡Ya me acuerdo! Fue el famoso
Leather Aprom
—le dio una buena calada a su pipa.

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