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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (29 page)

—¿Has oído la nueva? —me soltó Phillips—. El juez Baxter ha sido amonestado por
sembrar el pánico entre la población.
¿Qué te parece?

—¿Y eso? —pregunté pensativo.

—Al parecer, ha elaborado un informe en el que habla de un norteamericano que ha visitado algunos hospitales de Londres ofreciendo veinte libras por matrices de úteros —el doctor rió—. Es absurdo, Fred. Baxter alega que el útero es la principal prioridad del Destripador y que, debido a la oferta de ese yanqui, un demente se ha echado a las calles a matar furcias.

Reí a carcajada limpia.

—Joder… —susurré—. Le han debido echar una buena bronca.

Un coche se detuvo ante nosotros. Lancaster lo conducía.

—El sargento me envía a buscarle, inspector Abberline —explicó el conductor, preso del nerviosismo.

—¿Le ha atrapado? —quise saber. Miré la cara de desconcierto de Phillips—. Ya se lo explicaré, doctor.

—No exactamente… —musitó Lancaster.

—Joder, inspector —me saludó Carnahan—. Menos mal que ha venido…

—¿Qué diablos pasa, sargento? —pregunté, cada vez más intrigado.

—No sé qué pensar… —repuso con poca voz y de forma dubitativa.

Las escaleras hervían de curiosos que murmuraban según íbamos ascendiendo el sargento, el doctor Phillips y yo. El primero se detuvo frente a una puerta que presentaba signos de haber sido tirada abajo. Accedimos a un pasillo estrecho.

—En cuanto al señor Kominsky, solo puedo decirle que no está en casa —dijo el suboficial a la vez que se detenía frente a una puerta cerrada—. Y no sé dónde diablos puede estar.

Cada vez entendía menos aquello.

—¿Y para qué me ha hecho venir? —pregunté impaciente.

—Vea —me indicó mi subordinado, lacónico.

Empujó la puerta, que se abrió con un chirriar de bisagras mal engrasadas. Percibí un olor agrio, semejante al opio… "¡Joder!", pensé.

La habitación poseía una sola ventana, que estaba cerrada con cortinas negras. Como único mobiliario, tenía una mesa con dos sillas, una cama con dosel y una estufa. Sobre la mesa vimos un candelabro.

—Si todavía esta habitación no le recuerda a nada… —Carnahan, misterioso, se acercó a la estufa y abrió la portezuela de metal. Después introdujo la mano en ella y sacó algo de su interior; parecían hierbas secas y quemadas.

—Es opio —afirmó el doctor Phillips, respondiendo a mis pensamientos.

Aquella habitación era exactamente igual a la del doctor Ostrog, que el sargento y yo habíamos visitado hacía meses. Perplejo, fruncí el entrecejo.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —pensé instintivamente en la pregunta y las palabras afloraron de nuevo libres en mi garganta—. ¿Qué coño está ocurriendo aquí? Que alguien me lo explique…

37

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

Mi mente bullía entre ideas.

El caso Ostrog, que estaba enterrado en las profundidades de los archivos de la comisaría, volvió a mi mesa y acompañó al Kominsky. Dos casas, dos áticos y ambos alejados lo más posible de la gente. Eran dos tipos desaparecidos, dos tipos solitarios. También había dos estufas expendedoras de opio…

"¡Joder!", volví a pensar, aunque cada vez más desorientado.

Mi cerebro reventaba a cada nueva hipótesis y temí que estallase. Además, el juez Baxter y Sir Charles Warren habían comenzado a mandarme informes realizados por otros agentes, cada cual más absurdo. Había apuntado algunos interesantes en mi bloc de notas, pero el resto era pura basura.

"Dios…, ¿en qué puta locura estoy metido?", cavilé en la soledad de mi despacho.

En cuanto a la mujer de mis sueños, con su nombre se nos facilitaría la búsqueda de la niña, así que el sargento —además de buscar al desaparecido Kominsky— comenzó a husmear en los diferentes hospicios y orfanatos de Londres. Ahora solo faltaba el padre, al que, por extraño que me pareciera, yo había visto en alguna parte…

Miré el calendario que tenía ante mí. El buen sargento Carnahan se había molestado en arrancar las hojas —era el 7 de agosto hasta que mi fiel subordinado lo puso al día— y un vistoso 20 de septiembre se dejaba leer en él. Hoy era el día de la convención de medicina en el London Hospital.

Decidido a desobedecer todas las órdenes de Sir Charles, me puse mi chaqueta y salí de la comisaría. Y una vez fuera, pedí una calesa.

Puesto que el sargento Carnahan estaba buscando a Kominsky, Swanson no me dejaría ir y el doctor Phillips se encontraba agobiado de trabajo, decidí que mi acompañante idóneo para esta visita sería el agente especial. En el hotel donde este se alojaba —uno bastante lujoso, en Grosvenor Square—, me dijeron que el señor Carter había ido, como todas las mañanas, a ejercitarse al Hyde Park. Fue después cuando descubrí lo que significaba la palabra
ejercitarse
, pero en aquel momento no entendí aquella expresión.

Así que, más tarde, mi calesa se detuvo ante las férreas puertas del Hyde Park, el parque más grande de la capital británica. Me apeé y recorrí los caminos principales, entre señoras ricas y bien ataviadas, acompañadas de sus maridos y amigas. Imaginé el contraste que se daría si metiese en aquel hermoso recinto a alguno de los miserables elementos que poblaban East End.

No me costó dar con el agente especial. Estaba al lado del lago de serpenteante silueta. Se había situado en el centro de un enorme círculo de bustos de escayola, que representaban a personajes tales como Franklin, Newton… La camisa, el chaleco y la chaqueta estaban cuidadosamente doblados en el suelo, al lado del sombrero de copa. El agente estaba desnudo de cintura para arriba, y el dragón que nacía en su cabeza y que rodeaba el ojo se extendía por todo el tórax hasta que se perdía bajo los pantalones. Carter empuñaba el bastón y mantenía los ojos cerrados. Dos circunspectos criados le observaban.

Cuando abrí la boca para saludarle, el agente especial, aún con los ojos cerrados, cogió el bastón con ambas manos y me apuntó con el cabezal. Movió el bastón hacia atrás y golpeó el busto más próximo con la punta final de este. La figura cayó al suelo, donde Carter, con un rápido y mecánico movimiento de su arma letal, lo rompió en mil pedazos. El agente especial movió el bastón en círculos, por encima de su cabeza, y propinó un potente golpe a otro busto, que también rompió. Casi al instante, golpeó otro más con una fuerte patada y obtuvo idéntico resultado destructivo. Unas veces con los pies y otras ayudado de potentes puñetazos y bastonazos, Carter siguió pegando con furia las esculturas, hasta que de las doce que había en un principio solo quedó una en pie, a la que se quedó mirando fijamente. Sin previo aviso, Carter le lanzó su bastón con una fuerza increíble, todavía con los ojos cerrados. El cabezal de metal golpeó en la frente de la figura, que se rompió de inmediato. Aquello era en verdad impresionante. El agente pareció salir de su trance.

—Ah, inspector —me dijo—. Me alegro de volver a verle.

El agente especial recogió la camisa, el chaleco, el sombrero y la chaqueta, y luego se vistió con parsimonia.

—¿Qué desea? —inquirió ceñudo.

—Vengo a invitarle a un congreso de medicina en el London Hospital.

—Ya… Tengo entendido que Sir Charles le prohibió acercarse a cualquier congreso de medicina de Londres… —aventuró él.

Sonreí con sorna.

—Un amigo mío, el doctor Treeves, me dijo que estaría por allí durante el congreso —añadí, encogiéndome de hombros—. Solo quiero visitarle.

Carter sonrió también. Salió del círculo de bustos rotos y después de indicar a los criados que lo recogieran todo, tomamos uno de los senderos de Hyde Park hacia la salida.

—Inspector… —me habló luego de un largo silencio—, he de decirle que si hubiera querido suspenderle y privarle de su sueldo y privilegios, ya tendría más que motivos suficientes —no me lo tomé a mal porque su tono era marcadamente confidencial.

—He tenido suerte entonces —repliqué al instante. Observé como el agente especial extraía un reluciente monóculo de la chaqueta y se lo colocaba en el ojo derecho.

—¿Qué significan? —pregunté interesado.

—¿El qué…?

—Me refiero a sus tatuajes… ¿Qué son? —insistí.

El agente especial se había quedado ensimismado en la contemplación de dos ardillas que trepaban por un árbol próximo al sendero de gravilla y luego fijó su penetrante mirada en mí.

—Simbolizan un dragón. En Asia, estos seres míticos representan la fuerza y la suerte. Se supone que quien esté marcado con ellos no podrá ser herido en batalla.

—¿Y usted lo cree de veras? —pregunté perspicaz.

—No me han dado motivos para no creerlo… —mi interlocutor volvió a sonreír—. Pero, aunque exóticas, no dejan de ser supersticiones.

—¿Cómo se los hizo?

—Hace algunos años, en mis viajes por Asia, en Shanghai, salvé a un viejo hombre santo de unos tipos que pretendían robarle. Me hirieron, y el viejo se ocupó de mí, o al menos eso creo. Lo único que sé es que a la mañana siguiente me desperté sano y salvo en un olvidado callejón, con la mitad del cuerpo marcado por estas extrañas pinturas —explicó, mientras observaba el grisáceo cielo.

—Una historia interesante…

—No lo crea —afirmó; luego suspiró—. Estas pinturas bien pueden ser una bendición o una maldición. La gente me rehuye o se asusta. Creen que puedo matarlos o hacerles daño solo porque tengo una parte del rostro pintado.

—La sociedad actual se rige por esas ideas —opiné convencido.

Unas damas pasaron a nuestro lado y, corroborando mi última afirmación, miraron a Carter como si fuese un monstruo.

—¿Qué le había dicho? —repuso el agente especial con voz queda—. Me miran como si perteneciese a otra raza, a otra inferior, aunque cuando les enseño un fajo de billetes, me toman como uno de los suyos. Todo es divertidamente insultante —añadió irónico.

—Ya… Tendría usted que vivir Whitechapel como yo lo hago y observar la insultante miseria de las calles. Imagínese solo por un momento que una prostituta se colase en este parque tan señorial. Les importaría una mierda que les enseñase un fajo de billetes, y disculpe la vulgar expresión.

—Entonces esas señoras de antes no me mirarían con mala cara. Se fijarían estupefactas en la pobre mujer.

—En efecto —convine, mientras arrugaba la nariz—. Pero me atrevo a aventurar que esto no durará mucho. Cuentan por ahí que, con la entrada del siglo XX, muchas cosas encontrarán su final…, como la aristocracia y los imperios, para dejar paso a un gobierno democrático del pueblo y para el pueblo —saqué mi tabaquera y me lié un cigarro. Lo encendí y aspiré, con deleite de fumador empedernido, varias bocanadas de humo.

Carter me miró de arriba abajo, con el ceño aún más fruncido.

—Habla usted de forma muy liberal, inspector… —afirmó en voz baja—. ¿Es socialista…? No, no se preocupe —dijo al ver que me ponía en guardia—. Yo no estoy aquí para juzgar la manera de pensar de nadie.

—No, no soy socialista. Aunque pienso que algunas ideas de Marx bien podrían llevarse a la práctica y yo estoy totalmente de acuerdo con ellas. De todos modos, creo que el socialismo es una utopía. Bueno, soy de clase obrera… Por lo menos nací en ella, y si he de serle sincero, Carter, me gustaría poder ver que las cosas de las que le he hablado antes sucedieran algún día… No obstante, no soy muy optimista al respecto. Desconfío totalmente de la mente humana. Las ideas de Marx están muy bien sobre el papel… pero con la mente de la gente de este siglo que nos ha tocado vivir, sería imposible llevarlas a la práctica.

Llegamos hasta las puertas de Hyde Park, bordeando el lado sur y junto al fastuoso Royal Albert Hall —inaugurado diecisiete años antes, en honor al prematuramente fallecido marido de la reina—, donde mi calesa nos esperaba aún. Subimos y le grité al conductor la dirección del London Hospital.

—Si va a buscar al Destripador en un congreso de medicina, he de decirle que es un buen lugar para comenzar —afirmó el agente especial—. Posiblemente se reúnan allí miles de destripadores.

Sonreí al captar su ironía.

—Tenemos que localizar a uno —contesté tras un breve silencio—. El doctor Treeves me recomendó un tal doctor Neil, que es cirujano. Tal vez nos pueda contestar a unas cuantas preguntas sobre el tema.

La calesa se detuvo en la entrada del London Hospital. Pagué al conductor y nos apeamos. Varios hombres eminentes entraban en el edificio con sus respectivas señoras. Carter y yo penetramos en el edificio tras ellos, y atravesamos la planta baja del hospital en dirección a la sala de conferencias.

Había varios bancos amontonados en las paredes de la lujosa sala, donde tomamos asiento junto con miles de hombres ilustrados del país, como médicos, escritores, filósofos, aristócratas de todo tipo… E incluso pude avistar entre la multitud al joven príncipe Albert Victor Christian Edward, o como solían llamar cariñosamente al primogénito del eterno príncipe de Gales, el príncipe Hedí. Sí, sin duda era él, el mismo personaje de sangre azul, lánguido y linfático. Me quedé mirándolo mucho tiempo. Se decía que el príncipe era un poco retrasado y que creaba más molestias a su augusta abuela que los hindúes que se revelaban contra ella en la India. Se comentaban muchas cosas sobre él. Algunas eran ciertas…, otras no estaban todavía confirmadas. Un hombre de mediana edad se sentó a su lado y le apoyó una mano en el hombro. El príncipe le miró con un gesto de furia dolorosa, y el caballero de su lado le pidió perdón. Recuerdo que un tipo me dijo un día que al primer nieto de la reina Victoria no le gustaba que le tocasen. Nunca me lo había creído hasta ahora. Estos aristócratas de tan alta alcurnia…

Después de una tediosa charla en la que el propio doctor Treeves participó y de que se mostrasen varios sujetos con enfermedades —pude volver a ver al señor Merrick entre los aullidos de las sofocadas damas y las exclamaciones de horror de los hombres—, se sirvió vino francés y los médicos comenzaron a charlar en los pequeños corrillos profesionales que se formaron.

—¡Inspector Abberline y agente Carter, qué agradable sorpresa! —expresó una voz a nuestras espaldas.

Nos volvimos. Sir Howard Livesey y el hombre de mediana edad que había visto al lado del príncipe nos observaban.

—Buenos días, Sir Howard —saludé enseguida, pero con desgana.

—Permítanme que les presente al señor James K. Stephem, el tutor del príncipe Albert Victor —señaló el jefe de Seguridad Interior.

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