Sir Charles Warren defendiéndome… No podía creer lo que estaba oyendo. Últimamente esto ocurría muy a menudo, y por eso mismo me pregunté si había empezado a caerle bien después de todo…
Sir Howard Livesey contraatacó con dureza.
—Sin embargo, el expediente del inspector deja mucho que desear, Sir Charles. Confío plenamente en su palabra, pero, y estará de acuerdo conmigo, el inspector Abberline, aunque por ignorancia, estuvo a punto de arruinar una operación sumamente importante. Además, él y el agente Carter agredieron a varios de mis agentes.
El jefe Swanson no pudo soportar más sin intervenir.
—Con el debido respeto, señor, he de alegar en defensa del inspector Abberline que los agentes de Seguridad Interior no lucen ningún distintivo que los diferencie de vulgares asesinos o criminales —afirmó con toda entereza.
—Eso es porque las misiones que mi departamento lleva a cabo son clandestinas y realizadas con la mayor discreción posible, siempre en pro de la seguridad del Imperio, jefe Swanson —se justificó Livesey.
—Bueno, espero que coincidamos en que sus agentes sí que arruinaron el testimonio de un testigo vital para nuestro caso —intervino Sir Charles—. Pero estoy de acuerdo en que el inspector Abberline reciba una amonestación verbal de acuerdo con su intromisión. Desde ahora, le garantizo que el agente especial Carter se encargará de la representación del Departamento de Investigación Criminal en Whitechapel y será también la cabeza del caso del Destripador. Aunque los privilegios y el sueldo del inspector no se modificarán en absoluto, deberá atenerse siempre a las decisiones del agente especial Carter hasta que yo lo crea conveniente.
Swanson me apoyó una mano amiga en el hombro. Fue entonces cuando me percaté de que temblaba de pies a cabeza de ira, incapaz de controlarme ante aquella injusta situación.
El jefe de Seguridad Interior asintió complacido.
—Estoy de acuerdo —apostilló.
El coche de Lancaster nos esperaba en la puerta del edificio de Scotland Yard. Abrí la puerta de golpe y me introduje en él. Carter detuvo el cierre con la mano izquierda.
—¿Qué quiere ahora? —le pregunté de muy malos modos.
—Solo decirle, para que quede bien claro entre nosotros, que aunque Sir Charles Warren diga lo contrario, usted seguirá representando al Departamento de Investigación Criminal en Whitechapel y estará al frente del caso del Destripador —su tono era de una extraordinaria firmeza—. Mis órdenes son supervisarle y elaborar un informe, no dirigir una comisaría.
El agente especial se introdujo en el coche y este comenzó a moverse en dirección a East End.
—¿Por qué hace esto? —pregunté bastante sorprendido.
—¿El qué…?
—Ayudarme, en vez de arruinarme la vida, tal y como hacen el resto de agentes del Imperio.
Carter soltó una corta risa.
—Eso son leyendas urbanas —aseguró—. A veces, los seres humanos se ayudan. Sé que es difícil en una ciudad como Londres, pero no imposible. Además, he de decirle que tiene usted el privilegio de no caerme demasiado mal.
Sonreí ante ese sarcasmo.
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Dorset Street ofrecía un aspecto amenazador a aquella hora de la noche. Las sombras y la niebla lo cubrían prácticamente todo y como siempre, yo iba pensando en que una mano que empuñaba un cuchillo emergería de entre la oscuridad y me asestaría varios golpes mortales de necesidad, hasta matarme en un charco de sangre.
Me envolví bien en mi viejo chal de lana, para intentar combatir aquel maldito frío que me calaba hasta los huesos. Hacía rato que las chicas y yo nos habíamos separado en el Ten Bells, para cubrir más terreno y pillar clientes. Nos iba la vida en ello…
Ahora, ya pasadas las dos de la madrugada y tiritando como una enferma, caminaba entre los incontables borrachos que aparecían tumbados en las aceras y los pedigüeños, temiendo siempre por mi seguridad.
Había dejado ya a mi último cliente desfogado con su carga de semen descansando en un siniestro portal de Aldgate, después de obtener de él tres miserables peniques por mis servicios. Me aproximé hacia Miller's Court y atravesé con miedo el oscuro pasadizo que llevaba al patio. Nuestra casa estaba a oscuras. Supuse que las chicas no habían llegado aún.
Una mano me tapó la boca, mientras que otra me empujaba contra la pared del pasadizo que comunicaba con Miller's Court. Intenté gritar, pero la mano me apretaba la boca con férrea fuerza. Impotente, me debatí contra el desconocido.
—Natalie, por favor… Soy Nathan —me susurró el viejo Grey al oído derecho.
Dejé de resistirme y miré la cara del anciano. Lloré desconsoladamente por el susto y me abracé al que había sido mi segundo padre desde que mis progenitores murieron. Emocionado, el viejo Grey me estrechó entre sus brazos.
—¿Dónde has estado, Nathan? —sollocé, aunque inmensamente feliz de ver que aún vivía—. ¡Dios, Annie ha muerto! —exclamé desconsolada por su pérdida—. Y temo por la vida de las demás, Nathan…
El viejo soldado me tapó la boca con sus manos y me miró con sus ojos glaucos.
—Escucha con atención… Quiero que sepas que os vigilo y me preocupo por vosotras. No os puedo dar dinero todavía, pues no tengo nada, pero lo conseguiré… —su voz era muy firme—. Vosotras concentraos en pagar a los McGinty, nada más. Yo me ocuparé de ellos. Si necesitáis ayuda, acudid al inspector Abberline. Él sabrá qué hacer. Te puedes fiar de él… Cuida de las demás y cuídate tú.
Nathan me estrechó con fuerza y volvió a mirarme.
—Nos veremos pronto, Natalie. Lo prometo por mis muertos.
Mientras decía esto y ante mi impotencia por detenerle, Nathan se internó en la inquietante oscuridad de Dorset Street.
Lloré durante bastante tiempo, apoyada en la sucia pared del lúgubre pasadizo. Unos pasos que sonaron a mi espalda me sobresaltaron aún más.
—¿Natalie? ¿Qué te pasa, cariño? —me preguntó otra voz amiga. Era Mary.
Suspiré aliviada, antes de contestar a mi compañera de profesión:
—He visto a Nathan, Mary… Sí, lo he visto aquí mismo, ahora —insistí vehemente. Después volví a sollozar—. ¿Por qué cojones tiene que irse? ¡Nos van a matar a todas, joder! —escupí con rabia al suelo.
—El viejo Grey tiene siempre sus razones, Natalie. Ya deberías saberlo… —me dijo Mary convencida—. Anda, vamos adentro que aquí hace mucho frío.
Ella me cogió del brazo con suavidad y luego me trasladó hasta nuestra casa. Poco después llegaron las demás chicas.
—No podemos localizar a las demás prostitutas, capitán —informó el agente.
—Seguid buscando… ¡Joder! No pueden haber desaparecido de Whitechapel —gruñó Crow.
—¿Y el asesino?
—Debe ser eliminado cuanto antes —sentenció el oficial de Seguridad Interior.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Mason me había presentado a la mujer que tenía delante, Wihelmina Kominsky. Por su acento, deduje que era polaca.
Encendí la lámpara de mi escritorio y me desperecé antes de que la fémina entrara. Me había vuelto a quedar dormido en el despacho, y esta vez fue Mason y no el buen sargento Carnahan quien me había despertado. Me encendí un cigarrillo para terminar de despejarme y ordené un poco mi escritorio. Últimamente, el tabaco era casi mi único alimento.
La señora Kominsky era una mujer de mediana edad, con el cabello vetado de gris y demacrada. Por sus rasgos étnicos, parecía judía, hecho que confirmé tiempo después.
—Buenas tardes, inspector —me saludó.
Le indiqué que tomara asiento y la mujer obedeció con displicencia. Retorcía un pañuelo con marcado nerviosismo.
—Verá, inspector Abberline, he acudido a usted como último recurso que me queda —confesó enseguida—. Se dice por ahí que usted ayuda a la gente, aunque los problemas no sean asunto de la Policía.
Lógicamente, no hizo el más mínimo comentario a ese rumor de la calle.
—¿En qué puedo ayudarla, señora Kominsky? —pregunté sin más dilación.
—Es mi marido, inspector… —explicó, bajando la voz—. Hace días que no sale de su estudio en Leman Street. He ido a verle en varias ocasiones, pero no me contesta…
—¿Está segura de que el señor Kominsky está en su estudio?
—Los vecinos le oyen trastear arriba, pero en realidad no le han visto —la señora Kominsky retorció todavía más el pañuelo—. ¡Ay, dios mío! —gimió angustiada—. ¡Estoy tan preocupada! Aarom no está bien de la cabeza, señor inspector… Sufre alucinaciones y ataques constantemente. Yo le mantenía siempre vigilado, pero hace días se escapó y después supe que estaba en su estudio, en Leman Street.
—Señora Kominsky, esto no es asunto mío… —pensaba en la nimiedad del caso, además de en qué narices hacía yo escuchando esa historia tan llana.
—Sí que lo es, inspector… Bueno, yo… —farfulló. La mujer palideció aún más—. Creo que ha podido matar a alguien…
Miré a la mujer sobresaltado. Joder. Y si…
—¿Piensa usted que su marido es Jack
el Destripador
? —articulé en tono neutro.
La señora asintió. Las lágrimas afloraban en sus ojos.
—A veces se escapa y deambula solo por Londres. Sus hermanos y yo procuramos tenerle vigilado, pero… —la mujer reprimió un sollozo—. ¡Oh, dios! —exclamó preocupada.
—¿Es peligroso? —inquirí.
—No sabe lo que hace —se apresuró a decir Kominsky.
—¿Por qué no está en un sanatorio? —mi pregunta caía por su propio peso, pues era de pura lógica.
—Porque no le admiten allí. Dicen que su enfermedad no obliga a que esté bajo tratamiento. Pero yo no les creo, inspector. Cuando a Aarom le da un ataque, yo no puedo con él… Necesito la ayuda de mis tres hijos y también de mis cuñados.
La señora picó mi curiosidad.
—Enviaré a un agente a su estudio en Leman Street. Apúnteme la dirección si es tan amable —le indiqué. Ella cogió la pluma estilográfica Waterman's Ideal Fountain Pen que le tendí con manos algo temblorosas y escribió la dirección en un papel—. Muy bien, señora Kominsky. La mantendré informada.
—No le hagan daño, por favor —rogó con un hilo de voz.
La mujer se levantó y salió de mi despacho. En la puerta, se encontró con el sargento Carnahan. Este se quitó el sombrero hongo para saludarla y luego pasó a mi despacho, cerrando la puerta tras de sí.
—No se acomode, sargento… Debe ir al número 35 de Leman Street. Que Chandler y Barrett le acompañen —le avisé, mientras leía el papel que me había entregado la señora Kominsky—. Creo que tenemos al Destripador.
Mason penetró en mi estancia de trabajo.
—Telegrama del doctor Phillips para usted, inspector —anunció el agente, a la vez que dejaba en mi mesa un papel amarillento.
Llevaba horas deambulando por los límites de mi despacho; en ese momento miraba a través del ventanal y observaba el ajetreo de Commercial Street, mientras consumía ensimismado cigarrillo tras cigarrillo. Cuando Mason cerró la puerta, dejé el último cigarro a medias en el abarrotado cenicero de mi mesa y leí el telegrama:
Ven de inmediato al depósito de Old Montague Street.
Han reconocido a tu ahogada.
A principio no entendí de qué me hablaba, pero cuando lo hice, me levanté de un salto de mi silla y descolgué inmediatamente la chaqueta del perchero. Como una exhalación, salí de mi despacho y de la comisaría. Pedí un coche público y me dirigí hasta Old Montague Street.
Cuando el vehículo se detuvo al fin en la entrada del depósito de cadáveres, pagué al conductor y me precipité escaleras abajo, hacia el tenebroso sótano. Al entrar en él, un hedor repugnante estuvo a punto de hacerme caer al suelo. Olía a muerte, a maldita putrefacción. Aquello era para estómagos blindados.
El señor Mann se acercó a mí corriendo. Se cubría la nariz con un pañuelo. Se encontraba muy alterado.
—¡Esto es horrible, inspector! ¡Elevaré una queja formal contra el Departamento de Investigación Criminal! ¡Tener un cuerpo en descomposición durante tanto tiempo…! ¡Se acordarán de mí! —amenazó con el rostro muy contraído. Después, sin darme tiempo a reaccionar, el galeno vomitó a mis pies.
En un oportuno acto reflejo, me aparté de un ágil salto y dejé al supervisor con nuevas arcadas echando el resto en el suelo. Yo también me cubrí la nariz con un pañuelo. El hedor era insoportable y parecía venir de una camilla de al lado del doctor Phillips.
—Lo siento, Fred, pero no he podido venir a examinarlo antes —se disculpó—. Estoy hasta arriba de trabajo. Cuando llegué, Mann me informó que la habían reconocido —el forense sonreía. Parecía no molestarle el espantoso hedor que salía de la camilla, donde una sábana tapaba el cuerpo de la mujer de mi sueño.
A veces, dudaba sobre si mi viejo amigo médico tenía en realidad órganos nasales.
—Doctor, comprendo que esté expuesto a estos aromas durante todo el día, pero esto es insoportable incluso para usted —articulé con dificultad.
—¿Huele un poco fuerte el cadáver, verdad? Es porque ha estado mucho tiempo sumergido —añadió con asombrosa naturalidad—. Le calculo un año aproximadamente. Presenta un tiro a bocajarro en la nuca… ¿Quieres verlo? —me preguntó, agarrando uno de los pliegues de la sábana.
Hice una mueca de repugnancia.
—¡No, por favor! —le supliqué—. Me fío de su palabra.
—Te creía más duro, Fred —Phillips soltó una sonora carcajada.
—¿Quién es la difunta? —pregunté, obviando su humor negro.
—Annie Crook, trabajaba en una confitería de Cleveland Street —explicó el forense—. Sus padres la creían en compañía de su marido, un tal Albert, sin apellidos conocidos, pero al no encontrar a este ni tampoco a la hija de ambos, denunciaron su desaparición hace unos meses… Al final, la han encontrado.
—Parece ser que esto no nos dice nada —repuse un tanto desalentado—. Espero que el sargento Carnahan dé con la niña pronto… Si es que está viva, claro —añadí pesimista.
—Sé que no vale de nada, pero podrías visitar Cleveland Street e indagar sobre esta mujer… —me propuso el forense, observando pensativo la sábana que cubría el cadáver—. Tal vez descubras por qué sueñas tantas veces con su muerte…
—¿Más casos? No, por dios… Lo siento, doctor, pero con
el Destripador
ya voy cubierto.
Ambos salimos del depósito entre las amenazas verbales del señor Mann y sus nuevas arcadas. El aire puro me devolvió algo de color.