Era tarde, y el sol empezaba a esconderse tras los nubarrones grises de aquel melancólico 30 de septiembre. El papeleo de mi mesa me inundaba, e intentaba poner un poco de orden en aquel reino del caos creado por mí mismo.
Como iba siendo costumbre, el sargento Carnahan irrumpió en mi despacho como una exhalación, seguido del doctor Phillips y el inspector jefe Swanson, que cerró la puerta de un golpe.
—¡Imposible! ¡Sencillamente imposible! —dijo el forense, dejándose caer en una silla pesadamente.
—¿El qué es tan imposible? —pregunté interesado.
—Thick —musitó el suboficial.
—¿Qué demonios ha hecho? —volví a preguntar.
—El sargento Thick ha atrapado a
Leather Aprom
—me informó Donald Swanson.
—¡No puede ser! —exclamé anonadado—. Nos lo inventamos nosotros… —añadí con voz queda.
—¡Eso es lo más inaudito, Fred! —exclamó el doctor.
—Ha encontrado a un tal John Pizer o Jack Pizer, no sé cómo demonios se llama ese desgraciado, y le ha cargado con el muerto —explicó Swanson.
—Es un tipo desquiciado y misógino que encaja a la perfección con nuestro sospechoso inventado —argumentó el sargento—. No sé cómo coño ha logrado Thick encontrarle.
Phillips carraspeó antes de dar su opinión.
—Yo pienso que ya lo conocía —aventuró—. Ese Thick siempre hace lo mismo; si no encuentra un culpable, se lo inventa… Y más en este caso que no logró resolver —añadió con media sonrisa.
—¡Qué cabrón! —gruñó Carnahan.
—Y ha salido en todos los periódicos. No quiero ni pensar qué dirán de nosotros —indicó Swanson.
Los cuatro estuvimos el resto de la tarde discutiendo sobre nuestras maneras de proceder, pero ninguna de ellas daría resultado. Al final, renunciamos a toda esperanza. Me dejaron solo hacia las once y media de la noche cuando, resignado, volví al interminable y tedioso papeleo.
Más tarde —no sabría precisar cuánto tiempo pasó— unos golpes quedos resonaron en mi puerta. Mason entró en mi despacho.
—Inspector Abberline, dos señoras quieren verle —anunció circunspecto.
—Que pasen —respondí mecánicamente, sin levantar la vista de los papeles.
El agente a mis órdenes les franqueó la puerta y desapareció del despacho. Mi corazón dio un vuelco al reconocer a Natalie Marvin. ¿Qué tenía esa mujer para que me pusiera en tensión? Le acompañaba una de sus amigas de profesión, la sueca. Venían preocupadas.
—¿Puedo ayudarlas en algo? —pregunté educadamente.
—Claro que sí, inspector —repuso Natalie—. Me dijo que si necesitaba ayuda, recurriera a usted y eso hago ahora.
—Y ha hecho bien —confirmé mientras aguantaba su intensa mirada—. ¿Qué desean?
—Hemos reunido el dinero para pagar a los McGinty, inspector, pero nos han dicho que ellos no mataron a nuestras amigas. Quiero saber quién coño está detrás de todo esto.
Suspiré un instante. Estábamos como al principio.
—Como yo, señorita Marvin —contesté, levantando ambas manos—. Pero no sé nada de momento. Natalie cayó en una de las sillas rendida. Tenía la moral a ras de la encerada tarima—. Ya que están aquí, les pido que me ayuden… Díganme, por favor…, ¿les ha ocurrido algo extraño o fuera de lo normal, a excepción de las muertes de sus amigas y de los McGinty?
Las dos mujeres guardaron silencio. Dejé escapar otro suspiro más largo que el anterior.
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Miré a Lizie con extraordinaria fijeza. Era el momento de decir la verdad, de contarlo todo… Siempre nos había parecido un hecho inusual a todas luces, pero nunca nos habíamos preocupado por ello. Vamos por partes. La primera vez había ocurrido hacía algunos meses. Un tipo bien trajeado había encontrado a la pobre Polly por la calle y le había propuesto el extraño trabajo. Algún tiempo después, la propuesta se la había hecho otro hombre, también bien vestido, a Lizie y luego a Mary, por parte de otro individuo similar.
—Nunca le hemos contado nada de esto a nadie, inspector; ni siquiera a Nathan —dije yo—. Lizie, por favor… —añadí para animarla.
Mi amiga miró prolongadamente al inspector y se decidió a hablar.
—Me dijo que no le contase nada a nadie, pero acabé por confesárselo a las demás —relató en voz baja—. Para mi sorpresa, a Mary y a la pobre Polly también les habían ofrecido lo mismo —el inspector Abberline arrugó mucho su frente en un gesto de no comprender nada—. Recuerdo vagamente haber seguido durante varios días a aquel tipo hasta un ático de Leman Street… —Lizie calló al ver el respingo que había pegado el policía—. ¿Le ocurre algo, inspector?
—Nada…, continúe —musitó él nervioso, con un hilo de voz.
—Recuerdo muy bien el humo, el vino y también el sonido del carboncillo rasgando el papel… Me pintaba… —explicó Lizie, alzando luego los hombros antes de continuar su historia—. No puedo decirle más, porque no me acuerdo.
Observé que Abberline se había puesto realmente pálido, pero escuchaba con un interés sobrehumano la conversación.
—Es lo mismo que Mary y Polly nos contaron —expliqué al inspector—. La historia es la misma. Como el tipo siempre permanecía entre las sombras, nunca le vieron el rostro. Incluso llegamos a pensar que no eran tres, sino uno, pero fue imposible comprobarlo. Mary conoce el nombre de su cliente; Lizie, también, y pongo la mano en el fuego a que la pobre Polly también lo sabía, pero se lo llevó a la tumba —añadí, pesarosa.
Daba gusto comprobar el respeto con que el inspector nos trataba.
—Dígame, señora… —dijo él, mirando cara a cara a Lizie—. ¿Cuál era el nombre de ese sujeto?
Ella se revolvió en su asiento, inquieta, y resopló.
—Puedes decírselo, Lizie. Solo quiere ayudar —la animé.
—No sé qué tiene que ver con nuestro problema, Natalie… El me dijo que nunca revelase su nombre.
—¿Quién? —preguntó Abberline, respirando con rapidez.
—Tenía un apellido extranjero… —mi amiga se esforzaba en hacer memoria—. Pero su acento era impecable… ¿Kominko? Ko… ¡Kominsky! ¡Eso era! —exclamó aliviada.
El inspector se puso rígido en su asiento. Extrajo una tabaquera de un cajón de la mesa y, nervioso, lió un cigarrillo. Lo encendió con manos temblorosas y aspiró varias bocanadas del humo gris, como si le fuese la existencia en ello.
—Dígame, Elizabeth, y le ruego que sea totalmente sincera conmigo… —pidió con voz trémula—. ¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Kominsky?
Lizie lo miró extrañada, sin comprender adonde diablos quería llegar aquel poli.
—El día 27 de este mes, inspector —recordó. Después se mordió el labio inferior.
Abberline se levantó de su silla. El sonido de un trueno se dejó oír lejano, al otro lado del ventanal de su despacho.
—Váyanse a su casa, por favor —nos rogó él—. Pero antes debo prevenirlas; no se acerquen a estos hombres si los ven y díganselo a su amiga Mary. No se fíen de ellos y corran a avisarme si ven a alguno. Tengan mucho cuidado…, ¿de acuerdo?
—¿Por qué? —pregunté más intrigada que nunca.
—Ahora no puedo decírselo, señorita Marvin… Todavía hay cosas que no entiendo —reconoció con evidente nobleza.
Nos incorporamos en silencio. Miré al techo de aquella oficina y solté la última pregunta, la que me abrasaba la garganta.
—¿Cree que esos tipos mataron a Martha, Annie y Polly?
—No creo nada, señorita, aún no sé nada… —susurró, incómodo por mi insistencia—. Por favor, no salgan de casa y si ven a esos tipos, avísenme.
Salimos del despacho turbadas, sin saber qué decir o hacer.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
¿Kominsky? En cuanto las dos mujeres abandonaron mi despacho, me puse a dar vueltas a ese nombre sin ningún sentido. Necesitaba ordenar mis pensamientos. No podía ser. Según la amiga de Natalie Marvin, ella había visto a Kominsky en su ático de Leman Street el 27 de septiembre. ¡El 27! Aarom Kominsky llevaba muerto dos días por esa fecha. ¿Cómo diablos…?
No sabía qué pensar y menos qué hacer. Los McGinty no iban a por las chicas, este era un dato harto sabido, aunque no confirmado hasta ahora. Ellos solo querían a Grey.
Pero ¿por qué las chicas?
Aplasté furioso el último cigarrillo contra el cenicero y miré a través del ventanal. Llovía. Otro día triste, sombrío, como sin vida… Entonces se me ocurrió.
No sabía por qué el humo, el ático, las chicas… Pero acababa de plantear una hipótesis que encajaba con la supuesta resurrección de Kominsky y la desaparición de Ostrog, porque enseguida supe el nombre de otro de los misteriosos hombres, que no era otro que Michael Ostrog…
Michael Ostrog y Aarom Kominsky desaparecían —el médico era secuestrado y el judío, simplemente, desaparecía—, sus vecinos comenzaban a notarlos más raros de lo habitual, se aislaban, impedían por todos los medios que les viesen… Alguien les había suplantado. Claro, era eso… Alguien había hecho que les secuestrasen. Alguien usurpaba sus vidas y la de otro hombre. ¿Con qué fin? Matar a las chicas de Grey… Pero ¿por qué?
Me puse la gabardina y de dos zancadas llegué a la puerta de mi despacho. Una vez fuera de la comisaría, pedí un coche y me dirigí resuelto al Ten Bells.
Aquella noche el Ten Bells estaba abarrotado. Me acerqué a la barra lo más deprisa que pude y a punto estuve de tirar al suelo a un borracho. Ignorando sus groseros insultos y huyendo de su desagradable aliento, llamé la atención del tabernero.
—Busco a Clive —dije lacónico.
El tabernero, un hombre calvo, de bigote canoso y poblado, me miró con desconfianza y me indicó con señas que le siguiera fuera de la barra. Obedecí y me condujo hasta una puerta trasera del local. Después de lanzarme una mirada inquisitiva, se marchó a sus quehaceres.
Abrí la puerta y la cerré nada más pisar el pequeño patio interior, sin más luz que la podía proporcionar la luna menguante.
—Buenas noches, inspector —la voz de Nathan Grey me sobresaltó.
—Buenas noches, señor Grey.
—¿A qué se debe su visita? —preguntó fríamente.
—Las chicas han pagado a los McGinty y han descubierto que no van tras ellas. Ellos no mataron a las otras mujeres.
El viejo sicario se quedó de piedra.
—¿Quién si no? —repuso. Su voz había sonado apagada.
—Salgamos de aquí y se lo contaré todo.
Ambos abandonamos el patio y salimos a la calle. Comenzamos a andar. Mientras, le referí la historia de los especiales clientes de las chicas.
—¿Pero por qué querrían matarlas? —me interrogó él, una vez le transmití mis sospechas.
—No lo sé. No tengo ni idea… ¿Qué quiere que le diga, hombre?
Nos adentramos en las callejuelas oscuras del barrio, sumidos en la profundidad de la conversación. Cuando llevábamos un rato caminando, Grey me hizo parar a la altura de unas caballerizas abiertas y oteó la calle como un felino africano.
—¿Qué pasa…? —pregunté despistado.
El me chistó.
—A la de tres, entre en las caballerizas de su izquierda y saque su revólver —me susurró al oído izquierdo—. Una…, dos…, ¡tres! —exclamó sin titubear lo más mínimo.
Me lancé hacia las caballerizas abiertas y caí entre la paja. Entre tanto, Nathan sacó su recortada y disparó hacia la oscuridad antes de tirarse al suelo de paja de las caballerizas. Una salva de disparos se dejó oír al otro lado de la oscura calle.
—¡Hijos de puta! —bramó mi acompañante, introduciendo luego con sobresaliente pericia dos nuevos cartuchos en su recortada.
Yo, por mi parte, disparé con mi revólver reglamentario hacia la negrura de la lúgubre calle. Ellos, nuestros misteriosos enemigos, me los devolvieron por triplicado.
—Son tres, inspector —me dijo Grey entre el ruido de disparos.
El antiguo soldado del Imperio británico salió de nuestro parapeto y disparó dos salvas más. Al cabo de un rato que se me antojó interminable, los disparos cesaron en la otra parte.
Una siniestra pregunta me martilleaba el cerebro, así que la solté sin más:
—¿Por qué cada vez que me reúno con usted nos disparan? —inquirí, resoplando luego dos veces.
—Esta vez era distinto. En Mitre Square no los oí hasta que no amartillaron sus armas. Esta vez les he captado desde que abandonamos el Ten Bells… No querían matarnos.
—¿Entonces qué? —quise saber cada vez más confundido.
Nathan Grey me miró a través de sus ojos glaucos.
—Entretenernos —susurró amargamente—. ¡Corramos, inspector! ¡Las chicas están en peligro!
Las luces de las ventanas de las casas más cercanas se encendieron. Grey echó a correr calle arriba.
—¿Adonde vamos? —pregunté, aún sorprendido.
—A Miller's Court.
Ichabod Crow descansaba sentado en el asiento del conductor del lujoso coche negro, esperando ante la puerta del número 74 de Brook Street. Esta se abrió y una figura oscura que llevaba una maleta avanzó con paso firme hacia el vehículo.
—¿Qué tal se encuentra, señor? —preguntó Crow al verlo llegar.
—Mejor, muchas gracias… El doctor dice que estoy fuerte para enfrentarme de nuevo a mi destino —respondió el ocupante del coche.
—¿Adonde lo llevaremos esta vez, señor? —quiso saber el conductor.
—A Berner Street, Crow… ¿Tienes el vino?
—Listo y cargado, señor.
—Muy bien —dijo el ocupante, introduciéndose al fin en el coche.
Crow tomó las riendas y apremió a los caballos para que se movieran en un alegre trote.
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Lizie y yo penetramos en el oscuro Miller's Court que llevaba al número 26 de Dorset Street y a nuestra habitación, la 13. La luz de una solitaria vela iluminaba el interior de la estancia. Tanteando la cerradura entre la oscuridad, logré abrir la puerta al fin.
Lo que vimos en la habitación nos dejó heladas. Eran Kate y Mary, que se besaban apasionadamente. Al vernos, Mary profirió un grito ahogado y se separó con consternación de Kate. Nos miró horrorizada.
—Esto no es lo que parece, chicas… Solo estábamos ha…
Kate la interrumpió con brusquedad, mirándola a continuación con desdén.
—Oh, sí que lo es, Mary. ¡Reconócelo! —exclamó, alzando el mentón—. No tenemos porque ocultarlo… ¿Qué hay de lo que hemos hablado antes? ¡Los hombres son unos cerdos! —bramó colérica—. Las mujeres estamos mejor solas, amándonos mutuamente y gozando de veras… Y no hay nada malo en ello…, ¿verdad? —preguntó mirándome con fijeza.