Pasaron los días y el asesinato de la prostituta fue olvidándose poco a poco. Al principio, los periodistas —alentados por mi rechazo a darles cualquier tipo de información que ellos pudieran manipular— publicaron miles de artículos que resolvían la muerte de la ramera de manera absurda y ridícula. Hubo alguien —creo que el señor Makarov tuvo algo que ver en ello— que culpó al doctor Ostrog del crimen, ya que no se sabía nada de él, hecho que concordaba con la desaparición del asesino de la prostituta. No obstante, no se le dio mucha importancia a esa teoría cogida con pinzas.
Sir Charles Warren, empecinado en ello, seguía insistiendo en que el crimen era obra de los McGinty antes de ser asesinados, y que el autor de la carta era un periodista que buscaba sensacionalismo barato. Por eso me advirtió que mantuviera en secreto el asunto de las dos misivas escritas con sangre. Sin embargo, el máximo responsable de Scotland Yard se equivocaba de lleno. Yo lo sabía fehacientemente. Había algo malo en todo aquello, algo que luchaba por alzarse ante mí y que yo no podía ver aún.
El sargento Carnahan y el doctor notaban mi honda preocupación e intentaban distraerme en vano. Me apreciaban de verdad.
Más adelante, una noche, tuve aquel sueño.
Había salido de la oficina tarde y me dirigí a mi casa. El correo sin abrir se agolpaba en la mesilla del recibidor de mi piso. La señora Hawk, mi portera, lo había ido acumulando allí.
Hacía días que no pasaba por casa, pero la asistenta la había mantenido en perfecto orden y limpieza, aunque ciertas evidencias delataban que aquel era un piso de soltero.
Me había casado cuando era más joven, cuando todo iba bien. Mi rango era inspector de segunda clase y estaba destinado en Whitehall. Por aquel entonces yo amaba a una buena mujer, pero aquello no duró mucho. Martha enfermó de tisis y su familia insistió en casarnos para hacer felices sus últimos días. Poco tiempo después, ella falleció. Me dolió profundamente su muerte y no volví a mirar a otra mujer desde entonces. Después vino el incidente de la Torre de Londres y mi ascenso hasta East End.
Había vivido solo en aquel piso de Whitehall desde que me destinaron a Whitechapel. No tenía familia y apostaba la cabeza a que, fuera de mi mundo profesional y de algún que otro enemigo, si yo desaparecía, nadie iba a preguntarse el motivo.
Mi vida había estado sumida en las sombras hasta que la presencia de Martha logró disiparlas. Con su marcha, la sombra había vuelto a reinar y a hacerse omnipresente.
Por supuesto, no había hablado de esto con nadie. Ni siquiera con el sargento Carnahan o el doctor Phillips. Ellos sospechaban algo, pero nunca lo habían comentado delante de mí, cosa que les agradecía de veras. Me dolía mucho pensar en todo aquello.
Me quité la chaqueta y la colgué en un perchero de la entrada. Después de encender las lámparas de gas del salón y mi habitación —únicas estancias del piso, aparte de un baño—, pedí que me trajeran la cena. La señora Hawk subió poco después con una bandeja que contenía una pechuga de ganso asado y una botella de brandy. Despaché todo con avidez, pues llevaba días sin prácticamente probar bocado; después de leer las últimas noticias en los periódicos, el cansancio comenzó a vencerme, así que me acosté plácidamente.
Todavía pienso que el haber comido bien, dormir en buena postura o el vacío en mi cerebro propiciaron aquel sueño que siempre recordaré.
Estaba en una casa de clase media londinense, lo cual podía apreciar por la calidad de sus muebles y el espacio disponible, además de la limpieza, claro. Un hombre y una mujer se abrazaban tumbados en un sofá y se besaban. La mujer era castaña y bastante guapa. El hombre era delgado y un bigote bien cuidado adornaba su tez pálida de ojos azules. Conversaban y yo no podía oírles. Una niña pequeña correteaba por la sala. Su madre, arrobada, la miraba desde el sillón. La felicidad inundaba aquella habitación.
De repente, la puerta del apartamento se abrió de golpe y varios hombres rudos, con porte militar y rostro hosco entraron en la estancia con sendos revólveres, los cuales centellearon a la luz de las lámparas de gas de la habitación. La mujer gritó de puro miedo. La niña lloró con fuerza, abrazándose a su madre. Dos tipos más irrumpieron en la habitación. Uno era alto y delgado y lucía una larga gabardina negra que le hacía parecer un siniestro murciélago. No puede verle el rostro. El otro individuo era más bajo y enérgico que su compañero y parecía estar al mando del asalto. Llevaba un sombrero hongo de fieltro negro y una chaqueta pardusca. Tampoco le vi el rostro.
Al ver a los invasores, el hombre del sofá se levantó y, furioso, les gritó algo; pude apreciar que fue en tono autoritario y familiar, como si conociera al hombre del sombrero hongo. Este encendió un cigarrillo con una cerilla que frotó en su caja de cartón y aspiró varias bocanadas de humo gris, ignorando al hombre del sofá. Les hizo una seña a sus compañeros con la mano y sonrió. Dos de ellos cogieron al joven del sofá y lo sacaron a rastras del apartamento, entre protestas, gritos e insultos. Otro se hizo con la niña como si fuera un saco y la llevó fuera de la habitación, separándola bruscamente de su histérica madre, que no dejaba de sollozar entre cortos gemidos.
Los hombres que quedaban se acercaron a la mujer asustada, que se acurrucaba en el sillón. El tipo sin sombrero sacó un reluciente revólver del interior de su gabardina y le apuntó. La señora de la casa sabía lo que iba a hacer, por lo que gritó. Yo intenté detener al criminal. El individuo disparó en la cabeza a la aterrorizada mujer, que cayó sobre el sofá muerta.
La niña comenzó a llorar, intentando despertar a su madre inútilmente. El hombre del sombrero hongo se acercó a ella, la miró con desprecio y ordenó al tipo de la gabardina —que guardaba su revólver— que se la llevara. El hombre cogió a la niña con brusquedad y la sacó de la habitación, mientras los otros cogían el cadáver de la madre de la niña.
Grité desaforado, pero nadie me oyó. Los hombres metieron al hombre joven en un coche y a su hija pequeña en otro, y se los llevaron.
Más tarde, me encontraba en un agua rojiza. El cadáver de la chica estaba a mi lado metido en el agua, que era sangre. Oía sirenas de barco a lo lejos…
Me desperté sobresaltado y no conseguí conciliar el sueño a partir de ese punto de la dramática historia.
La pesadilla se repitió varias noches seguidas. Durmiese donde durmiese, el sueño se introducía en mi mente y me hacía recordarlo una y otra vez. Intenté recurrir a medicamentos para dormir que me recetaba el doctor Phillips, pero no obtuve ningún resultado satisfactorio. Incluso probé con pequeñas dosis de droga confiscada a un traficante del puerto, pero solo conseguí depender de ella como un enfermo. Echando mano de la fuerza de voluntad propia de mi familia, dejé la droga aparte y volví a medicarme. El sueño se repetía cada noche, me perturbaba mis pensamientos y me abstraía de mi trabajo.
Se lo comenté al sargento un día en el despacho.
—¿Por qué no la busca? —preguntó serio.
—¿A quién? —inquirí extrañado.
—A la mujer de su sueño, inspector —carraspeó tres veces antes de continuar—. Bueno, más bien a su cadáver —sugirió Henry Carnahan, un tanto irónico y arqueando una ceja.
—¡Por supuesto, sargento! —exclamé en voz alta—. Como no tengo trabajo, he de dedicarme a buscar a una mujer muerta de un balazo en mi sueño y que se pudre en el río —añadí con sorna.
—¿Cómo sabe que está en el río? Podría estar en algún lago… En el Serpentine del Hyde Park, quizás.
—Está en un río. En el Támesis, más concretamente… Oí sirenas de barcos… —recordé con voz queda. De repente, recapacité y me di cuenta de que estaba hablando de algo onírico—. No me líe, sargento, no me líe. Es solo un sueño. No es real. Es fruto de mi mente cansada. Unos días de vacaciones y ya no volverá.
Una franca sonrisa iluminó el rostro de Carnahan.
—Hagamos una apuesta, inspector —me propuso. Inteligente, el sargento sabía de sobra que la mejor forma de que hiciese lo que él quería era retándome—. Acudimos a ver al jefe Bauer, de la Policía fluvial, que nos debe varios favores, y dragamos el río. Tranquilamente, sin prisas, hasta dar con el cuerpo de la chica… Si aparece, me invitará usted a cenar en el Larry. Si no, lo haré yo.
—Trato hecho —acepté sonriente. El suboficial había logrado picarme—. Vamos a ver al jefe Bauer.
La sede de la Policía fluvial de Scotland Yard se encontraba en el mismo edificio, cercana a la del Departamento de Investigación Criminal, así que antes de encaminarnos allí, el sargento y yo fuimos a hacerle una visita al jefe Swanson, que estaba, como siempre, agobiado de trabajo hasta las cejas.
Estuvimos poco tiempo en el Departamento de Investigación Criminal con Donald Swanson. El jefe Bauer, inspector jefe de la Policía fluvial, nos esperaba en su despacho. Este era humilde y, aparte de una mesa de roble en el centro, había también dos sillas y un tablón de corcho con decenas de papeles prendidos en él; una de sus paredes estaba ocupada al completo por un inmenso mapa de Londres, que dejaba algo empequeñecido mi modesto mapa de Whitechapel y alrededores. El jefe nos indicó dos asientos ante su mesa y, después de encender un puro, nos miró expectante.
—Inspector Abberline, ya sabe, no soy muy aficionado a hacer favores a la gente —precisó a modo de advertencia, aunque su tono amable lo delataba—. Pero usted me salvó el culo en ese asunto de las bandas del puerto en la City y yo, claro, no olvido que gracias a usted aún conservo mi empleo —añadió, señalando con la mano libre el austero despacho.
Era un hombre pálido, de mostacho recto y bien recortado. Se peinaba hacia atrás, sin línea, y vestía siempre el típico uniforme de policía, bien planchado, impecable.
Entré de lleno, con toda energía.
—Sir Charles nos jode a todos, jefe Bauer —opiné, tras morderme el labio inferior.
El aprobó mi golpe al jefe de Scotland Yard con una sonora carcajada.
—Bien, bien, inspector —asintió con la cabeza—. Tengo entendido que busca usted un ahogado.
—Ahogada, más bien —le corregí.
—Excelente… —aprobó el jefe Bauer, lacónico. Le di la descripción de la mujer que había apuntado en un pequeño papel y entonces él nos informó del plan de acción—. Mis chicos dragarán todo el río de cabo a rabo y la encontrarán… Puede estar seguro de ello… ¿No le correrá mucha prisa…?, ¿no? Mejor así. Tenga en cuenta que el Támesis es muy largo y profundo… Tardaremos varios días…
—No hay problema. Muchas gracias por todo, jefe Bauer —dije y le estreché la mano al levantarme.
El sargento y yo salimos del despacho y volvimos a Whitechapel, en el coche que Benjamin Lancaster había conducido hasta la sede de Scotland Yard.
En la puerta del 74 de Brook Street aguardaba un coche negro y austero, tirado por dos caballos azabaches que relinchaban furiosamente. En la parte superior del coche, un hombre embozado en una gabardina negra esperaba sentado, riendas en las manos, mientras fumaba con parsimonia un cigarrillo.
La puerta de la casa se abrió, y un hombre con un sombrero hongo salió afuera y cerró la puerta tras de sí. Se dirigió al cochero con voz neutra.
—Todo listo. El doctor cree que ya está recuperado. Tendrás que conducirlo hasta la próxima y vigilarlo.
El cochero asintió.
—De acuerdo —se limitó a decir.
El hombre se introdujo en el coche.
El cochero fustigó a los caballos, que partieron calle abajo arrastrando el coche detrás de ellos.
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Los días fueron pasando y el mal tiempo fue cesando, hasta dar paso a días más soleados y calurosos, más propios de la estación estival. Nuestro humor, en general, había mejorado y la muerte de Martha había escapado de nuestras mentes, lo que no significaba que la hubiésemos olvidado. Seguía en nuestros corazones, pero, como había dicho Kate: "La vida sigue, chicas". Todas optamos por seguir esta opción. Había pasado casi un mes y agosto estaba a punto de terminar. Trabajamos como leonas para pagar el alquiler de la casa y para impedir que el viejo Nathan volviera a trabajar, pues al fin y al cabo su trabajo era mucho peor que el nuestro.
Transcurrieron los días, cada vez más largos, de aquel maldito agosto. No había día que no me acordara de la pobre Martha. Fue la noche del 31 de agosto cuando el horror reapareció.
Habíamos llegado todas a casa excepto Polly, que se había demorado con un cliente. Cenábamos un suave caldo de gallina que había preparado Lizie. El viejo Nathan purgaba por su violación del quinto mandamiento, por lo que no probó bocado. El caldo de Polly se enfriaba y vi que ya eran más de las diez. Mirando por la ventana, observé como los faroleros, quienes portaban una gran vara con un extremo encendido, prendían fuego a las farolas de gas de la calle para iluminarlas. "Joder, para un día que podemos comer bien y esta mujer se retrasa", pensé. Eso era cierto, ya que los alimentos escaseaban. Cada vez comíamos menos y eso se notaba en Mary y en mí en demasía.
Lizie había conseguido dinero suficiente para comprar el ave que ahora ingeríamos en forma de caldo. Ignoro cómo lo logró. Lizie, Mary y Polly siempre traían más dinero a casa que las demás. Mary era bastante atractiva para los babosos y sabía utilizar bien sus virtudes. No obstante, ignoraba las cualidades de Lizie y Polly. Lizie era un encanto, al igual que Polly, pero los babosos de turno raramente apreciaban eso en una puta. Sospechaba que Lizie tenía algún lío con un hombre, pero no podía asegurarlo con certeza. En cuanto a Polly…, ella seguía siendo un misterio para mí.
Aquella noche fue distinta. Teníamos cena y estábamos contentas. La muerte de Martha estaba ya casi olvidada y cada una proseguía con su propia vida. El viejo Nathan seguía como siempre, callado y taciturno.
Nosotras nos reíamos de los chascarrillos de Catherine, que volvía a estar un poco bebida. Cuando terminamos, recogimos la mesa y guardamos las sobras de la comida. Permanecimos sentadas en la cocina charlando hasta las once de la noche y después subimos a arreglarnos para trabajar. Me vestí de forma práctica, es decir, enseñando y abultando tanto como se podía mis sensuales pechos bajo el desgastado corpiño, decorado con encaje veneciano —para atraer babosos—, y me puse la falda y debajo toda la ropa que tenía, para que me permitiera hacer el truco.