—De… acuerdo —balbució ella. La cabeza le daba vueltas. Además, sentía una sensación rara en el estómago. ¿Iría a vomitar allí mismo?
Tres hombres cruzaron la calle ante ellos. Iban charlando y riéndose de sus cosas. Crow los miró con desconfianza. Por eso apremió a la prostituta para que cruzara el pasadizo. Ella accedió al instante y se dejó conducir por aquel cochero tan refinado.
Atravesaron el angosto pasadizo, que olía a excrementos humanos y animales, y desembocaron en Mitre Square. El hedor se hacía insoportable.
—Mi señor te espera. Yo debo volver con el coche —aseguró él mientras desaparecía a continuación por entre las sombras del fétido pasadizo.
Kate anduvo haciendo eses hasta el centro de la plaza. Estuvo a punto de tropezar, lo que hizo que estallase en sonoras carcajadas. Llamó al apocado cliente.
—¡Señor! —exclamó riéndose—. ¡Venga aquí! ¡Mi coño está listo para su polla! ¡Venga, que le enseñaré lo que es bueno!
Algo se movió tras ella. Se dio la vuelta con dificultad y entonces se topó con una silueta oscura que surgió delante. Antes de que tuviese tiempo de decir nada, la figura movió rápidamente su mano derecha y empuñó un largo cuchillo. Cuando la prostituta se dio cuenta de lo que estaba pasando, ya era tarde, el hombre le rebanó el cuello limpiamente, de izquierda a derecha. Kate cayó al suelo y se sintió morir. La sangre se le escapaba sin control.
El misterioso hombre se arrodilló a su lado y le extendió los brazos. La sangre manaba abundantemente del cuello cortado, hasta manchar los puños de la camisa del elegante agresor.
Solo unas yardas atrás, Crow observaba la escena indiferente, fumándose un cigarrillo. Mientras, el hedor de los cercanos excrementos ofendía el olfato.
El agresor abrió las piernas de la desgraciada y hundió el cuchillo en su vientre. Con toda su fuerza, lo rajó hasta el esternón y le arrancó pedazos de hueso y carne, así como trozos de la desgastada tela barata del vestido femenino. La sangre desprendida le manchó la pechera de la chaqueta y también la cara. Estaba caliente… El asesino en serie introdujo las manos en el vientre abierto y sacó pedazos de intestino, que seccionó hábilmente con el bisturí y colocó encima del hombro derecho de la mujer, de acuerdo con el ritual. Después extrajo un riñón y el útero. Los miró con fascinación y los guardó cuidadosamente en su perfumado pañuelo. Había acabado. Se levantó y se dispuso a marcharse. Antes, echó un último vistazo al cuerpo, a la orgía de sangre.
Aquella zorra le miraba y se reía de él. Corrió hacia el cuerpo y volvió a arrodillarse a su lado. Con furia, empuñó de nuevo el bisturí de Liston y cortó los párpados de la mujer. No contento con ello, dibujó dos triángulos en sus mejillas y se las arrancó de la cara. Después, ansioso, trazó una línea desde la boca hacia la frente, de modo que le seccionó los labios y le levantó la carne de la parte derecha de la cara. Finalmente, le cortó la nariz para que aprendiese.
Observó el lugar. Era Mitre Square. Aquella plaza irradiaba conocimiento, poder y sabiduría. Dirigió su mirada a la Taberna de Mitre. Aquel era el centro. Quería que sus
hermanos
viesen la gran tarea que estaba llevando a cabo. Quería demostrarles que no era un asesino vulgar. Ni mucho menos. El lo veía. Sentía a Jah-Bul-On, su presencia… En tributo a su dios, colocó los brazos de la nueva víctima abiertos, con las palmas hacia arriba. Separó sus piernas y le dobló una ligeramente. Ya estaba formado el pentáculo.
Se levantó y miró al cochero jadeando.
—He terminado —declaró solemne.
Ichabod Crow se aproximó al cuerpo de la furcia, lo miró con satisfacción y extrajo su navaja. Cortó un pedazo del delantal blanco que ella llevaba bajo la ropa y se lo tendió a su señor para que se limpiase. Salieron de Mitre Square y subieron al carruaje. Crow fustigó a los caballos y estos iniciaron la marcha. Apenas un minuto más tarde, se oyó una voz que llamaba desde el interior del carruaje.
—¿Crow…?
—¿Señor? —respondió el cochero.
—Para por aquí —explicó el asesino de meretrices—. Necesito un sitio donde tirar este trapo.
Crow detuvo el coche en Goulston Street.
—Tírelo en ese portal de ahí, señor. Es el más oscuro —recomendó el cochero.
Su señor bajó del coche y se metió donde le había indicado. Enseguida salió y miró fijamente a Crow.
—¿Llevas algún trozo de tiza? —quiso saber él.
—Tome, señor —el cochero le tendió un pedazo de tiza blanca—. ¿Qué va a hacer, señor?
—Quiero dejar un mensaje, Crow —repuso el criminal más buscado por la Policía metropolitana del Reino Unido.
Dejó el trapo ensangrentado en el suelo y comenzó a escribir encima, en la pared, bajo el oscuro friso de esta.
Louis Diemschutz condujo a su pony tirando hacia su casa, después de un duro día de trabajo como vendedor ambulante. El animal comenzó a cabecear y a encabritarse al pasar por el patio cercano al IMWC. Louis vio que las puertas estaban abiertas de par en par y eso le extrañó bastante, puesto que se cerraban alrededor de las nueve.
—¿Qué pasa, amigo? —preguntó a su caballo—. ¿Por qué te inquietas?
Louis apreció una figura tumbada en el suelo, al lado de su carro. Cogió el látigo y lo pinchó, esperando que fuese pestilente basura, ante el hedor que despedía el lugar. Con manos temblorosas, encendió una cerilla e iluminó el suelo. Era una mujer. Tenía el cuello cortado y yacía muerta en medio de un gran charco de sangre. Salió del patio a toda prisa y entró en el IMWC. Los cánticos cesaron al verle entrar.
Louis regresó al lugar con una vela encendida y pudo observar con horror el cadáver degollado de la pobre mujer, así como la sangre que llegaba hasta la misma puerta del Club Educativo de Clase Obrera. Algunos afiliados salieron a ver qué pasaba y se quedaron igual de sorprendidos que él. Alguien gritó:
—¡Policía! ¡Asesinato!
Al oír la siniestra llamada, el agente Smith corrió hasta el lugar de los hechos. Había ido hacia el patio con la intención de ver qué puñetas hacía a aquellas horas una mujer alta con una rosa prendida en la blusa rondando, además, por el club socialista. Su sorpresa fue enorme al descubrir a la misma mujer que había visto hacía un rato, aunque ahora espantosamente degollada.
El agente Watkins entró en Mitre Square por el pasadizo de Leadenhall Street y observó la calma del lugar. Iluminó el suelo con su lámpara de ojo de buey por pura rutina, cuando descubrió algo cerca de él, a una yarda de distancia más o menos, tirado en el suelo. Dirigió el haz de luz hacia el extraño objeto y halló con profundo horror que se trataba de una mujer tumbada en un charco de sangre, con las manos extendidas, la pierna derecha flexionada y la izquierda estirada. La habían abierto en canal, igual que a un cerdo, desde los genitales hasta el esternón; además, le habían desfigurado el rostro.
El agente Watkins corrió hacia los almacenes de Kearley & Tongue, un establecimiento de venta al mayor de comestibles, donde sabía que había un vigilante. Abrió la puerta de par en par y se lo encontró. Estaba fregando la escalera mientras silbaba una insulsa cancioncilla.
James Morris le miró con estupefacción al descubrir que presentaba el rostro descompuesto.
—¡Por el amor de dios, amigo, venga a ayudarme! —pidió el agente Watkins.
—¿Qué ocurre? —preguntó Morris intrigado.
—¡Han despedazado a otra mujer!
Watkins y Morris corrieron hacia el lugar con sendas linternas e iluminaron el destrozado cadáver. Morris se llevó las manos a los ojos y exclamó angustiado:
—¡Vive dios!
Mientras Watkins se quedó rastreando Mitre Square en busca de un posible asesino escondido, Morris corrió hacia Mitre Street tocando su silbato y pidiendo ayuda a gritos, y después hacia Aldgate, donde se topó con dos policías.
—¡Vayan a Mitre Square! —les indicó alargando el brazo en la dirección correcta—. ¡Ha habido otro terrible asesinato!
Eran las tres de la madrugada, y el agente Alfred Long se caía literalmente de sueño haciendo su ronda por Goulston Street.
Al pasar por el oscuro pasadizo que conducía a un edificio habitado por judíos, algo se le enredó en el pie. Se agachó presto y lo desprendió de su bota. Su mano se manchó entonces de un líquido viscoso que empapaba el pañuelo. Encendió una cerilla y observó que lo que impregnaba un pedazo de tela arrugada en el suelo era sangre. Pero había algo más. Alguien había escrito en la pared este texto:
The Juwes
are the
men
who
will not
be blamed
for this
for nothing
El agente Long sacó un cuadernillo de su bolsillo y copió el mensaje con letra nerviosa; después, corrió hacia la comisaría de Commercial Street.
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Atravesé el oscuro pasadizo que conducía a Miller's Court. Eran cerca de las dos de la madrugada. Mi itinerario de aquella noche se había alejado bastante de Whitechapel, por lo que no me enteré de lo acaecido hasta mucho después.
Había luz en la casa, lo que me hizo suponer que alguna de las chicas ya había llegado. Llamé a la puerta y el cerrojo de dentro se descorrió. El semblante preocupado de Mary me recibió en el umbral. Me franqueó el paso y cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido.
—Natalie… —susurró. Mary intentaba buscar las palabras adecuadas para disculparse, pero no pudo. Se sentó en la cama bruscamente y metió su rostro entre los brazos.
El largo paseo que había dado por la City no había logrado desvanecer de mi cerebro la amorosa escena de Kate y Mary juntas. Todavía estaba fresco en mi memoria.
Si bien era cierto que lo que Lizie y yo habíamos presenciado era fuertemente sentenciado por la Iglesia anglicana, yo no lo veía tan malo. Solo eran dos personas que se daban apoyo mutuo en tiempos difíciles. No hacían nada malo. Así se lo dije a Mary.
—Pero yo me siento mal, Natalie… Kate es mi amiga y yo… la he rechazado y negado, aunque he sido tan culpable como ella. Soy asquerosa… —Mary, inconsolable, lloraba a lágrima viva.
La miré con ternura.
—En absoluto, cariño. No eres asquerosa —afirmé convencida, tras morderme el labio inferior.
No lo era, en efecto. No era la primera vez que veía esto. Había chicas de mi misma calle que se besaban y tocaban, confundiendo sentimientos de amor, seguramente al sentirse heridas y maltratadas por los hombres. Buscaban el amor en las de su mismo sexo y algunas lo encontraban de verdad… Normalmente aquello siempre acababa mal, aunque afirmaban que las relaciones íntimas eran más tiernas, más placenteras, sin sobresaltos…
Sequé las lágrimas de mi amiga con los pliegues de mi falda y abracé su delgado cuerpo intentando reconfortarla. Unos repentinos golpes en la puerta nos sobresaltaron. Mary dio un respingo y enseguida se levantó de la cama. Oíamos voces masculinas al otro lado de la puerta. Me acerqué a ella y pegué el oído. Nuevos golpes me asustaron. Reconocí una de las angustiadas voces que me llamaba por mi nombre:
—¡Natalie, abre, por favor!
Era Nathan. Se lo dije a Mary, que me instó a abrir. Así lo hice y dos hombres penetraron en nuestra habitación. Cerré la puerta tras él.
Entró Nathan, en efecto, pero venía acompañado…
—Buenas noches, señorita Marvin, me alegro de verla de nuevo —dijo el inspector Abberline.
—¿Qué coño significa esto? —preguntó Mary, ceñuda, mirando al policía con estupor.
Nuestro protector se encaró con ella.
—Ha venido a ayudar —la tranquilizó Nathan—. ¿Os encontráis bien? ¿Dónde están Lizie y Kate?
—Trabajando, supongo… —contesté yo—. ¿Por qué?, ¿qué ocurre?
—Podrían estar en peligro —dijo el inspector—. Ya he descubierto quién las persigue.
—¡Muy bien! ¡Bravo! —exclamó Mary sarcástica—. ¡Tres hurras para este poli! —añadió, ahora encolerizada—. ¡No hacía falta que lo descubriera usted, inspector! ¿Es que no le habéis hablado de los Me… ?
—Los McGinty no mataron a Martha, ni a Polly, ni a Annie, Mary —expliqué yo.
La sorpresa que se llevó mi compañera fue de las que hacen época.
—¿Qué…? —inquirió a tiempo que nos miraba a los tres uno a uno.
—Lizie y yo hemos acudido esta noche a pagarles y nos lo han dicho —precisé con voz queda.
—¡Dios! ¿Y entonces quién? —preguntó Mary.
—Yo responderé a eso… Pero necesito su ayuda, señorita Kelly —afirmó el inspector.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Tomé asiento en una de las sillas de madera que estaban agrupadas junto a la mesa y narré a las dos chicas todo lo que había deducido gracias a la confesión de la amiga sueca de la señorita Marvin, añadiendo además mis sospechas respecto al caso. Cuando terminé, la reacción de las chicas fue la que me esperaba, ambas estaban boquiabiertas.
—¿Por qué no me lo dijo antes, cuando fui a verle? —me espetó Natalie con mala cara.
—Disculpe, pero no lo creía necesario… hasta que unos minutos más tarde, al señor Grey y a mí han intentado matarnos.
El aludido se movió impaciente sobre la crujiente tarima. Había llegado la hora de las decisiones, así que tomé las riendas del escabroso asunto.
—Tenemos que darnos prisa. Hay que buscar a Lizie y a Kate. Las dos corren grave peligro —afirmé en tono lúgubre.
—¿Por qué? Usted dice que los tres hombres con los que nos acostábamos Polly, Lizie y yo eran el mismo tipo, pero yo no lo creo… Es más, le aseguro que Monty no es capaz de matar ni a una mosca, inspector. Era un hombre bueno y sensible… —afirmó Mary.
La miré inquisitivamente, arqueando mucho las cejas.
—¿Podría decirme más sobre ese tipo? —pregunté incisivo. La mujer se alarmó—. No voy a detenerle ni nada parecido. Solo quiero saber quién es.
Mary respiró hondo antes de contestar.
—Se llama John Montague Druitt y es abogado, aunque ejercía hasta hace poco de profesor en un colegio. Luego lo echaron… —confesó a media voz.
Apunté estos detalles en mi mente y me propuse visitar al señor Druitt cuando tuviera oportunidad y más información acerca de su paradero.
—Nathan… —habló la señorita Marvin—. Nos peleamos y Kate salió a beber por ahí. Temo que le haya ocurrido algo grave… —aventuró preocupada.