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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (7 page)

En ese momento, el suboficial le explicaba al forense los detalles sobre el caso de Michael Ostrog.

—… opio, doctor, opio en la estufa. Había ideado un mecanismo para que, a la vez que la madera o lo que fuese entrara en combustión, se quemasen varias hierbas de adormidera que producían humo.

El forense se mostró sorprendido.

—¿Y para qué diablos querría ese médico inundar toda una habitación de humo que duerme? ¿Para morir asfixiado? —preguntó, encogiéndose luego de hombros.

—Esa es la cuestión, amigo mío, como dice el poeta —sentenció el sargento—. El caso Ostrog se presenta nublado para nosotros, doctor.

—Y tan nublado, sargento —añadió el doctor Phillips.

Acabó su carne y pidió a un camarero de la cafetería que rondaba por allí que le retirase el plato. El joven obedeció al instante y se llevó los tres platos de la mesa, después de preguntarnos si ya habíamos acabado. El forense pidió un café, que el joven le trajo casi al instante.

El doctor Phillips lo removió con una cucharilla y bebió.

Afuera, en la calle, comenzó a llover. Los transeúntes corrieron a guarecerse bajo los portales de las casas. En ese momento, el inspector jefe Donald Swanson entró en la cafetería, saludó a algunos conocidos y se dirigió hacia nuestra mesa. Se desprendió de su gabardina negra y de su sombrero hongo —ambos calados por la lluvia— y los colgó en una percha, junto a los nuestros. Tomó asiento al lado del doctor Phillips y me miró con fijeza.

No era extraño verlo por allí. Debido a su cargo como inspector jefe del Departamento de Investigación Criminal y a su antiguo puesto de inspector en representación del mismo en el distrito de Whitechapel —cargo que ahora ocupaba yo gracias a mi querido y estimado Sir Charles Warren—, era admirado por todos los agentes y conocido por los policías que se hallaban en la cafetería.

Puedo decir que el inspector jefe Swanson era una de esas únicas personas a las que podía considerar mi amigo; además, confiaba en él más que en ningún otro. El había sido mi mentor en esta complicada profesión.

—He oído lo del asesinato de esa mujer —comenzó el viejo Donald en voz baja—. Espantoso… ¿no? —todos asentimos en silencio—. ¿La han trasladado ya, doctor? —quiso saber.

—En efecto, Donald, en efecto. Y gracias por la autorización —dijo Phillips.

El jefe Swanson le lanzó una mirada como diciendo "me debe una".

—Más tarde iremos a examinar el cadáver con más cuidado. Elaboraré un informe y mañana lo tendrás sobre tu mesa —continuó el eficiente forense.

Me removí en la silla antes de hablar.

—Yo ya tengo el informe del agente Barrett y las declaraciones del señor Reeves. Haré mi propio informe junto con el del doctor —dije, tras dar una larga calada a mi cigarro.

—Vaya comienzo para el pobre Barrett… —opinó el sargento.

Swanson afirmó con la cabeza y, acto seguido, me miró gravemente.

—Fred… —no me gustaba el tono; quería decir que había problemas—, Sir Charles quiere verte después de que el Phillips examine el cadáver. Desea saberlo todo acerca de este tremendo crimen.

Le di otra profunda calada al cigarro.

—¿Y qué desea el viejo general Warren ahora? —repliqué—. He de recordar que la última vez que fui a verlo me destinó a este distrito después de lo de la Torre de Londres…

El sargento Carnahan lanzó una escandalosa carcajada.

—¡Logró hallar a los terroristas, inspector! —exclamó jovial.

—En efecto, sargento —convine, forzando a continuación una amarga sonrisa—. Y Sir Charles no fue muy agradecido. Parece ser que no le gustó mi intercambio de impresiones con Seguridad Interior. Después de eso y de la queja de Livesey me destinó a East End —añadí con sorna.

—¿No te gusta Whitechapel, Fred? —me preguntó Phillips, todavía en chanza.

—Verá, doctor, entre esto y el West End…, no sé por qué decidirme… —el suboficial soltó una carcajada—. El West End era la zona rica de Londres; algo así como el alter ego de East End.

—Ya lo sé, Fred —Swanson demostró con su tono serio que ese día no estaba para bromas—. Sir Charles no fue muy amable, pero él manda y dispone… Ha exigido que fueses tú mismo a presentarle el informe sobre este caso, que, al parecer, le interesa mucho.

Resoplé dos veces antes de contestar.

—Esta tarde iré a Scotland Yard y hablaré con Sir Charles, Donald —dije con calma—. Si es lo que te hace feliz, así lo haré.

Donald Swanson asintió.

El doctor Phillips consultó su reloj y se levantó presuroso.

—Señores, siento informaros de que nos hemos demorado ya bastante. Nos esperan en el depósito.

Nos levantamos y pagamos las consumiciones. Carnahan y Swanson se encasquetaron los sombreros hongos y las gabardinas. El forense y yo nos colocamos nuestras chaquetas largas y salimos a la calle. El doctor limpió sus lentes redondos de gotas de lluvia y abrió el paraguas. Nos metimos debajo, a la vez que Swanson y el sargento hacían lo propio con el del primero.

Caminamos calle abajo hasta la comisaría, donde el agente Lancaster nos esperaba con el coche a punto.

7

(N
ATALIE
M
ARVIN
)

La visión del cuerpo de la que en vida había sido una de mis mejores amigas me traumatizó de tal forma que las chicas tuvieron que llevarme literalmente a rastras hasta Buck's Row, tirando de mí y murmurándome palabras de consuelo. A pesar de todo, no conseguían aliviar mi intenso dolor.

Los McGinty habían asesinado a Martha. Eso era tan cierto como que hay infierno y había sido por mi culpa, por mi puto coraje… Por haber impedido que McGinty me tomara. Al fin y al cabo, yo era una ramera, estaba acostumbrada a esas cosas…

—No podías dejar que McGinty te forzara —Mary intentaba liberarme de la culpa que me había echado yo sola—. Tú no tuviste nada que ver con la muerte de Martha… Hace mucho tiempo que McGinty iba detrás de nosotras… Y ahora le ha tocado a la pobre Martha.

—¡Esos cabrones lo pagarán! —rugió Kate, pegándole una patada a un tonel de vino que estaba en la puerta de una sucia taberna. El tabernero la insultó y ella le respondió con otra lindeza del mismo estilo —. ¡Pagarán por lo que le han hecho a Martha!

—¿Y qué vas a hacer tú? —gritó Mary—. ¿Te emborracharás e irrumpirás a tiros en la guarida de los McGinty?

Kate intentó responderle de malos modos y Mary se le encaró con decisión. Lizie y Polly se interpusieron y evitaron la pelea.

—¡Chicas, por favor, no está el horno para bollos!

Mary y Kate nunca se habían llevado muy bien. Se profesaban desprecio mutuo, solo comparable al que en esos momentos sentíamos por los McGinty. Kate afirmaba que Mary era una flacucha con muchas caderas, que se creía guapa por tener más tetas que nadie y la melena pelirroja, y Mary, por su parte, opinaba que Kate era una asquerosa borracha que gastaba el dinero de la casa en cogerse cogorzas. Así es cómo se veían.

—¡Por favor! ¡Martha ha muerto y solo se os ocurre pelearos…! —oí decir a Lizie.

Me di la vuelta y miré a las cinco mujeres que se hallaban ante mí. Puse los brazos en jarras y me encaré decidida.

—Chicas, no quiero que Nathan se entere de que la banda McGinty está metida en esto. Prometedme que no lo mencionaréis. Es capaz de cometer una locura… —les advertí ceñuda.

Todas asintieron con gravedad y continuamos andando hacia Buck's Row. Hicimos el resto del trayecto en silencio. Al llegar a casa, Mary se detuvo frente a la puerta y nos lanzó una mirada como diciéndonos "ya sabéis lo que no hay que decir".

Entramos. Nathan estaba sentado frente a la mesa, inmóvil, mirando hacia delante y fumando de su pipa. Soltaba espesas bocanadas de humo gris por la boca. Nos miró gravemente y una sombra se depositó en su rostro.

—Es ella… —dijo. Lo afirmaba, no lo preguntaba.

Asentí y se me escaparon las lágrimas. Las chicas me sentaron a la mesa. Mary sacó la tetera de hierro y la puso a calentar.

—¿Quién ha sido? —articuló él.

—No lo sabemos… —comenzó a decir Lizie.

Nathan fijó en ella sus ojos fríos y azules. Lizie se calló.

Sabía que le mentíamos. No había ningún suceso en Whitechapel del que no se conocieran a los autores en los bajos fondos. Todo el mundo sabía cientos de detalles sobre los acontecimientos que acaecían en el distrito… Todos, menos la Policía. Si los malditos polizontes se hubiesen esforzado más en preguntar a los cotillas y locos que en encerrar a putas y borrachos, muchos de los crímenes sin resolver de aquella época habrían tenido un final muy distinto al que tuvieron.

Nathan posó en mí sus inquisidores ojos y me observó con detenimiento. Noté como su mirada me traspasaba la piel y como podía ver en mi interior.

—Natalie, por favor… —me pidió con voz firme—. Cuéntamelo todo.

Cogí aire y empecé a narrarle todo lo ocurrido con McGinty en el callejón. Nathan apretaba los puños en una furia mal contenida, pues veía brillar sus ojos azules bajo sus pobladas cejas, irradiando rabia. Acabé mi historia llorando a lágrima viva.

—Yo… no quería, Nathan… —musité entristecida.

—No es culpa tuya —se mordió el labio inferior—. Nada de esto lo es… —añadió bajando la voz, como si hablara solo.

Se levantó y subió las escaleras hacia su habitación. Sabía muy bien lo que iba a hacer y las chicas, también. El sonido de sus pisadas retumbaba en el techo de la cocina. Un chirrido de bisagras nos indicó que Nathan había abierto el armario.

Un repentino trueno resonó en el cielo e hizo que me estremeciera. Kate miró por la ventana, justo cuando unos grandes goterones golpeaban contra el vidrio. Había comenzado la tormenta.

Subí al piso de arriba lentamente, seguida por las expectantes miradas de mis amigas. Me acerqué por el pasillo en penumbra hacia la habitación de Nathan. La puerta estaba entreabierta y dejaba salir un haz de luz. La abrí y el inconfundible sonido de la recortada cargándose me alertó. Entré decidida en la habitación.

Había sacado del armario todo el arsenal. Se había colocado el revólver y el cuchillo Bowie al cinto. La recortada descansaba en una cartuchera de cuero, atada en la pierna derecha del viejo Grey. Además, cargaba el rifle de dos cañones. El rifle Winchester 44 estaba en la cama, también cargado. Nathan cogió el rifle de dos cañones y abrió la ventana de par en par. Se aproximó a ella y se echó el arma al rostro. Apuntó con cuidado a una farola de gas cercana y disparó. El vidrio se partió en cientos de pedazos, que cayeron sobre un sucio borracho, el cual echó a correr blasfemando, resbalando por la calle embarrada y aullando de puro miedo.

Gracias a dios, Nathan solo quería probar hoy su puntería. Como siempre, esta era excelente, aunque disparara bajo la espesa lluvia. Vislumbré un amago de siniestra sonrisa en su rostro. Rompí el glacial silencio.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté sin circunloquios.

No contestó. Sacó de su armario la gabardina de cuero y se la puso. Se colgó el Winchester 44 al hombro e hizo lo mismo con la escopeta de dos cañones. Después se encasquetó en la cabeza un sombrero de ala ancha que ensombrecía su crispado rostro. Parecía un experto cazador, listo para encontrar y acabar con su presa. Daba auténtico miedo solo con mirarlo un instante.

Del amable Nathan Grey ya no quedaba nada, ni un solo vestigio bajo toda aquella indumentaria guerrera. Comprendí el temor que este hombre inspiraba a sus enemigos.

—No, Nathan —le rogué, pero fue con un hilo de voz.

—Esos hijos de puta pagarán con creces lo que han hecho.

Y diciendo esto, Nathan salió de la habitación. Me agarré a él y, desconsolada, rompí a llorar. Por nada del mundo quería perderlo. Hice acopio de toda mi fuerza de voluntad.

—¡No, joder! —exclamé angustiada—. ¡Te van a matar, Nathan! ¿Es que no lo ves? —el viejo me dio la espalda y se quedó quieto. No podía mirarme directamente a los ojos—. ¿Qué será de mí, Nathan? ¿Qué será de todas nosotras? ¡Joder! —añadí con voz áspera.

Me apoyé en la pared y lentamente me dejé resbalar hasta el suelo. El viejo no me miró ni se dio la vuelta, solo oí lo que lúgubremente me susurró:

—Volveré más tarde…

Salió de la habitación con paso firme y bajó las escaleras. Sentí que las chicas le llamaban en voz queda, impotentes, y como la puerta se abría para, posteriormente, cerrarse de un sonoro portazo. Se hizo el silencio en la casa.

Nathan iba a morir. Eso era tan cierto como que yo sería puta hasta mi muerte. Ninguno de nosotros saldría vivo de Whitechapel.

Me quedé allí sentada, recostada contra la pared y sollozando. Afuera, la tormenta arreciaba con su descarga eléctrica.

8

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

El depósito de cadáveres no era más que un edificio con cuatro habitaciones para casos de urgencia. Allí había una oficina y un sótano repugnante —donde reinaban las moscas y el hedor de la carne descompuesta—, que se suponía que era la morgue. Estaba situado en pleno centro de Old Montague Street. Asfixiante en verano y helado en invierno. Era una verdadera mierda, pero el único que había en East End.

Cuando el doctor, el sargento, el inspector jefe Swanson y yo nos apeamos del coche que Lancaster había conducido desde la comisaría, descendimos por las escaleras de piedra que llevaban al sótano. Entramos, y el inspector jefe y el doctor saludaron a algunos conocidos.

Bajamos por una gran escalera hacia el sótano. En ellas nos topamos con un hombrecillo enérgico, tan pálido que se diría albino, de pelo y bigotudo canosos. Era el señor Robert Mann, supervisor del depósito, un tipo que no me hacía mucha gracia, al igual que al doctor. El susodicho personaje venía protestando a voz en grito y profiriendo arcadas. Al tropezarse con nosotros, nos miró sin disimular su ira.

—¡Doctor Phillips! ¡Inspector Swanson! —gruñó encolerizado nada más verlos—. Si llego a saber que iban a trasladar esa abominación aquí…

—¿Tan horrible es? —preguntó Phillips gélidamente—. Creía que usted era forense, Mann… Debería estar acostumbrado a estas cosas. Yo las veo a diario y no me quejo.

El aludido torció el gesto.

—¡Maldita sea, doctor! ¡Es asqueroso! ¡En todos mis años…! —Bagster Phillips siguió bajando la escalera, ignorando las quejas del supervisor del pútrido depósito.

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