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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (2 page)

Temí lo peor.

—¡Alto, agente Barrett! —grité nervioso.

El aludido guardó el revólver, aunque se mantuvo alerta. El hombre resoplaba, pero ya se había calmado.

—Lo siento, inspector Abberline, pero este individuo insistió en verlo y cuando le dije que no recibía visitas… —se disculpó el agente, bajando la cabeza.

El hombre lo fulminó con la mirada.

—No se preocupe, agente Barrett, que todo está controlado ya —le dije en tono mesurado.

El agente recogió su porra del suelo y se cuadró vigilante, no sin antes cerrar cuidadosamente la puerta de mi despacho y sin quitar ojo al hombre que acababa de irrumpir en la habitación.

Miré al hombre que tenía ante mí.

Vestido con un abrigo de piel de dios sabe qué, lleno de manchas de grasa y con una poblada barba negra, el ruso Makarov ofrecía, sin lugar a dudas, un aspecto amenazador. Parecía salido de un ignoto bosque salvaje de la tundra siberiana.

—¿Puedo preguntarle la razón de esta entrada, señor Makarov? —interrogué severamente.

A esta clase de tipos había que demostrarles desde el primer momento quién era el que mandaba y, gracias a unos cuantos puñetazos en el rostro y en el estómago —todavía tenía alguna que otra señal—, había logrado que me respetara hacía algunas semanas. Yo no era partidario de la violencia y sostenía que el intelecto era siempre la mejor arma, pero a veces el frío resplandor de un revólver bien cargado o la fina demostración de unos puños batiéndose al aire podían ser de mucha ayuda.

—¡Ese médico, inspector! —bramó el ruso—. ¡Michael Ostrog!

Tenía un fuerte acento eslavo y escupía al pronunciar las erres.

Hastiado, me rasqué la cabeza.

—¿Qué pasa con él? ¿Sigue sin salir de su casa? —pregunté mecánicamente.

—¡Si solo fuera eso…! —volvió a rugir Makarov.

Decidí armarme de paciencia.

—Le ruego que se calme, señor Makarov, o en unos segundos tendrá usted aquí a varios agentes uniformados apuntándole la cabeza con sus armas reglamentarias —le avisé torciendo el gesto.

El ruso respiró hondo por la boca y se calmó… más o menos.

—¿Qué pasa con el señor Ostrog?

—¡Ayer le vi, señor inspector! —repuso él, haciendo aspavientos—. ¡Subía por la escalera embozado en esa gabardina negra suya! Le grité que me pagara el alquiler de su casa, y el tío salió corriendo escaleras arriba y se metió en el piso. Aporreé después su puerta y le maldije cientos de veces, inspector, pero no me abrió.

—¿Y qué quiere que haga yo? —le pregunté, aburrido.

—O lo saca usted de ahí recurriendo a su autoridad… ¡o lo saco yo tirando la puerta abajo!

—Eso sería allanamiento de morada, señor Makarov. Además, soy de la Policía Judicial… No me dedico a sacar a morosos de las casas. Recurra usted a algún agente que patrulle cerca de su inmueble o a las bandas de protectores —le expliqué, sentándome ante mi mesa de trabajo. Con lo de las bandas de protectores me refería a algunos matones a sueldo que, por una módica cantidad, pegaban palizas a los morosos, protegían a las prostitutas de los ultrajadores y también extorsionaban a todo el que podían.

El sargento, al ver que ya no había peligro y que dominaba la situación, volvió al informe, receloso, después de resoplar un par de veces. Barrett se relajó también, pero no por ello le quitó el ojo a Makarov, que me confió sus temores.

—No me fío de ellos, inspector.

—¿Y de mí sí? —inquirí con sorna.

—Mire, señor Abberline, ya no es solo el alquiler… —bajó su agrio tono de voz, hasta hacerlo casi confidencial—. Hace cosas extrañas que nunca había hecho.

—¿Por ejemplo…?

El ruso pensó un rato la respuesta que debía dar, rascándose la poblada barba.

—¡Esa mujer! —exclamó escandalizado—. ¡Muchas noches le he visto subir con una extraña mujer hasta su casa! ¡Creo que es una prostituta!

—¿Y qué tiene eso de extraño? Usted también lo hace —el gordo se sobresaltó—. No se asuste, señor Makarov. Conozco esa y muchas más cosas sobre usted… Pero, por favor, continúe —le animé mientras accionaba la mano diestra.

—¡El nunca había subido mujeres a su casa, señor inspector! Yo creía que él era… Bueno… Un… —mi interlocutor titubeaba, intentando pronunciar una palabra que definiera lo que pretendía decir y que no fuera grosera, pero en realidad solo conocía términos que se referían a esa característica personal de forma ofensiva.

—¿Está intentando decirme que estaba sexualmente enfermo?

Con esta frase quería dar a entender al peculiar hombre si el doctor Ostrog tenía predilección por los hombres. El sargento Carnahan intentó reprimir una carcajada mordiéndose el labio inferior. No lo consiguió Barrett, que soltó un brusco resoplido. Los miré a ambos con severidad.

—No lo sé con certeza… Pero era un hombre muy raro… Usted ya me entiende —Makarov, al oír otra carcajada reprimida de mi suboficial, sonrió mostrando una dentadura a la que le faltaban algunos dientes y en la que abundaba la carie.

—Lo siento, señor Makarov, pero no puedo detener a alguien solo porque se acueste con una prostituta —señalé con voz firme—. Si no desea nada más…

El gordo parecía haber recordado algo.

—¡Espere…! La pasada semana sí que ocurrió algo… Yo estaba en mi casa del piso de abajo durmiendo, cuando oí fuertes golpes en la vivienda del médico, golpes y gritos de Ostrog. Creí que estaba borracho, pues solía darle al vodka como buen ruso, así que salí al descansillo y le grité que se callara. Volví a meterme en mi habitación y, al poco rato, oí unos apresurados pasos escaleras abajo.

El ruso que tenía enfrente se quedó quieto esperando mi reacción. La verdad es que aquel hombre había despertado al fin mi curiosidad.

—Bien, señor Makarov, espéreme usted esta tarde en su inmueble a las cinco en punto. Los dos abriremos la casa de Ostrog.

El se despidió satisfecho.

—Hasta esta tarde, inspector.

El eslavo abrió la puerta de mi despacho y salió al exterior, cerrando con un sonoro portazo. Henry Carnahan abandonó su escritorio y se acercó a mi mesa.

—Puedo observar que la historia de nuestro visitante ruso le ha inquietado, inspector —me dijo en voz baja.

—No sabe usted cuánto, sargento. Pero esta tarde veremos si es verdad lo que nos ha contado.

Carnahan abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Nos…? ¿Se refiere a los dos, señor? —preguntó sorprendido.

—Por supuesto. Supongo que no se le habrá ocurrido pensar que voy a ir yo solo, sargento.

El sonrió bajo su poblado mostacho y volvió a trabajar en su interminable informe.

Otra voz se interesó por mí.

—Inspector… —había olvidado que Barrett seguía en el despacho.

—¿Sí? —pregunté con voz hueca—. ¿Qué quiere, Barrett?

—Verá, señor… Yo… no es que aprecie el puesto que ocupo ahora, señor, pero… —el agente titubeó— desearía que usted me designara trabajos de calle… Si no le ocasiona una gran molestia.

—Bueno… —convine—. Mason, el sargento y yo le echaremos de menos —el hombre asintió sonriendo—. Pero veré qué puedo hacer.

—Gracias, señor —Barrett salió de mi despacho y cerró la puerta.

—Me encargaré de que haga algunas rondas, inspector —dijo Carnahan.

—Me apena… Es un hombre muy inteligente… Ocúpese de que se añada a la plantilla de calle, sargento —repuse a la vez que me sentaba detrás de mi escritorio.

2

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

Después de ingerir algo en una cafetería cercana a la comisaría, Carnahan y yo nos dirigimos en una calesa hacia White Street, lugar donde estaba situado el inmueble del señor Makarov. Aquel edificio se parecía mucho a los que le rodeaban. Era sucio, destartalado y se encontraba ocupado por prostitutas, mendigos, asesinos que no deseaban ser encontrados… En fin, gente de mala catadura.

Ya estaba acostumbrado a sitios así, por lo que, antes de salir, el sargento Carnahan y yo nos armamos cuidadosamente. Yo llevaba mi revólver de cañón corto en una sobaquera de cuero oculta bajo mi gabardina, mientras que mi acompañante se había colocado solamente un revólver de cañón normal en la parte de detrás de su cinturón. En East End, repito, aquello era normal. Había mucho loco suelto y demasiado rencor y odio hacia la Policía, aunque he de decir que en mis años de inspector había logrado ganarme algunos peligrosos enemigos que todavía me andaban buscando… Además, en honor a la verdad debo concretar que no era muy buen tirador, pero solo tocar la fría y metálica superficie de un arma corta me tranquilizaba en momentos de tensión.

El señor Makarov nos esperaba en la puerta del edificio 24. El sargento y yo bajamos de la calesa y fuimos derechos a su encuentro. Con una desagradable mueca que intentaba ser una sonrisa casi sin dientes, el ruso nos condujo hacia el interior del edificio.

—¿Dónde vive el doctor Ostrog? —pregunté interesado.

Makarov apartó sin miramientos y con uno de sus pies a un borracho que yacía en medio del portal de paredes desconchadas. El pobre diablo soltó un fuerte ronquido.

—Arriba, en el ático, inspector —me señaló con la palma de su mano diestra, apuntando en la dirección correcta.

—¿Está en casa? —pregunté otra vez.

El se encogió de hombros.

—No lo sé, señor inspector —masculló entre dientes.

Subimos por la destartalada escalera, a la que le faltaban varios peldaños de madera. El suelo crujía bajo nuestros pies, y temí que de un momento a otro se desplomase y cayésemos los tres al vacío. Pero como Makarov caminaba tranquilamente, me dio un poco de seguridad.

El inmueble tenía tres plantas más el ático. En cada una de ellas había dos viviendas, pero parecía que cada una estaba ocupada por un millón de personas. Esto me hizo suponer que Makarov no alquilaba solo las viviendas, sino también las habitaciones como colmenas humanas.

Continuamos nuestra ascensión por las fétidas plantas, entre siniestros crujidos de madera vieja, por donde pululaban libremente las ratas, los niños harapientos y los borrachos. El hedor a orines se hacía insoportable por momentos.

Por fin llegamos al maldito ático. Había dos pisos, uno era de Ostrog, según nos señaló Makarov, y el otro estaba ocupado por una familia polaca. Nuestro guía se acercó a la vivienda cerrada de Ostrog y nosotros con él.

Llamó enérgicamente a la puerta con unos nudillos cubiertos de pelo negro.

—¡Ostrog! —bramó colérico—. ¡Abre la puerta, matasanos! ¡He venido con la Policía a desalojarte si no me pagas el alquiler! ¡Ostrog…! —el gordo aporreó la puerta con una furia mal contenida algunas veces más y blasfemó todo lo que pudo, pero la puerta permaneció cerrada.

—Déjeme a mí —le hablé al ruso. Me coloqué ante la puerta y la golpeé con los nudillos—. ¿Doctor Michael Ostrog? ¡Soy el inspector Frederick Abberline! ¡Abra la puerta! —grité con voz autoritaria—. ¡Solo quiero hablar con usted!

Nada. No detectamos ningún movimiento de pasos que revelase la presencia de alguna persona en la vivienda. Acerqué mi oído a la puerta y escuché en silencio. Nada de nuevo.

—¿Lo ve, inspector? ¡Ese cabrón se niega a abrir! —Makarov se puso ante la puerta y comenzó a gritar en ruso lo que me parecieron blasfemias e insultos de todo tipo por el durísimo tono que empleaba.

Carnahan se acercó a mí y me susurró al oído izquierdo:

—Puede que le haya ocurrido algo al doctor…

Entre tanto, al escuchar los gritos del señor Makarov, dos niños pequeños salieron del otro piso acompañados por una mujer temerosa, que los sujetaba con sus sucios y huesudos brazos.

Me aproximé al señor Makarov, que continuaba gritando como un poseso, y le dije:

—Puede que le haya ocurrido algo al doctor Ostrog… Debemos tirar la puerta abajo.

—De acuerdo —el ruso parecía dispuesto a hacerlo—. Espero que ese cabrón no se haya dejado morir ahí dentro…

Me aparté y le cedí el paso al sargento, quien se remangó con decisión. Carnahan y el ruso retrocedieron y, al cabo de unos segundos, descargaron sus hombros sobre la despintada puerta de madera con toda su fuerza. Esta cedió un poco, pero no se abrió.

Entonces me fijé en que uno de los niños se había separado de la que debía de ser su madre y del otro niño. Se acercó a mí. Tendría unos siete años; era delgado y de escasa estatura para su edad. Bajo su cabello rubio lacio, dos ojos azules me miraban con curiosidad. La madre le llamó en su incomprensible idioma.

—No está dentro —me dijo el niño, farfullando inglés.

Interesado, me arrodillé y me puse a su altura.

—¿Te refieres al doctor Ostrog? —le pregunté.

El niño asintió en silencio.

—¿Dónde está? ¿Lo sabes?

—No lo sé, señor… Los hombres de negro se lo llevaron.

En ese momento la madre se acercó a mí y, tirando del niño y hablándole en su lengua materna, lo introdujo sin demasiada delicadeza en la mugrienta vivienda, donde garrapatas, chinches, piojos, cucarachas y roedores campaban a sus anchas.

Fue precisamente entonces cuando Carnahan y el ruso tiraron al fin la puerta de la vivienda de Ostrog, que quedó colgando de una de las ennegrecidas bisagras.

Me incorporé raudo y me acerqué a la puerta, meditando las palabras de aquel niño. Carnahan y el ruso me esperaban impacientes, interrogándome ambos con la mirada.

—Vamos a entrar —les indiqué con voz neutra.

Uno a uno penetramos en la deprimente casa. Ante nosotros se extendía un largo pasillo sin decoración e iluminación alguna, con puertas que daban a otras habitaciones, que desembocaba en una puerta cerrada. El ruso nos indicó que la habitación de Ostrog era la última y que nadie vivía en las otras. A medida que nos acercábamos, comencé a percibir un aroma dulzón que me mareó un poco. Vi que al sargento y al ruso les ocurría lo mismo.

—Esos asquerosos brebajes de Ostrog… —Makarov escupió en el suelo—. Por culpa de estos olores nadie me quería alquilar las habitaciones —se tapó la nariz con las manos.

—¿Había entrado usted aquí antes? —preguntó Carnahan, venciendo su repugnancia.

—Nunca, pero el olor de los brebajes de Ostrog se me cuela en la casa desde hace unas semanas.

Lo miré inquisitivamente.

—¿Nunca antes había olido esto? —le pregunté con cierta aspereza.

—Hasta hace unas semanas… Ya le digo, inspector. Habitualmente, esa mierda con la que Ostrog trabajaba solo se olía en este piso.

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