—¡Inspector! —exclamó al entrar. Fui derecho hacia él.
—¿Qué pasa, Mason?
—¡Dios santo, inspector Abberline! —me dijo el agente—. ¡Ha habido un asesinato, inspector, al final de la calle! —el agente estaba tan alterado, que no encontraba palabras—. Una mujer… —farfulló—. Dios mío, inspector, tiene usted que ir allí… —musitó horrorizado—. ¡Le juro que parece obra del demonio…!
Abrí los ojos desmesuradamente ante semejante conclusión.
—Vamos al lugar de los hechos —ordené en tono grave.
Cogí de la percha mi gabardina. El sargento abandonó su escritorio, descolgó la suya y me siguió.
En la puerta de la comisaría nos esperaba un coche policial que venía de otra misión. El conductor era el agente Lancaster.
—¡Buenos días, inspector, sargento y Mason! —saludó el orondo cochero—. ¿Adonde quieren que les lleve mi humilde persona?
El suboficial y yo entramos en el carruaje. Oí como Mason le daba las señas a Lancaster antes de hablar.
—¡Al 37 de George Yard Buldings! —bramó—. ¡A toda prisa, Benjamin! —añadió de forma impulsiva.
Mason se introdujo en el coche y cerró la puerta. Lancaster apremió a los caballos y estos, tras un poderoso relincho y un suave caracoleo, avanzaron a toda prisa calle arriba, mientras Lancaster gritaba desaforado:
—¡Apártense! ¡Acción policial!
Los transeúntes esquivaban a duras penas el carruaje de la Policía.
Cuando llegamos, un numeroso grupo de personas se agolpaba a la puerta del número 37 de los edificios George Yard Buildings. Vislumbré a algunos agentes a la vez que intentaba apartar a la multitud de impenitentes curiosos que allí se había congregado.
Lancaster hizo detener a los caballos, que ya soltaban espumarajos por el esfuerzo realizado, cosa que logró justo ante el número 37. Mason, el sargento y yo nos apeamos.
—Espérenos aquí, Benjamin —ordené al cochero.
Me hizo una señal con la mano indicándome que así lo haría, y el sargento, Mason y yo nos aproximamos con paso firme al edificio. La multitud nos impedía el paso.
Entre los servidores del orden público reconocí al agente Barrett. Lo llamé a gritos, intentando alzar la voz más que los molestos curiosos. El policía me oyó.
—¡Inspector! —gritó. El agente trataba de impedir el paso a una vieja malhumorada—. ¡Muchachos! —llamó luego a sus compañeros—. ¡Abridle paso al inspector!
Los agentes se lanzaron contra los curiosos y los apartaron sin miramientos, empleando sus porras como barreras. Cuando el camino estuvo por fin expedito, Carnahan y yo entramos en el edificio. Me giré entonces hacia Mason.
—¡Usted quédese! —le ordené en voz alta—. ¡Ayude a Barrett a contener a toda esta gente! —tuve que gritar aún más para hacerme oír en medio de aquella barahúnda urbana.
Mason asintió dos veces con la cabeza.
—¡De acuerdo, inspector! —gritó él. Me di la vuelta, pero Mason me habló y debí girarme—. ¡Una cosa más, inspector! ¡El doctor Phillips ya está allí arriba!
—¡Gracias, Mason!
El susodicho agente se unió a los otros en su esforzado intento por refrenar a la multitud.
Subimos unas destartaladas escaleras repletas de agentes y llegamos al primer piso.
Lo primero que vi fue una zona acordonada por policías y varios tipos alrededor de ellos, que lanzaban fogonazos con los flashes de magnesio de sus cámaras fotográficas. Eran los inevitables periodistas, miembros de la canallesca, en busca de su botín informativo.
El sargento y yo nos aproximamos a la zona acordonada, y dos policías nos franquearon el paso mientras saludaban.
Recibí varios fogonazos de las cámaras. Contrariado, torcí el gesto.
—Sargento, eche de aquí a esta gente —le ordené a Carnahan.
El aludido se dirigió a los chicos de la prensa londinense y, ayudado por dos agentes, los desalojó sin contemplaciones del piso, entre protestas, llamaradas bastante luminosas de más flash de magnesio e insultos de todo tipo.
Detestaba a los periodistas. Sencillamente, los odiaba. No hacían más que dar la alarma en todas partes sin contar la verdad. Solo buscaban noticias con morbo y sangre, mucha sangre…
Lo primero que vi al acercarme al lugar de los hechos fue al doctor Bagster Phillips, el forense de la División H y encargado de la zona de Whitechapel, arrodillado en el suelo frente a una especie de masa sanguinolenta. También reconocía allí a Maguire, el fotógrafo del Departamento de Investigación Criminal, lanzando fogonazos a la masa sangrienta y cambiando la mecha adosada al magnesio tras cada nueva llamarada de su flash.
Me acerqué a la escena del crimen. Con una inclinación de cabeza saludé a Maguire y descubrí que las paredes que rodeaban a lo que parecía el cadáver de una mujer estaban manchadas por completo de sangre, al igual que el suelo donde se encontraba depositado el cuerpo de la desdichada. Phillips se levantó y se quitó los guantes blancos que llevaba puestos.
Aquel forense —junto con el sargento Carnahan y el viejo Donald Swanson— era una de las personas que yo más admiraba en el mundo. Rondaba los cincuenta años y aún seguía al pie del cañón, observando cadáveres y abriéndolos para hallar las causas de su muerte. Era un hombre imperturbable, acostumbrado a ver tantos horrores a diario, que uno más no le sorprendía mucho. Asimismo, era la única persona del cuerpo de Policía que, después de abrir en canal a un cadáver degollado y sin media parte del rostro, podía irse tranquilamente a comer una sabrosa porción de carne a la cafetería de Larry.
—Hola, Fred —me saludó cordial.
—Buenos días, doctor… Dígame…, ¿qué tenemos hoy? —examiné el cadáver.
Oí como el sargento Carnahan se acercaba a la escena del crimen y cómo al ver el cadáver reprimía una sonora arcada.
El doctor, siempre imperturbable, se arrodilló otra vez junto a la mujer asesinada y me invitó a acompañarlo. Me situé junto a él. Yo también había vista muchas cosas horribles durante mis años como policía, pero he de reconocer que aquello era un espectáculo realmente pavoroso que superaba todas mis previsiones.
El forense hizo un atroz resumen del caso que teníamos ante nuestras dilatadas pupilas. Su voz era totalmente impersonal.
—Veamos… —carraspeó una sola vez—. Mujer de raza blanca, de unos treinta y seis años de edad. Destripada casi por completo… Hemos recogido las vísceras y las hemos metido en ese cubo —señaló un recipiente de metal lleno de sangre—. Es muy interesante, Fred.
—¿Qué hacemos? —quise saber—. Podemos trasladar el cadáver hasta el depósito… Podemos intentar que el jefe Swanson consiga el permiso del supervisor —propuse con voz queda.
—He mandado traer una ambulancia y ya he hablado con él. Le he ordenado al supervisor del depósito que prepare una mesa y nos espere… La analizaremos allí —me dijo Phillips.
Nos levantamos los dos cuando dos agentes envolvían el cadáver en una lona.
—¿Quién lo ha descubierto? —pregunté interesado.
—Ese hombre, inspector —Carnahan señaló con su brazo derecho a un hombre pálido que estaba sentado en la escalera del piso, al lado de dos agentes. Uno de ellos le tomaba declaración. Lo llamé y él, un tanto cohibido por la dramática situación, se acercó lentamente a nosotros.
—Es John S. Reeves, señor, de profesión estibador. Vive aquí y la encontró esta madrugada, a las seis, cuando salía a trabajar. Localizó al agente Barrett por las inmediaciones y este nos avisó. Eso es todo, inspector —concluyó el suboficial.
"Buen comienzo para Barrett, primer día, primer crimen", pensé.
—Buen trabajo, sargento —aprobé, mirándolo—. Lleven al señor Reeves a la comisaría para que preste declaración por escrito… y también al agente Barrett —ordené en tono profesional.
—Sí, inspector, lo que usted diga —convino Henry Carnahan.
Este se volvió e hizo una seña a un agente, cuyo apellido no recordaba, que, junto a Barrett, condujo al tembloroso Reeves escaleras abajo. Fue entonces cuando un intenso griterío femenino se dejó oír por las escaleras. Fui a ver qué era aquello, cuando casi me tropecé de bruces con seis mujeres seguidas de varios agentes, entre ellos Mason, quien gritaba:
—¡No se puede pasar, señoras! ¡Es un escenario policial!
Una de las féminas, joven, agraciada y castaña, se encaró al instante conmigo.
—¿Es usted el que está al mando aquí? —preguntó, mientras me atravesaba con la mirada.
—Eso creo —enseñé una sonrisa forzada—. Deben abandonar este piso y…
La chica me interrumpió. Era bastante guapa y descarada y, por su vestimenta, prostituta.
—Nuestra amiga ha desaparecido y… —no pudo continuar; al toparse con el rostro de la mujer muerta, que los agentes estaban tapando, las lágrimas afloraron en sus ojos.
Una de las otras mujeres de la calle exclamó:
—¡Oh, dios! ¡Es Martha!
Hubo un murmullo creciente de horror.
—¡La han matado! ¡Dios mío! ¡La han matado! —gritó otra.
Miré a la joven que había comenzado a llorar en silencio. Otra chica se acercó a ella y le murmuró palabras alentadoras.
—Tranquila, Natalie… Ahora ella ha escapado de toda esta mierda…
—¿Era amiga de ustedes? —pregunté con interés.
—Sí —me respondió una mujer obesa—. La pobre Martha era una buena persona… ¡Que hijos de puta! —desconsolada, rompió a llorar.
Asentí con gravedad con una leve inclinación de cabeza.
—¿Saben su apellido? —inquirí, repasando todos los rostros femeninos.
El sargento y el doctor se acercaron a mí. El primero sacó una libreta y apuntó.
—Tabram —articuló la gorda, tragando después saliva con dificultad.
—Tienen mis condolencias, señoras. Yo…
—¡Al diablo sus condolencias! —gritó la chica que me había hablado con descaro la primera vez y que se hacía llamar Natalie—. ¿No sabe quién la ha matado? ¡Ha sido McGinty! ¡Vaya a por esos cabrones y arréstelos, maldito gilipollas! —escupió su rabia e impotencia. La joven lloró amargamente y las demás intentaron calmarla.
—Discúlpela, inspector —me dijo una mujer alta de ojos grises con acento extranjero—. Está muy afectada.
Pasé por alto lo que me había llamado.
—Tienen serias sospechas de que la banda de McGinty ha cometido este crimen… ¿No es así? —afirmé más que pregunté. La mujer asintió en silencio—. Pueden testificar contra ellos… —añadí, pero con muy poca convicción.
—¡Ja! ¡Eso es un suicidio! —gritó una de ellas—. ¡Nos matarían a todas!
—¡Kate! —le reprendió la extranjera.
En ese momento, los agentes levantaron el cuerpo de Martha Tabram, envuelto en la lona, y lo transportaron escaleras abajo. Las mujeres se apartaron respetuosas y llorando.
—¿Nos darán el cuerpo? —preguntó la gorda.
—Debemos llevarlo al juez de instrucción y preparar los trámites. Dejaremos que lo entierren después —repuse al instante.
Las mujeres se marcharon con su dolor. Bagster Phillips me miró gravemente mientras observaba la mirada iracunda de la chica castaña.
—Mala idea, Fred… —sentenció el forense.
—¿El qué? —pregunté ensimismado.
—Esas mujeres… —susurró con voz apenada—. Si los McGinty van tras ellas, no tienen posibilidad de escapar —concluyó lapidario.
—Podríamos arrestarlos sin duda alguna… —opiné en voz baja.
—Sobornarán a otro funcionario del juzgado y los verá salir en tres días por la puerta, satisfechos de su hazaña, inspector —dijo el sargento—. Solo hay una manera de librarse de esos cabrones, señor, y eso, claro, conlleva un gasto serio de balas —apuntó circunspecto.
Los ayudantes del doctor acabaron de limpiar la mancha de sangre y de recoger todos los restos de la difunta.
Una extraña desazón me invadió. Recordaba con claridad la mirada que la chica de cabello castaño me había dirigido al salir… No se me iba de la cabeza. No podía saberlo aún, pues ignoraba a esas alturas lo mucho que aquella mujer iba a cambiar mi vida.
El doctor Phillips, el sargento y yo comimos en la cafetería de Larry. Era la más próxima a la comisaría y, por lo tanto, la única a la que los policías de permiso nos acercábamos a beber o comer.
El lugar estaba literalmente infestado de agentes de las Divisiones H y J y también de inspectores de los distintos departamentos. Todos almorzaban o tomaban alguna bebida alcohólica sentados en taburetes frente a la barra, o bien frente a mesas empotradas en la pared, como hacíamos nosotros.
El sargento no había olvidado la tremebunda imagen del cadáver de la mujer, por lo que casi no probó bocado. Su estómago se lo tenía prohibido… Abstrayéndonos de aquella carnicería lo mejor que podíamos, el doctor y yo tomamos una suculenta porción de carne a la plancha que el forense comió con deleitación y que yo apenas probé bocado.
En mi mente bullían los pensamientos. El caso de Ostrog había quedado momentáneamente apartado de todas mis cavilaciones. En el ínterin, oí como el forense daba las explicaciones.
—Examinaremos el cadáver esta tarde. Ya he mandado a mis ayudantes que lo conduzcan al depósito —el doctor Phillips engulló un pedazo de carne ensartado en su tenedor—. Yo preferiría que lo llevásemos a Scotland Yard, pero es un largo camino… Allí sí que tendríamos medios, pero hay que amoldarse a East End. Después de que el juez de instrucción lo vea, lo trasladaremos al depósito y lo examinaremos con más cuidado.
Carnahan arrugó el entrecejo.
—¿Puedo preguntarle para qué, doctor? —interpeló.
—He descubierto ciertos detalles mientras examinaba el cuerpo en el edificio y me gustaría comentártelos, Fred —me hizo un gesto apaciguador con las manos, al ver que yo me alzaba un poco para preguntar—. Todo a su tiempo, mi querido Abberline, todo a su tiempo… —su tono era mesurado—. Ahora, acabemos de comer. Dejemos el trabajo para más tarde —engulló con apetito otro trozo de carne.
El sargento sacó una petaca con forrado de cuero de un bolsillo de su gabardina y bebió de ella tras quitarle el tapón. Contrajo el rostro en una mueca, debido al fuerte sabor del licor, y comenzó una interesante conversación sobre un caso en el que habíamos estado trabajando, acerca de un fenómeno llamado combustión espontánea.
Saqué la tabaquera y un poco de papel y esparcí unas cuantas hierbas de tabaco sobre él. Lo lié en un pequeño cilindro y chupé una de las solapas para pegarlo. Con una cerilla que froté en mi barba de tres días, la cual presentaba una gran población de pequeñas cerdas duras, pude encender el cigarro. Le di una intensa calada y aspiré el humo.