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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (27 page)

Ambos abandonamos el despacho de Sir Charles Warren y, posteriormente, el edificio de Scotland Yard.

—¿Adonde quiere llegar con todo esto, Carter? —le espeté mientras un coche nos conducía hasta la comisaría.

—Debo supervisarle, inspector. Le recuerdo que mi deber es informarme de todos los pasos que usted dé.

—No me refiero a eso… ¿Por qué no le ha contado nada de Nathan Grey a Sir Charles? —pregunté intrigado.

—Como ya le he dicho, inspector, mi deber consiste en seguir sus pasos, no en dirigirle a usted. Sir Charles es quien se encarga de supervisarle, no yo… —matizó, tras torcer el gesto—. Además, él solo da el visto bueno a mi acción; no me supervisa ni me dirige. Mis órdenes llegan de mucho más arriba. Ya me entiende… —concluyó.

Nos sumimos en un profundo silencio, que yo rompí al introducirnos en el barrio de Lambeth, donde le di las indicaciones pertinentes al cochero. El coche se detuvo frente a una casa de gente pudiente, ante la cual nos apeamos. Pagué al conductor, y este se fue silbando una cancioncilla de moda en las tabernas del puerto.

—Número 59… —indiqué con voz queda—. Es en el segundo piso.

Penetramos en el edificio. Un portero nos salió al paso para pedir explicaciones. Le enseñé mi placa y el hombre se amilanó.

Subimos hasta el segundo piso y llamamos al timbre de la casa del señor Curtis. Un varón relativamente joven, con un inequívoco aspecto de rata de biblioteca y que ya estaba empezaba a sufrir de alopecia, nos interrogó con la mirada al abrir la puerta.

—¿Qué desean, señores? —preguntó con frialdad. El tono de mi réplica fue grave.

—Soy el inspector Abberline, del Departamento de Investigación Criminal. Este caballero es el agente especial Carter.

El rostro del hombre se tornó pálido. Profirió algo parecido a un gemido y luego salió corriendo hacia el interior de su casa. Sin lugar a dudas, aquel era nuestro hombre. No solo por su repentina huida, sino porque conocía demasiado bien aquella espalda.

Blasfemé y corrí tras el periodista. Carter me siguió en silencio, pero con el rostro crispado. Ninguno de los dos había traído armas. En otra situación, un tiro al aire habría bastado para acobardar a ese personajillo de la prensa más chapucera.

Lo primero que vi fue un pequeño pasillo que comunicaba con otras habitaciones. Corrí hasta la que tenía la puerta entornada y entré. Era un despacho profesional, ocupado tan solo por estanterías repletas de libros y por una mesa abarrotada de papeles.

Curtis estaba con medio cuerpo en el exterior, intentando saltar una estrecha ventana abierta. Pretendía escapar… Tiré con fuerza de uno de sus brazos y lo conseguí meter en la habitación. El hombre cayó al suelo.

—Está detenido… —le avisé con voz áspera—. Por resistencia a la autoridad y por publicar fotografías no permitidas.

—¿Por qué lo hizo? —inquirió Carter, impaciente.

El hombre se puso en pie y titubeó antes de responder.

—Supongo que mi confesión servirá de ayuda en mi juicio.

—Puede ser —repuso el agente especial.

—Está bien. Me pagaron para que escribiera todo eso. Los artículos, las fotografías… Son todos míos —confesó cabizbajo. Sudaba por la tensión interior.

—Ya…, ¿y las cartas? —quise saber.

—Solo son mías las escritas con tinta. Les juro que yo no soy el autor de los mensajes en sangre —argumentó Curtis.

Me pasé la lengua por los labios.

—¿Y sabe quién es? —le pregunté cara a cara.

—Claro que no… —balbuceó el periodista—. Se lo juro: no lo sé. A mí me pagaban por las fotografías y el material escrito… No sé nada más —añadió. Movía sus manos de forma intranquila.

Carter le apuntó con el cabezal de su bastón.

—¿Quién le contrató? —preguntó con voz gélida.

El profesional de la información temblaba de pies a cabeza.

—No…, no puedo decirlo… —farfulló con la angustia reflejada en su expresión—. Me matarían… —musitó aterrado.

El agente especial lo miró inquisitoriamente. Su orden sonó tan terminante como lacónica.

—¡Dígamelo!

—Está bien —se secó el sudor de la frente con el puño de su camisa—. Si repiten lo que voy a decirles, caballeros, nuestras vidas no valdrán ni un penique. Esto es algo grave. No es un simple asesino de prostitutas. Es algo que va mucho más lejos…

Carter y yo cruzamos una rápida e inquieta mirada.

—¿Qué insinúa? —inquirí alterado—. ¡Hable de una vez, hombre! —le espeté con rabia mal contenida.

—Verán…, los tipos que me contrataron…

El agente especial de Su Graciosa Majestad se había puesto recto y oteaba la habitación con sus ojos de halcón buscando presas. ¿Acaso intuía algo? ¿Tenía oído de cazador experimentado? De improviso, tiró la mesa al suelo y los papeles volaron libres. Me empujó al suelo y él se tiró también.

En ese preciso instante, un tipo con una gabardina negra pegó una patada a la puerta del despacho y apuntó al periodista con su revólver.

Curtis recibió un tiro mortal en el pecho y se desplomó como un fardo que se arroja al suelo.

Carter saltó de detrás de la mesa de trabajo empuñando su bastón. Ni me fijé en la magnitud de aquel acto suicida del agente especial.

Curtis cayó a mi lado, escupiendo sangre. Me asió con ambas manos y me susurró al oído:

—El cuervo y el demente… Los
juwes
… —no pudo pronunciar más palabras. Escupió más sangre y soltó un estertor de muerte. Exhaló el último aliento y falleció.

Saqué la cabeza por encima del parapeto y lo que vi me dejó helado.

Carter se batía contra tres hombres, solo con su inseparable bastón, y con una rapidez inusual; si alguien me hubiera hablado de esta cualidad del agente especial la primera vez que le vi, no lo hubiera creído.

Mi acompañante asió su bastón con ambas manos y obligó a uno de los tipos a levantar el revólver que empuñaba. La bala chocó contra el techo. Mientras, le propinó una brutal patada en el pecho a otro hombre que, traicionero, venía por detrás y cayó pesadamente al suelo. Después, Carter le pegó una tremenda pata en el estómago al tipo al que había desviado su disparo, todo ello en una terrible y veloz sucesión de movimientos, lo que hizo que este cayese de espaldas contra el suelo. Me arrojé contra otro de los hombres que intentaba atacar a Carter y le propiné un sonoro puñetazo en pleno rostro.

Todavía tiemblo al pensar en lo que nos hubiese pasado a Carter y a mí si aquellos personajes hubiesen tenido la oportunidad de disparar sus armas.

Los tres yacían en el suelo inconscientes.

—¡Joder! —exclamé maravillado por lo que acaba de contemplar—. ¿Dónde ha aprendido usted a hacer eso? —quise saber muy intrigado.

El agente especial esbozó una tenue sonrisa de triunfo, mientras no dejaba de vigilar a aquellos sicarios.

—En Japón —contestó conciso.

—¿Artes marciales?

—Algo parecido —se limitó a decir.

El sonido de varias armas amartillándose me sobresaltó bastante. Tres hombres nos encañonaban con sendos rifles. Un tipo con una cicatriz en la cara se adelantó. Vestía la misma gabardina que los demás.

—¿Quién coño son ustedes? —interpeló fríamente.

—Eso mismo es lo que nos preguntamos nosotros —respondí con todo descaro.

—Agente Ichabod Crow, del Departamento de Seguridad Interior —repuso con soberbia el hombre que llevaba la voz cantante, como si aquellas palabras lo resolvieran todo.

Me tocaba a mí hacer las presentaciones.

—Soy el inspector Abberline, del Departamento de Investigación Criminal, y este señor, el agente especial Carter. Han interrumpido una acción policial —añadí con cierta dureza.

—Y ustedes han interrumpido una operación que llevábamos meses planeando —avisó Crow con sequedad.

—¡Ese nombre iba a confesar! ¡Era vital que viviese! —grité.

—No es mi problema, inspector. Para mí era vital que muriese —argumentó Crow—. Era un sujeto peligroso que amenazaba la seguridad del Imperio.

Carter y yo nos miramos con furia.

—¿Un periodista, amenazar la seguridad del Imperio? —le espeté raudo e incrédulo—. ¡Por favor!

El tipo aquel me miró de forma amenazante.

—Se acordará de esto, inspector. Elevaré una queja en toda regla a su superior. No le quepa duda —recalcó—. Y ahora, si me disculpan…

Nos invitó a marchar con un gesto adusto que pretendía ser amable.

—¡El Departamento de Seguridad Interior! —exclamó el sargento Carnahan.

Donald Swanson me miró con preocupación. Lo hizo mientras fumaba de su inseparable pipa. El doctor Phillips bebía café en silencio. Aunque la cafetería de Larry estaba más llena que de costumbre y había un bullicio general, le recriminé al suboficial a mis órdenes:

—¡Joder, sargento, hable más bajo por el amor de dios!

Swanson tenía el ceño muy fruncido, y tanto de su boca como de su nariz salía humo.

—Esto ya es serio, Fred —me previno en voz baja—. No se trata de tres mujeres despedazadas simplemente… Hay algo gordo detrás de todo esto —afirmó casi en un susurro y mirando alrededor por precaución.

—¿Qué te hace pensar que el objetivo de ese Crow era impedir que Curtis hablase? —preguntó el doctor.

—Creo que Curtis tenía algo que ver con
el Destripador
. Alguien le pagó para que tomase las fotografías y escribiese esas chorradas. Es alguien al que le interesa que se dé mucha publicidad al asunto… O tal vez alguien a quien le conviene que estemos fuera del caso —argumenté convencido de lo que expresaba en tono mesurado.

—¿Por qué dices eso? —quiso saber Swanson.

—Recordad las palabras de Sir Charles desde el asesinato de Martha Tabram: "No quiero darle publicidad al asunto… A riesgo de perder sus empleos". Podría querer que abandonásemos el caso. Sir Charles podría estar ocultando a alguien —respondí, bajando aún más la voz.

Swanson puso los ojos como platos. No daba crédito a lo que acababa de escuchar.

—¡Por dios, Fred, estás hablando de Sir Charles Warren! —estalló—. ¡Estás acusando al mandamás de Scotland Yard!

Me encogí de hombros.

—Por eso precisamente —insistí con voz queda—, aunque quizás no esté ocultando algo… A lo mejor simplemente se oculte a sí mismo…

—Eso es una acusación más seria, Fred —intervino Phillips.

El galeno ladeaba la cabeza pensativo.

—Pero encaja —aventuré, aun a riesgo de parecer un lunático.

Por las miradas de los tres hombres que me acompañaban, deduje que pensaban igual que yo. Los cuatro nos sumimos tras ello en un incómodo silencio, que el buen sargento Carnahan logró romper al contarnos algunos de sus chistes. Sin embargo, solo reímos a medias. Con lo que se nos venía encima, no estábamos precisamente para bromas…

34

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

—¡Esto es inadmisible, inspector! —bramó Sir Charles Warren, fuera de sí.

Nos encontrábamos en su despacho, y el jefe de la Policía metropolitana fumaba otro apestoso cigarro de tabaco hindú. Una vez más tocaba soportar, además de su genio, aquellas molestas nubes.

Carter estaba a mi lado, acompañado por el jefe Swanson.

—Con el debido respeto, Sir Charles, nosotros solo cumplimos con nuestro deber —nos defendió el agente especial.

—¡Su deber! —coreó Sir Charles—. ¡Inspector Abberline! —exclamó irritado—. Tenga en gracia referirle al agente Carter la ley de oro de la Policía metropolitana en casos de encontronazos con Seguridad Interior.

Miré a Carter arqueando las cejas.

—Debemos apartarnos del caso y dejarles vía libre, pues es seguro que los agentes del Departamento de Seguridad Interior tienen que cumplir cometidos más importantes que los nuestros —enuncié mecánicamente. Me sabía aquella estúpida regla de memoria. No era la primera vez que Seguridad Interior elevaba una queja contra la Policía metropolitana por mi culpa. La última tuvo que ver con el atentado en la Torre de Londres y fue causa directa de mi asignación a Whitechapel.

—Sir Charles, eso es ridículo… —comenzó a decir Carter, que no entendía aquella maldita norma.

Por la mirada que Swanson le dirigió al agente especial, creí adivinar sus encendidos pensamientos: "¿Quién cojones se cree que es?". Yo también lo pensé. No se interrumpía ni se le echaba nada en cara a Sir Charles Warren.

Alguien llamó a la puerta. Fue algo oportuno, ya que el jefazo de Scotland Yard parecía a punto de estallar, pero no lo hizo. Era poderoso, aunque no tanto como para enfrentarse a un agente especial recomendado por la mismísima reina Victoria. Incluso él temía a los agentes del Imperio británico.

El secretario de Warren entró en el despacho.

—Siento interrumpirle, Sir Charles, pero Sir Howard Livesey ha llegado.

—Hágale pasar —ordenó tajante el jefe de la Policía metropolitana.

El secretario se hizo a un lado e Ichabod Crow y otro hombre —al que de inmediato identifiqué como Sir Howard Livesey, director del Departamento de Seguridad Interior— entraron en el amplio despacho.

Sir Howard había sido un general sanguinario establecido en la India que, al igual que a Sir Charles Warren, Victoria I, en su gracia, había tenido la buena ocurrencia de sacarlo del gran territorio asiático para ponerlo al frente de Seguridad Interior.

—Buenas tardes, Sir Charles —saludó Livesey con glacial cortesía—. Me alegra volver a verle… Al igual que a ustedes, jefe Swanson e inspector Abberline —nos miró a todos. Su cinismo no tenía límites.

Warren levantó las palmas de las manos.

—La lástima es que solo disfrutemos de su compañía en estas situaciones, Sir Howard —expresó en tono neutro.

—En efecto, es una verdadera lástima —coreó Livesey—. Les presento a Ichabod Crow, mi lugarteniente, al que creo que ya conocen…

Crow nos dirigió una insolente inclinación de cabeza a Carter y a mí. Livesey tomó asiento frente a Sir Charles.

—Por desgracia, amigo mío, la razón de mi visita es bastante pesarosa para ambos —detestaba aquel tipo por su insolencia—. Me han informado de ciertas irregularidades cometidas por sus agentes…

—Créame, Sir Howard, nadie está tan consternado como yo —repuso Warren—. Aunque supongo que el inspector Abberline, a pesar de sus continuas incompetencias —me miró interrogativamente mientras se atusaba el bigote—, no intentó echar a perder su operación adrede.

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