Los ojos encendidos de Mary advertían cómo iba a ser su réplica.
—¡Son mis invitadas, Joe! ¡Y vendrán aquí cuando a mí me salga del coño!
—¡Pues muy bien! —estalló él—. ¡Paga tú sola la puta habitación! ¡Te quedas sin mi dinero!
—Joe, no me hagas esto… —rogó ella, con el miedo metido en el cuerpo—. No te atrevas… —le avisó, cambiando radicalmente el tono de súplica.
Todas éramos conscientes de que sin la parte que pagaba Barnett el alquiler se nos subiría bastante y no podríamos pagarlo. Pero el varón se mantuvo inflexible en su postura.
—Está bien, Joe. No puedo darte dinero para que cedas… —Mary se desabrochó su blusa—. Chicas, esperad fuera, por favor.
Al final, Lizie y yo salimos cabizbajas de la habitación. Me senté en el suelo, apoyada contra la pared, y mi compañera de desventuras se dejó caer a mi lado, con expresión de abatimiento. Poco después, los gemidos de gozo de Mary —fingidos o reales— y el rítmico chirriar de la cama se dejaron oír desde el interior de la habitación. En un momento dado, ella debió sentirse sacudida por unos grandes espasmos de placer, que la forzaron a lanzar escandalosos gritos.
Lizie y yo no abrimos la boca para decir anda, ni siquiera nos miramos.
Entonces odié con toda mi alma al género masculino. Nos trataban a patadas, se creían superiores a nosotras y pensaban que solo existíamos para follar con ellos con
numeritos
diferentes, lavarles la ropa y hacerles la comida.
En ese momento llegó Kate haciendo eses. Olía fuertemente a alcohol barato y nos miró con sonrisa de boba antes de hablar.
—¿Qué hay de nuevo, mis zorras amigas? —graznó.
—¡Cállate, borracha! —le espetó Lizie malhumorada.
Me levanté y la cogí para evitar que se cayese. Kate se agarró a mí, riéndose de continuo. Temí que me echase la papilla de un momento a otro. Lizie la miró con disgusto, ladeando la cabeza.
—¡Ya has vuelto a gastarte todo el dinero en bebida! —le regañó, alzando una mano amenazadora.
—¿Y qué más te da? —repuso ella, quitándose la saliva de la comisura de los labios—. ¡Pronto moriremos, tonta sueca! Moriremos todas… Tú, Natalie, la guarra de Mary y yo, que estoy como una cuba… Moriremos como Annie, Polly y Martha. ¡Y yo moriré borracha! ¡Ja, ja, ja! —estalló en una alocada risotada.
—Deja de decir gilipolleces, Kate —intervine con desgana, cada vez más amargada ante aquella existencia que nos llevaba al abismo—. Nadie va a morir. La Policía detendrá a los McGinty… Ya sabes, o ellos o Nathan.
Kate se rió y lanzó un gran escupitajo contra una desconchada pared.
—¡Moriremos, tontas! ¡La palmaremos todas! Y yo subiré al cielo borracha y le diré a San Pedro: "Aquí estoy" —la infeliz volvió a reírse.
—¡Y él te mandará al infierno derecha, imbécil! —gritó Lizie.
Los chirridos de la vieja cama cesaron por completo. Unos pasos se aproximaron a la puerta y esta se abrió con fuerza. Joe Barnett salió de la habitación abotonándose los pantalones. El muy cabrón se quitó la gorra, nos saludó con guasa y se marchó del patio como si nada.
Lizie y yo cogimos a Kate de los brazos, entramos en la habitación y cerramos la chirriante puerta de aquel sucio cubil. Mary estaba desnuda y se cubría con una bata. Tenía los pechos blancos muy enrojecidos. Nos miró avergonzada.
Lizie cerró la puerta y yo senté a Kate en una silla, apoyándola contra una pared.
—Debía hacerlo, chicas… Si Joe no pagara la mitad del alquiler, no reuniríamos el dinero para los McGinty ni en seis meses… —intentó disculparse Mary.
—No tienes que explicarnos nada, Mary. Has hecho lo que has podido —argumentó Lizie.
Tomé asiento a su lado y, cariñosa, la rodeé con mis brazos. Lizie hizo lo mismo. Mary lloró quedamente en mi hombro. Eso era bueno, tenía que soltar tanta tensión, tanta humillación…
—Saldremos de esta situación, chicas —afirmé con poca voz y menos convencimiento, pero rezando para que así fuera.
Apoyada en la mesa y a la tenue luz de una vela de cera medio consumida, Kate comenzó a roncar como si tal cosa.
—Nos falta solo una libra, Mary, una puta libra… —comenté silbando las palabras—. Mañana, Lizie y yo iremos hasta Mulberry Street y buscaremos a esos cabrones y les pagaremos. Ya lo verás.
—¿Y yo? —preguntó Mary.
—Tu cuidarás de esta puta borracha —repuse con amargura, señalando a Kate.
Las tres nos quedamos en silencio, mirando el repicar del fuego en la chimenea.
—Odio a esos cabrones —dijo Mary en un susurro.
Se refería a los hombres en general. Para ellos, solo éramos fardos de carne para manosear y follar. Éramos pechos, caderas y muslos siempre dispuestos a ser sobados con lascivia, mientras soportábamos sus alcohólicos alientos. Ahora, además, nos habíamos convertido en sacos de carne a los que alguien debía destripar…
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
El hallazgo de la pequeña Alice Margaret Crook no había puesto ni un poco de orden en el desconcierto en que se hallaba sumido mi cerebro. Es más, planteaba más interrogantes; ¿quién era el padre? ¿Por qué diablos esos hombres mataron a su madre y no a su padre, ni tampoco a ella? ¿Por qué en vez de asesinarla la dejaron a las puertas de un hospicio? Eran demasiadas preguntas sin respuesta.
Desde la muerte de Michael Curtis no habían vuelto a enviar más cartas firmadas por
el Destripador
, así que tuve la suerte de vivir una especie de calma respecto a ese caso. No obstante, era la que precedía a la tempestad. Y digo especie de calma porque ya habían vuelto a aparecer nuevos sospechosos que decían ser nuestro inventado
Leather Aprom
, tales como Joseph Issenschmidt, un carnicero judío del que una vieja tabernera sospechó porque llevaba las manos tintas de sangre al acabar de degollar una ternera, y otro habitual, William Henry Piggot, un jodido loco que se creía a pies juntillas el asesino, pero que no sería capaz ni de degollar a una ternera, como hizo el señor Issenschmidt. Respecto a este tuve que mentir varias veces a la confiada prensa. Recuerdo mis propias palabras llenas de cinismo: "De todas las personas que hemos investigado, esta es la que mejor encaja en el perfil". Como siempre, me tocó citar a testigos para reconocer a los culpables e ingresar a uno de los sujetos en la prisión y al otro en un sanatorio de enfermos mentales.
Kominsky y Ostrog los había dejado por imposibles de momento, pues no veía forma de echarles el guante. No sabía cómo analizar aquellas dos desapariciones idénticas y encauzarlas para que encajasen. El buen sargento Carnahan recorría Londres sin descanso en busca de una pista que nos condujera hasta los dos desaparecidos. Hasta que llegó ese día, el 25 de septiembre.
El sargento entró en mi despacho como una exhalación, de modo que me despertó de un intranquilo sueño que tenía sobre mi escritorio.
—¡Arriba, inspector! —bramó con su vozarrón, zarandeándome a continuación sin contemplaciones.
—¿Se puede saber qué diablos quiere ahora, sargento? —protesté soñoliento.
—Creo haber encontrado al señor Kominsky, inspector. Tengo a la señora Kominsky abajo para proceder a la identificación. ¡Arréglese y baje de inmediato! —su tono era muy enérgico, como si fuese mi superior.
Carnahan salió del despacho.
Yo me desperecé y me incorporé con movimientos pausados. Era un crimen despertar a un ser humano de esa manera. Me puse mi gabardina y salí del habitáculo en el que prácticamente vivía.
El coche de Lancaster me esperaba en la puerta de la comisaría, acompañado de la pálida señora Kominsky y del sargento Carnahan. Saludé a la afligida mujer y los tres subimos al coche, que comenzó a moverse sobre unas ruedas a las que les faltaba grasa en los ejes.
—Y bien, sargento…, ¿adonde vamos? —preguntó Lancaster desde el asiento del conductor.
—Al Guy's Hospital, Benjamin. Y date prisa.
Avanzamos por un oscuro corredor lleno de puertas metálicas a los lados. Olía a heces, orines y humedad vieja. Nos tapamos la nariz. Tras las puertas se dejaban oír las conversaciones sin sentido de los dementes, los alaridos lastimeros y las lágrimas. Aquello era un averno en vida.
La señora Kominsky temblaba a mi lado, mientras seguíamos a un celador y al sargento Carnahan hasta la celda número 49. El hombre abrió la puerta metálica y nos dejó entrar.
—Dos tipos lo trajeron hace una semana. Murió hace algunos días y creemos que de sífilis —informó con voz impersonal—. No tenemos mucho sitio, así que le dejamos aquí —añadió tras encogerse de hombros, a modo de una justificación que no hacía falta.
Un escalofrío recorrió mi espalda, de hecho, alcanzó el final de la columna vertebral, al ver el horrible lugar que estábamos descubriendo con el alma en vilo. Era una sucia celda, maloliente, de escasas dimensiones y con pésima ventilación. Una camilla ocupaba el centro de la sala y una sábana blanca cubría un cadáver depositado en ella.
Carnahan dejó unas monedas en la palma del celador.
—Por las molestias… —susurró con media sonrisa forzada—. Y también por dejarnos a solas.
—Gracias, sargento.
El celador se marchó silbando entre dientes.
Mi subordinado cogió un pico de la sábana y yo hice lo propio con otro. Ambos descubrimos a un tiempo el rostro del difunto, tirando del tejido hacia el tórax. Un hombre de mediana edad, sucio, de tez pálida y demacrada se nos reveló al descubrir parte de la camilla. Maldecí mi profesión mientras sentía un nudo en el estómago.
—¿Es su marido, señora Kominsky? —pregunté con voz queda.
A modo de respuesta, la señora Kominsky comenzó a llorar de un modo desconsolado.
—¡Oh, dios! —musitó apenada—. ¡Mi pobre Aarom! La mujer sollozó con más fuerza, apoyándose ahora en el frío cuerpo de su marido muerto.
El sargento y yo nos miramos sin saber qué decir al respecto. Kominsky estaba muerto. Había sido trasladado a un sanatorio para enfermos mentales por dos tipos. Esto planteaba más interrogantes aún.
Sin embargo, la pregunta principal seguía siendo la misma, ¿por qué…?
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Al día siguiente y aunque parecía imposible, conseguimos las dieciséis libras de los McGinty, a pesar de que debimos renunciar a algunos caprichos. Era 30 de septiembre por la tarde, cuando Kate trajo los últimos peniques a casa. Juntamos todo el dinero en la mesa y lo pusimos a la luz del charco de cera en el que se había convertido nuestra última vela, pues la oscuridad comenzaba a cernirse de forma siniestra sobre Dorset Street.
—Bueno, ya está todo —afirmó Mary satisfecha—. Ahora viene lo difícil, chicas —añadió, dejando escapar luego un largo suspiro.
—Los McGinty solían parar por Mulberry Street. Lizie y yo iremos y les pagaremos…, ¿de acuerdo? —pregunté a mis tres compañeras.
—¡Muy bien! ¡Tomemos una copa en el Ringer antes! —exclamó Kate, siempre dispuesta a empinar el codo con cualquier cosa que contuviera alcohol—. ¡Por nuestras asquerosas vidas!
Nos pareció una buena idea, así que nos encaminamos hacia el Ringer. Pasamos el resto de la tarde allí, de trago en trago, hasta que Mary y la insaciable Kate comenzaron a ver las cosas bastante nubladas. Las dejamos en casa, y Lizie y yo marchamos hacia Mulberry Street.
Íbamos nerviosas. El peso de las dieciséis libras ganadas tan duramente nos acobardaba en demasía. Nunca habíamos llevado tanto dinero junto y temíamos a los ladrones y atracadores; por eso, no nos aventuramos por las callejuelas, sino que tomamos las calles principales, con más luz y gente.
Después de una caminata que se me antojó muy corta, penetramos en Mulberry Street y no tardamos en encontrarnos a dos tipos mal encarados, sucios y malolientes —¡y cómo les cantaba el aliento!—, que nos saludaron con las gorras al pasar.
—Disculpen, señores…, ¿pertenece alguno de ustedes a la banda de McGinty? —preguntó Lizie ingenuamente y de buenos modales.
Los hombres se pusieron tensos. Vi que uno hurgaba en su bolsillo. Temí entonces lo peor y, por lo que pude ver de reojo, mi compañera también.
—No se preocupen. Solo queremos pagarles el tributo establecido —dicho esto, Lizie extrajo el dinero y lo depositó en las ávidas manos de uno de aquellos impresentables hombres.
Nos guardamos muy bien de decir quiénes éramos. Ello nos hubiese costado la vida, dada nuestra proximidad con Nathan Grey.
—Deberían ser veintiocho, pero solo quedamos con vida cuatro de nosotras… —aventuró Lizie.
—Muy bien —repuso uno de los tipos. Me daba la impresión de que no sabían de qué diablos les hablábamos.
—¿Así que no nos harán nada a las que quedamos? —pregunté preocupada como estaba.
Aquellos tipos se miraron un segundo interrogativamente.
—¿Nada de qué…? —me preguntó uno de ellos.
—No…, no nos matarán…, ¿verdad que no? —insistió mi amiga—. No nos matarán como a Annie la Morena, Polly Nicholls o Martha Tabram… —se llevó las manos a la boca al nombrarlas.
—¿Sois las chicas de Nathan Grey? —inquirió el que había hurgado en su bolsillo.
Lizie se puso mortalmente pálida. Reaccioné de inmediato.
—¡Nathan Grey! —exclamé con fingida furia. Escupí al suelo—. ¡Ese maldito viejo! ¡Nos deja solas y se va por ahí! ¡No me hable de ese cabrón, de ese mal nacido!
Eso pareció calmar a los dos tipos.
—Muy bien, furcias. Marchaos de aquí y que no os volvamos a ver más —indicó uno de ellos.
—¿Pero no nos matarán? —preguntó Lizie con un hilo de voz.
—A ver si te enteras, puta. Nosotros no matamos a esas tipas… ¿Crees que seríamos tan tontos de echarnos a toda la poli de Londres encima? —dijo el de la navaja en el bolsillo.
Como para indicar que la conversación había acabado, ambos nos dieron la espalda y se marcharon satisfechos calle arriba.
Lizie y yo estábamos de piedra. Aquella nueva noticia nos había desconcertado. Me di cuenta de que necesitaba ayuda, que no podía conseguirla ya de Nathan.
Decidí hacer lo que debía haber hecho hacía mucho tiempo. Comencé a andar con decisión hacia la salida de la calle. Lizie me siguió, un tanto sorprendida de mi ritmo.
—Natalie… ¿adonde vas? —quiso saber, extrañada.
—A ver a la Poli…
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NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)