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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (8 page)

—De ahora en adelante, doctor Mann, estoy al cargo de este caso.

—¡Por mí, quédeselo! —escupió Mann—. ¡Jefe Swanson! —bramó—. ¿Es que ya no hay cordura en el Departamento de Investigación Criminal?

—A mí no me hable, Mann —Swanson se encogió de hombros—. En los casos en los que aparece algo interesante para Phillips, yo dejo de ser el que lleva las riendas de todo.

"¡Buen golpe!", pensé complacido.

El supervisor lanzó un prolongado suspiro y elevó la vista al cielo. Si ya era difícil discutir con Phillips, lo mejor era ni probar con Swanson.

Así las cosas, el doctor Phillips nos condujo hasta la morgue. Era una gran habitación subterránea, de paredes de ladrillo visto, que parecía tener una permanente plaga de moscas en su interior. A ambos lados de la sala se situaban dos hileras de camillas, algunas ocupadas por pálidos cuerpos sin vida. Mann nos siguió soltando continuos improperios, aunque ahora por lo bajo.

Varios forenses abrían en esos momentos el cadáver de un viejo. Lo hacían con evidentes muestras de repugnancia en sus contraídos rostros.

"Si les da asco, mejor que no se dediquen a esta profesión", le había oído decir al doctor Phillips en una ocasión. Y tenía razón.

Después de que Phillips se pusiese una bata blanca, que llevaba en su inseparable maletín de cirujano, Mann nos guió hacia una de las camillas más apartadas del depósito. En ella descansaba un cuerpo cubierto por una sábana manchada de sangre. Vimos como dos hombres jóvenes vomitaban a su lado. Uno de ellos, con los ojos desorbitados, exclamó:

—¡Por favor, señor Mann! ¡No nos obligue a verlo otra vez…! —convulsionó en el suelo, preso de nuevas arcadas. El hedor se hacía insoportable.

A una enérgica orden de Mann, los dos hombres se retiraron. Siguieron vomitando por toda la morgue.

Phillips se acercó a la camilla y destapó el cadáver. El obeso rostro de la mujer asesinada aquella mañana nos fue mostrado, el cual hizo gala de su palidez mortal.

—Bien, bien, bien… —el doctor parecía encantado con su siniestro trabajo—. ¿Ha redactado algún informe?

El supervisor asintió en silencio y luego le pasó unos papeles. Phillips sacó una estilográfica del bolsillo de su bata blanca y ojeó el informe del supervisor con absoluta soltura profesional. En un momento dado, dejó escapar varias carcajadas, que no hicieron más que avivar el mal humor de Mann.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó intrigado.

Una irónica sonrisa se dibujó en la cara de Phillips.

—Dígame, doctor Mann, en confianza, entre usted y yo… ¿a qué funcionario del Estado tuvo usted que sobornar para conseguir este puesto?

Henry Carnahan ahogó una sonora risotada tapándose la boca. El supervisor soltó una maldición y nos dejó solos. Desaforado, le oímos gritar al fondo de la sala a dos hombres que, por un descuido, habían dejado caer un cadáver al suelo.

—Vaya mierda de lugar —opiné, ladeando la cabeza—. Podríamos haber examinado el cuerpo en la comisaría… Aunque sea en el sótano. Esto es un puto desorden.

—Ya —convino el forense—, pero aquí contamos con más medios y, además, estaremos más tranquilos… Bien, ¿qué tenemos aquí?

Phillips destapó el cadáver y Carnahan ahogó a tiempo una gran arcada.

El cuerpo de la mujer estaba pálido y desnudo. De cintura para abajo la habían abierto en canal y la habían destripado por completo. Tenía numerosas puñaladas en el cuerpo.

Los órganos extraídos estaban en el mismo cubo metálico que yo había visto por la mañana; este despedía un olor fétido, así como el cadáver que teníamos delante. Para salir del apuro, el sargento Carnahan sacó su petaca y bebió a grandes tragos, con ansia. El jefe Swanson extrajo un elegante pañuelo blanco de su chaqueta y se lo colocó entre la nariz y la boca.

En cuanto a mí, aunque el olor me repugnaba, hice lo que pude para no vomitar. Phillips miraba el cadáver impasible. Aquello era su pan de cada día…

A pesar de las circunstancias, el forense empleó un tono solemne.

—Caballeros, les presento a la señora Tabram, de nombre Martha —ceremonioso, Phillips sacó de su maletín un largo puntero de hierro y lo esgrimió con la mano derecha—. Aquí tenemos a una mujer muy bien nutrida, de unos treinta y seis años de edad, más o menos… Sargento…, ¿me haría el favor de apuntar estos detalles en el informe? Creo que el doctor Mann se ha equivocado en ciertas afirmaciones —le tendió la elegante estilográfica al sargento Carnahan y este apuntó los detalles—. Digo más, sargento, le ruego que tache todo lo que el doctor Mann ha escrito ahí, pues es ridículo a todas luces.

El suboficial eliminó los datos tomados por el supervisor del depósito. Después escribió los que le dictaba el doctor Phillips con letra clara y rápida.

—El cabello de esta mujer es negro y rizado. Digamos que es corto a media melena. Lo llevaba recogido en un moño al morir…, que se desordenó al caer al suelo. Es de rostro vulgar y ojos marrones.

Pensativo, apoyé una mano en la barbilla.

—Deduce usted, doctor, que el pelo se le despeinó al caer al suelo… ¿Tal vez por culpa de una caída violenta? —pregunté interesado.

—Sin duda alguna, y ahora verás por qué, Fred —el doctor señaló con el puntero de hierro unas hendiduras en el cuerpo desnudo de la desgraciada mujer—. Puñaladas, 39 o 40, no sé exactamente; hechas con un objeto contundente, afilado y largo… Apunte esto, sargento, es de vital importancia —el aludido afirmó con la cabeza.

—¿Una daga, acaso? —preguntó el jefe Swanson.

—Podría ser, pero todavía no se puede asegurar nada… Yo me inclino más por un cuchillo… Algo más rústico —el doctor se volvió hacia mí—. En cuanto a tu pregunta de antes, Fred, ella cayó al suelo de golpe. Si nos basamos en el informe del agente Barrett, la señora Tabram acudió a George Yard acompañada de un hombre alto, embozado en una capa negra y con un sombrero de copa.

Carnahan sonrió despectivo.

—Descripción exacta de McGinty, líder de la banda de nuestro distrito, doctor —aventuró.

—No puede ser, sargento. McGinty nunca hace el trabajo sucio. Y, además, casi siempre envía a más de un sujeto —dije al momento—. No concuerda en modo alguno.

Phillips afirmó subiendo y bajando la cabeza varias veces.

—Olvidáis otro detalle relevante —señaló el conjunto del cuerpo—. Si, como dicen esas mujeres de la calle, McGinty iba a por ellas, la señora Tabram nunca habría acompañado a McGinty de buen grado hasta el edificio, tal y como el agente Barrett los vio ir… No, amigos míos, Martha Tabram no conocía a su agresor —afirmó el forense.

—Centrémonos en el cadáver, doctor —propuso el jefe Swanson.

Un trueno resonó a lo lejos, procedente de una de las pequeñas ventanas enrejadas que proporcionaban luz al tétrico sótano. Empezó a llover con más intensidad.

El médico posó su puntero de metal en una gran abertura que abría el cuello.

—Le seccionó la garganta de un solo tajo y penosamente realizado, lo que indica que es posible que la señora Tabram siguiera viva y consciente mientras ocurría todo lo demás. Nuestro asesino la dejó caer al suelo y seguidamente le asestó varias puñaladas por todo el cuerpo. Están hechas sin orden ni concierto y, por la superficialidad de algunas, deduzco que el asesino perdió los nervios por completo y desató su ira contra la mujer.

—Un asesinato bastante chapucero… Es típico de los McGinty —señalé, convencido de mi hipótesis.

—Es posible que le cortase el cuello por detrás… —precisó el doctor, haciendo después una extraña mueca.

—Cabe la posibilidad de que creyese que el sujeto iba a… Bueno, ustedes me entienden —opinó el sargento.

Tosí un par de veces antes de continuar con mi teoría.

—Todo concuerda. Martha Tabram era prostituta —afirmé—. Le daría la espalda y se apoyaría en el muro. Eso explicaría la abundancia de sangre en la pared.

—Pero… ¿por qué degollarla y asestarle todas esas puñaladas? —inquirió Swanson, mientras arrugaba la nariz.

—Es obvio que nos enfrentamos a un demente, un demente misógino —insistí—. Estas puñaladas indican ira. Y de la ira a la demencia… —dejé a propósito la frase inconclusa.

—Solo hay un paso —completó el doctor, quien forzó una sonrisa—. Bien. Vamos ahora a la parte de abajo del cuerpo, que es muy interesante por lo que he podido observar esta mañana —apuntó con el puntero hacia la abertura en canal del vientre—. Hay cortes precisos aunque inseguros… Ello indica que el asesino se encontraba más calmado a la hora de destriparla que cuando le rebanó el cuello. Estos cortes nos dicen también que sabía bien lo que hacía. Realizó la extracción de los órganos reproductores y de varios trozos de colon, que abandonó en el escenario del crimen y que pude observar mientras los introducían en el cubo.

El estómago de más de uno empezó a revolverse al imaginar la terrorífica escena.

—¿Algo más? —preguntó el jefe Swanson.

—Es solo una hipótesis… Pienso que nuestro asesino era un hombre culto —comentó el forense.

—Eso es absurdo —dijo una voz grave a nuestras espaldas.

Me giré y me encontré con la alta y robusta figura de Sir Charles Warren, quien nos observaba gravemente. Se cubría las fosas nasales con un pañuelo e iba acompañado por el señor Mann.

No sé en qué diablos estaría pensando la reina Victoria cuando sacó a aquel general tirano de África y lo puso al frente de todo Scotland Yard.

Sir Charles Warren era un hombre brusco y arrogante, odiado por casi toda la ciudad desde el 13 de noviembre del pasado año, cuando, sin venir a cuento, ordenó a la Policía montada embestir contra una manifestación pacífica de socialistas en Trafalgar Square.

El personaje en cuestión lucía unas grandes patillas tudescas, que se juntaban en un poblado bigote, y un monóculo resplandeciente, que siempre llevaba sujeto a su ojo derecho. Aquel día, para variar, fumaba un apestoso cigarro de tabaco hindú.

—Buenos días, Sir Charles —saludó Phillips con fría cortesía—. ¿Qué le trae por el depósito?

—Ciertas irregularidades, doctor —replicó el jefe de la Policía metropolitana—. ¿Puede decirme quién le ha autorizado para traer eso aquí?

—Yo, Sir Charles —respondió el jefe Swanson—. El doctor advirtió que este cuerpo presentaba unos detalles bastante extraños y pensamos en examinarlos.

Warren se acercó a la camilla, le echó un vistazo al cadáver y se retiró con una mueca de asco en el rostro.

—Dios santo… —musitó espantado—. Ya se ha hecho suficiente carnicería aquí, doctor, para que usted venga a recrearse con el cuerpo de esa desventurada —su tono era de desafío, pero no por ello me arrugué.

—Con el debido respeto, Sir Charles —intervine con energía—, el doctor ha hecho lo correcto. Ese cuerpo nos ha proporcionado datos interesantes —añadí, señalándolo luego con las manos abiertas.

Pensé que me fusilaba con los ojos.

—Inspector Frederick George Abberline —pronunció mis dos nombres y el primer apellido lentamente, deteniéndose a propósito en cada sílaba, como si le desagradara—, ¿puede decirme qué detalles? ¿No serán de la misma índole que la última afirmación que ha hecho el doctor a mi llegada?

—Exactamente —afirmé tajante, aguantando bien su impertinente mirada—. Sin duda alguna, ese asesino es un hombre culto. Vea si no estos cortes… —me aproximé al cadáver y señalé las incisiones del vientre abierto. Pero Sir Charles permaneció donde estaba, sin acercarse lo más mínimo a la camilla—. Son precisos y contundentes. Están hechos, sin duda, por una persona que conoce el oficio y la anatomía humana. Es por ello un hombre culto, un médico, un cirujano, alguien que puede acceder a conocimientos específicos de anatomía.

—Secundo la opinión del inspector Abberline, Sir Charles —declaró el forense—. Los órganos extraídos están cortados con total precisión y sin apenas errores. Es, en mi opinión, el trabajo de un profesional, pero aún necesito conocer más detalles.

—En efecto, doctor. Necesita usted más detalles que… —dijo Warren.

Le interrumpí en un irrefrenable impulso.

—Además, el asesino trabajó en el descansillo del edificio, sin apenas luz —precisé el lugar del sangriento crimen—. Dígame usted ahora cómo pudo hacerlo así, de forma tan precisa y a ciegas, si no es un conocedor perfecto del cuerpo humano.

Sir Charles suspiró largamente y nos miró a todos uno a uno.

—Muy bien, inspector, ¿y qué quiere que haga? —repuso con un deje irónico que no me pasó precisamente inadvertido—. ¿Debo hacer arrestar a todos los cirujanos y médicos de Londres? ¡Es ridículo, por favor! ¡Que un hombre culto se dedique a asesinar prostitutas! —incómodo, paseó por la sala—. Esto es trabajo de una de esas bandas callejeras… Es una carnicería sin sentido, un crimen más, hecho por esos salvajes y borrachos sin saber alguno.

No di mi brazo a torcer delante del jefe de Scotland Yard.

—Tal vez usted debería examinar el cadáver con sus propios ojos y ver el trabajo, Sir Charles —aventuré.

Me miró de hito en hito antes de hablar.

—¿Qué me dice de la posibilidad de que el asesino sea un carnicero?

Fue el doctor Phillips quien me relevó.

—Cabe la posibilidad, al fin y al cabo… Pero es un trabajo demasiado fino para un carnicero profesional.

—No afirme tan pronto, doctor. Todas esas puñaladas no son trabajo fino. Además, ¿no dicen que la anatomía de un cerdo es prácticamente igual a la de un hombre? Basándonos en este detalle, ¿no podría ser ese asesino un carnicero? —insistió, mientras se acariciaba distraídamente una patilla.

—Aun así, Sir Charles, es muy difícil que un carnicero posea tales conocimientos —señalé, mirando de reojo el cuerpo de la desdichada ramera.

El recurso de la etnia maldita cruzó por la mente de Warren y se agarró a él como último clavo ardiendo.

—¿Y qué me dicen de los judíos? —apuntó descubriendo su antipatía por los descendientes de los deicidas—. Esa gente posee muchos conocimientos sobre el tema… Y en Whitechapel hay muchos…

—Creo, Sir Charles, que deberíamos descartar esa posibilidad por el bien de la población judía —se apresuró a decir el jefe Swanson—. Podría inducir a disturbios serios en Whitechapel.

—Está bien —el mandamás de Scotland Yard hizo un ademán con la mano, indicando que la conversación había terminado—. Señor Mann, que incineren a esta mujer… —ordenó secamente—. ¡Y no se hable más del asunto! —añadió con un punto de ira en su tono.

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