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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (15 page)

Imperturbable, él me tiró unos periódicos encima de la mesa.

—¡Mire, inspector! —exclamó en voz alta, tanto que me dolió en los oídos.

—Gracias, sargento, su presencia entra como una rayo de luz en mi oscura vida —contesté irónico mirándole mal.

Carnahan me observó ceñudo, ladeando la cabeza a ambos lados.

—Guarde los sarcasmos para quien se los pida, inspector. Esto es serio y grave. Échele ya una ojeada a los periódicos de la mañana.

Miré los referidos diarios y lo primero que vi fue la foto en grande del cadáver de Mary Ann Nicholls con sus entrañas desparramadas en portada. Aquello era nauseabundo. La misma instantánea estaba en los otros periódicos. Odié más que nunca a los periodistas.

—¿Pero qué diablos es esto? —pregunté al aire de las conjeturas.

—El periodista, inspector, el maldito cabrón que se nos escapó… —repuso el sargento con el rostro contraído—. Ha hecho un buen trabajo el hijo de la grandísima puta. Está publicado en todos los periódicos.

La puerta de mi despacho se volvió a abrir bruscamente y Donald Swanson entró como una exhalación en él. Venía furioso. Su rostro aparecía congestionado y blandía un periódico arrugado en la temblorosa mano.

Me atravesó con su acerba mirada.

—¿En qué coño estabas pensando, Fred? —gritó fuera de sí.

—¡El hijo puta se escapó, Donald! —grité yo—. ¡Pregunta a Mason o a Chandler!

—Es verdad, señor Swanson, el tipo aquel se nos escapó… —se apresuró a decir el sargento, pero Donald le cortó con un brusco gesto de la mano con la que apretaba el diario londinense.

—¡Está publicado en todos los periódicos de hoy, joder! ¡Lo veo en el Times, el
Glove
… incluso en la Strand! —bramó Swanson. Nunca lo había visto tan alterado.

Resoplé con fuerza.

—¿Y yo qué quieres que haga? ¡Son anónimos! —alegué en mi defensa.

—Sir Charles me ha citado esta mañana, Fred. No veas de qué humor se encuentra… Me ha increpado furiosamente y quiere que acudas a su despacho, claro… Y cuanto antes, mejor. Sinceramente, no doy ni tres peniques por tu empleo —me advirtió Swanson.

Un sudor frío me impregnó de repente la piel. Pero saqué fuerzas de flaqueza como pude.

—Iré a ver a Sir Charles Warren ahora mismo —señalé alterado—. Me defenderé cómo sea…

—Le diré a Lancaster que tenga preparado el coche —dijo el sargento antes de salir del despacho.

Swanson esperó a que el sargento abandonara la estancia para acercarse a mí con el semblante muy preocupado.

—Fred, te hablo en serio, como amigo… —musitó Swanson con los labios nerviosos—. Ten mucho cuidado con lo que dices y cómo te expresas… Sir Charles es un enemigo poderoso.

—No te preocupes, Donald —le respondí a la vez que me ponía la chaqueta con nervio.

El sargento Carnahan asomó la cabeza por la puerta del despacho y me anunció que el coche me esperaba. Salí de la comisaría con pasos nerviosos y subí al vehículo que Lancaster puso en marcha, en dirección a la sede de Scotland Yard.

Un secretario me hizo pasar al despacho de Sir Charles Warren. Cerró la puerta tras de sí y nos dejó solos.

Sir Charles me miró desde el otro lado del escritorio de madera noble y posó en mí su reluciente monóculo. Le dio una larga calada a su cigarro hindú.

Un silencio glacial se había colado entre nosotros.

—Inspector Abberline, conozco su fama de hombre sagaz y temerario —empezó a decir lentamente el jefe de la Policía metropolitana, como si en realidad mascara las palabras—. Y, francamente se lo digo, no creo que haya nadie mejor que usted para actuar como representante del Departamento de Investigación Criminal en la comisaría del Distrito de Whitechapel —aquello iba muy mal. ¿Sir Charles Warren agasajándome?—. Sin embargo, sus continuos desacatos y rebeldías han dado bastantes quebraderos de cabeza a sus superiores, quienes no sabían si ponerlo en la calle o ascenderlo… Así de claro.

Tragué saliva con bastante dificultad, pero pasé de circunloquios.

—Con el debido respeto, Sir Charles, le pido que vaya al grano.

—Estos crímenes de su distrito… Ese Destripador está dando mucho que hablar a la prensa. La brutalidad de sus asesinatos ha llegado hasta las más altas esferas. Usted conocerá, como todo el mundo, la afición de la reina Victoria por los sucesos escabrosos, al igual que la de su primer nieto, el príncipe Albert Victor Christian Edward… —comentó el mandamás de Scotland Yard. ¿Qué diablos me estaba queriendo decir? No sabía a dónde podía conducir aquello, pero había que aguantar el tipo—. Le dije que quería la máxima discreción en este caso, pero, al parecer, usted no lo ha conseguido, inspector —ahora sí, sin disimulos, ya estaba en escena el verdadero Sir Charles Warren—. Los periódicos están llenos de absurdas historias inducidas por miembros de su departamento, que acusan a médicos rusos, judíos… Estará usted de acuerdo conmigo que esto es una irregularidad, inspector. Estas historias inducen al malestar general de la población y de Su Majestad, la reina Victoria —Sir Charles Warren le dio una intensa calada a su apestoso cigarro y lo aplastó poco a poco contra la superficie de un cenicero. Sacó una misiva lacrada de un cajón de su mesa. Tenía el sello real de la Casa Sajonia-Coburgo-Gotha—. ¿Ve esto? Es una carta de puño y letra de la propia reina Victoria, que dios guarde muchos años más, en la que nos exige que acabemos con los asesinatos. Ha llegado hace poco…

—Si no es mucha impertinencia, Sir Charles, me gustaría saber a dónde quiere llegar usted —respondí cauto.

Mi interlocutor se movió en su cómodo sillón antes de hablar de nuevo.

—Debido a su manifiesta incompetencia, Su Majestad nos ha prestado ayuda en este caso. Se trata de un agente especial del Imperio británico que se dedica a investigar casos tan escabrosos como este. Llegará dentro de unos días, desde la India. Préstele toda la ayuda que necesite y atienda sus dudas y preguntas. Está usted a su servicio, no a su mando, recuérdelo bien —Sir Charles Warren me hizo una elocuente seña con la mano, indicándome que podía marcharme en dirección a la puerta. La tensa entrevista había concluido de lo más inesperado, con otra humillación más.

Apreté los puños con fuerza y me retiré despacio, ocultando la ira que me acababa de invadir. Salí del despacho maldiciendo mentalmente a Sir Charles y a toda su familia. Aquel engreído hijo de puta creía que no podía encargarme yo solo del desquiciado que asesinaba meretrices de la forma más cruel nunca vista, y por eso me asignaba un maldito agente especial venido del otro extremo del mundo, de la joya de nuestras colonias.

Había oído hablar de aquellos tipos. Llegaban a la comisaría, se hacían los dueños y ponían todo patas arriba, armando mucho jaleo pero sin descubrir nunca nada. Falsificaban pruebas concluyentes si las sospechas inculpaban a altos miembros de la sociedad. Además, destruían documentos y hacían perder el trabajo de todos los inspectores o agentes que les molestaban en su tarea de ocultación de pruebas. En general, eran más una molestia que una ayuda.

Salí nervioso de Scotland Yard echando humo y me subí al coche de Lancaster con furia. El cochero lo puso en marcha rumbo a East End. Por el camino comenzó a llover otra vez. Miraba por uno de los cristales del coche hacia la calle que atravesábamos lentamente, cuando caí en la cuenta. Nada más y nada menos que la cabeza del gigantesco y todopoderoso Imperio británico, dueño y señor de los mares, estaba interesada en el caso, en mi caso…

Era la reina Victoria I, la pequeña mujer que con dieciocho años había subido al trono a mediados de 1837, exhibiendo una extraña mezcolanza de ánimo juvenil, de imperioso orgullo y de reticencia.

No era nada extraño. Después de todo, a la soberana le gustaba meter las narices en todo asunto extraño y escandaloso, para que un escribano recogiera su augusto nombre en los anales de la historia. Era ridículo pero verídico en todos sus extremos, en una reina que vestiría de riguroso luto hasta el fin de sus días tras la muerte de su marido, el príncipe Alberto.

No obstante, había algo extraño en todo aquello. Solo habían muerto dos prostitutas, de manera horrible sí, pero al fin y al cabo eran dos mujeres de la calle menos y había tantas… ¿Qué coño le podían importar a Su Graciosa Majestad Británica dos rameras menos?

Había algo raro en todo aquello, vuelvo a repetir. En ese momento me pregunté seriamente si mi hipótesis de que el asesino era un hombre culto estaba bien encaminada o no. El doctor Phillips me había dicho que sus conocimientos de anatomía se quedaban un poco cortos ante la perfección en los cadáveres de las mujeres asesinadas. Por ello, me había recomendado que visitase algún cirujano reputado de Londres con estudios superiores a los suyos. Por supuesto, le había planteado esta recomendación a Sir Charles Warren, quien ácidamente me ordenó que únicamente investigase a los asesinos fichados y a los proscritos de East End antes de asomar mi insensata cabeza en un congreso de medicina. De todas formas, pensé en hacer caso al doctor Phillips.

Justo estaba meditando todo esto cuando Lancaster detuvo el coche frente a la comisaría. Los caballos se detuvieron y él hizo descender la escalerilla metálica para que pudiera bajar más cómodamente del carro. Abrí la puerta y vi que había un gran revuelo de agentes corriendo y entrando de la comisaría. Alguien me empujó con pocos miramientos hacia el interior del coche. Protesté con energía al reconocerlo.

—¡Joder, sargento! —exclamé sorprendido—. ¡Qué modales gastamos hoy!

—No hay tiempo para bienvenidas, inspector. Ha habido un incendio provocado en White Street y media calle se quemará si no vamos rápido.

—¿Dónde ha empezado? —pregunté despistado.

—Adivínelo —fue la lacónica réplica de Henry Carnahan.

El inmueble de Makarov ardía lentamente y el fuego se llevaba las pruebas del caso de Ostrog consigo. El ruso saltaba y se tiraba de los pelos con las manos. Estaba preso de la histeria y el pánico.

—¡Mi casa, inspector! —gritó al verme fuera del coche.

Observé pensativo la montaña de escombros y llamas en que se había convertido el vetusto edificio de su propiedad.

—Tranquilícese, señor Makarov —le pedí mecánicamente—. ¿Qué demonios ha ocurrido aquí?

En ese momento llegaron los bomberos con sus carros. Comenzaron a luchar contra un fuego que, imparable, se trasladaba veloz a las demás casas. Los vecinos ayudaban con cubos de agua, que llenaban en una fuente cercana mientras que algunos buitres urbanos se dedicaban al pillaje en las viviendas calcinadas. Sus ocupantes veían con horror como se quemaban sus posesiones.

Makarov me ofreció sus excitadas explicaciones.

—¡Eran muchos, inspector! ¡Todos iban armados! ¡Nos hicieron salir y prendieron fuego al edificio, empezando por la casa de Ostrog!

Busqué entre la multitud al niño de cabello rubio lacio que me habló de los secuestradores de Ostrog. No lo encontré por ninguna parte. Quería preguntarle si los pirómanos habían sido los mismos que se habían llevado a Michael Ostrog.

Pasamos toda la mañana y parte de la tarde dedicándonos a la ardua tarea de supervisar la extinción del fuego y en interrogar a posibles sospechosos, aunque yo sabía que no tenían nada que ver con el asunto. Cuando al fin regresamos todos a la comisaría, les referí al sargento Carnahan y al doctor Phillips toda la conversación con Sir Charles, aunque omití mis sospechas. El médico acudió a verme después de enterarse del pavoroso incendio.

Cuando acabé, les miré seriamente.

—¡Un agente especial! —exclamó el suboficial indignado. Había oído, al igual que yo, todas las historias referentes a ellos—. Conociendo su carácter dominante, inspector, ahora soy yo el que no da ni dos peniques por su empleo —añadió pesaroso.

—Su motivación es siempre bien recibida, sargento Carnahan —contesté con el sarcasmo que me quedaba. No estaba para bromas.

—Ahora sí que debes andar con cuidado, Fred —sentenció el doctor.

Y, como siempre, tenía razón. Las cosas empezaban a ponerse serias para mí.

S
EPTIEMBRE
18

(N
ATHAN
G
REY
)

Los entregaron el cadáver el jueves posterior. Caía en 6 de septiembre y el día se presentaba nublado y lluvioso, deprimente en definitiva.

La habían colocado en un féretro de madera y la habían acomodado en un coche fúnebre de caballos negros, que recorrió poco más de seis millas
[3]
hasta el cementerio de Ilford, donde, tras una ceremonia humilde y unas frases tópicas de un sacerdote, la depositaron en lo que iba a ser la morada de sus restos. Mucha gente —en su mayoría curiosos y demás gilipollas a los que me dieron ganas de matar allí mismo— siguió a la triste comitiva hasta el campo santo. Menos mal que la Policía tuvo la buena idea de acordonar la zona para impedirles la entrada.

Las chicas y yo asistimos al entierro y me apenó profundamente perder a Polly para siempre. Natalie seguía como dormida, como sin saber dónde estaba. Parecía ausente ante todo lo que le rodeaba.

Entre la gente que se congregó, pude divisar la figura desgarbada del inspector Abberline, así como la de su ayudante, el sargento Carnahan, quienes nos miraban fijamente.

Decidí hacerlo yo solo, aunque eso conllevaba dejar solas a las chicas; sin embargo, me dije: "Una vez muerto ese cabrón, ellas estarán a salvo". Por supuesto que no iba a dejar que Abberline le detuviera. Lo mataría yo mismo con mis propias manos, a tiros o mejor a cuchilladas.

Me vestí con mi atuendo de cazador urbano —gabardina negra y sombrero calado hasta los ojos— y enfundé el revólver y el Bowie, por si acaso…

Natalie vio que me vestía y, una vez más, temió lo peor. Logré tranquilizarla diciéndole que iría a investigar por mi cuenta, no a trabajar…

Me despedí de las chicas por varios días, salí a la calle bajo la copiosa lluvia y me encaminé directo hacia Aldgate, el corazón de todos los negocios sucios de East End.

Previamente, había guardado mis armas del armario y el resto de mi ropa en una habitación cercana al pub Ringer. Deseaba tener una base de operaciones en el centro de Whitechapel. Escogí esa pensión porque la casera me conocía y no hacía muchas preguntas. Aparte, confiaba en su temor hacia mí.

Caminé entre borrachos, vagabundos, mendigos, enfermos mentales, prostitutas, niños harapientos y algún que otro cuerpo inerte en el asfalto que nadie atendía bajo aquella maldita lluvia, además de incontables roedores, hasta que al fin di con lo que buscaba: la apestosa taberna del Negro.

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