Un característico chasquido me interrumpió. Nathan sacó la escopeta, abierta por la mitad. Luego introdujo dos cartuchos y la cerró con un golpe seco que me heló la sangre.
—Necesitamos el dinero ya —afirmó en tono frío.
—Las chicas y yo haremos la calle, Nathan —repuse al instante.
—Natalie, yo te arrastré a esto… ¿No lo ves? —masculló—. ¿No te gustaría haberte casado?, ¿haber tenido hijos?, ¿vivir en una cómoda casa, sin tener que estar acostándote con borrachos y marineros por unos cuantos peniques? —Nathan se sentó en la cama, cabizbajo, los labios muy prietos, con la escopeta en las rodillas.
Repentinamente enternecida por todo lo vivido con él, me senté a su lado y le puse las manos sobre el antebrazo derecho.
—Si hice todo esto, es porque eres como mi segundo padre, Nathan, y te quiero como a tal… —lo abracé con cariño y le quité la escopeta de las manos. No ofreció la más mínima resistencia. Introduje el arma larga de fuego en el armario, cerré las puertas y me quedé con la llave por si acaso—. Vamos a acabar de desayunar… —le dije con suavidad, y salimos los dos de la habitación cogidos de la mano.
Dejé escapar un largo suspiro de alivio. Había logrado frenar a Nathan por un corto período de tiempo, pero… quién sabe si no necesitaríamos que Nathan volviese de nuevo a su antiguo empleo de asesino a sueldo…
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Eran cerca de las seis de la tarde, y las chicas y yo nos habíamos reunido en una fuente cercana a nuestra calle. Estábamos aseándonos y bromeando, como siempre. Kate, ya recuperada de su borrachera, se encontraba también allí.
—Ahora, chicas, debemos hacer la calle como nunca lo hemos hecho —dije con firmeza—. Necesitamos el dinero… —miré severamente a Kate—. Y nada de alcohol, ya sabes… —le advertí.
Se hizo la ofendida con un gesto de rechazo de su mano izquierda.
—¿Me tomas por una borracha? —inquirió agria. Se nos escapó la risa gansa.
—Chicas, no contéis con mi coño para esto… No me veo capaz —señaló Polly.
Annie hizo el comentario del día.
—¡Tonterías! ¿Ahora te haces la remilgada? ¡Si luego eres la más zorra de todas nosotras!
Las chicas se rieron. Yo sonreí. No me apetecía mucho reír; seguía temiendo por las ideas que pasaban por la cabeza de Nathan.
—Bueno, chicas, al trabajo —dijo Martha, echándose un raído chal de lana sobre los hombros.
Nos separamos de la fuente y cada una tomó una calle. Me giré y vi que Martha se dirigía a Whitechapel Road hacia abajo.
El escalofrío volvió a sacudirme mientras la miraba…
Recorrí la solitaria Christian Street cuando ya era de noche. Me habían tocado cuatro tipos. Los dos primeros estaban tan borrachos, que pude hacerles el truco sin ninguna dificultad… Pero los últimos estaban bien sobrios y debía trabajar en lo mío. Saqué por ello una buena prima.
Veía ya el final de la calle, que se había quedado vacía misteriosamente. No había luz, salvo la que proporcionaba una delgada farola de gas en mitad de la acera derecha. Precisamente estaba entrando en el círculo de luz cuando dos manos me agarraron de los brazos y me empotraron contra la pared más cercana. Me dolió.
Alguien me cogió del cuello y me colocó algo frío y metálico en él. Grité, pero el tipo que me cogía me apretó el objeto metálico contra la yugular. Sentí un agudo pinchazo en la piel.
—¡Ah! Es esa zorra de Natalie Marvin… ¿Verdad, Joe? —dijo el que me agarraba del cuello.
Una risotada identificó al tipo que me había empotrado contra la pared. Sin duda, era Joe Shaw, un matón de los McGinty. Y el tipo de la navaja era…
—McGinty… —lo reconocí en voz baja.
—¡Ah, Joe! —exclamó aquel desgraciado—. ¡Parece que la puta me conoce!
—¿Cómo no iba a reconocerte, gusano? —replicó Shaw.
Recobré mi coraje. Los conocía y no me daban miedo pese a la proximidad de un arma blanca en mi cuello. Para demostrarlo, escupí al suelo mi rabia.
McGinty se rió, enseñando su dentadura en mal estado.
Ambos eran de una banda que operaba en todo Whitechapel y sembraba el terror entre las prostitutas y los judíos comerciantes. Exigían peajes para pasar por las calles, mataban, violaban… No obstante, mi seguridad se debía a que, aunque hacía mucho tiempo que no veían a Nathan, sabían que el viejo existía y que no toleraba que nadie tocase a su hija adoptiva. Le temían todavía y, gracias a ese miedo, las chicas y yo podíamos sentirnos seguras.
—¿Qué queréis? —inquirí con aspereza.
Ellos me arrastraron hasta el círculo de luz de la farola. Pude verlos bien. El gigantesco Joe me agarró entonces los brazos y me los sujetó en la espalda. McGinty ofrecía el mismo aspecto de siempre, con su casaca negra y sombrero de copa de imitación. Le hacía ilusión parecer un rico caballero, por eso se peinaba con grandes cantidades de aceite y se cuidaba la perilla de chivo como si de un hijo suyo se tratase. Sin embargo, su hablar barriobajero le delataba enseguida.
—Tus amigas y tú no trabajáis para nosotros… Y eso no está bien —me respondió McGinty en tono hostil—. Tenéis que trabajar para nosotros —insistió.
—No está nada bien… —coreó el gorila.
"Trabajar para nosotros" significaba que una parte de los beneficios que ganásemos —una parte desorbitante— debíamos entregárselos a McGinty y a su banda a cambio de protección.
—No, gracias —repuse convencida de mis frías palabras—. El viejo Grey nos protege. No os necesitamos para nada.
Me zafé de los brazos del gigantesco Joe y miré a McGinty con descaro.
—Es la última vez que os ofrezco mis servicios, y tanto tú como tus amigas me habéis rechazado… Y eso no me gusta, Natalie —McGinty se acercó a mí y me apuntó con la navaja—. Me parece que voy a tomar por la fuerza lo que no me quieres dar por derecho.
—¡Y una mierda derecho, McGinty! ¡Yo…! —no pude articular una sílaba más porque McGinty me soltó una bofetada.
Caí al suelo y gemí de dolor. McGinty se acercó a mí y se arrodilló, colocándose a mi altura.
—No te he mandado que hables, zorra —masculló irritado. Su cara estaba tan cerca de la mía, que podía aspirar su aliento a alcohol barato y a ajo—. Quiero que me paguéis, Natalie. Quiero que me deis cuatro libras cada una…
Puse los ojos como platos ante tal exigencia económica.
—¡Estás loco, McGinty! —recibí otra bofetada.
El se inclinó sobre mí.
—Ahora nos vas a hacer unos cuantos favores a mi amigo Joe y a mí, y gratis, claro, zorra… O te cortaré esa preciosa garganta… —me amenazó ladeando su navaja—. ¿De acuerdo? —me colocó la navaja en la garganta y vi como se desabrochaba el cinturón con la otra mano.
—Adelante, grita… —me retó. Tenía el rostro ansioso de deseo—. Nadie te oirá.
—Grey se enterará de esto, McGinty… Ya lo verás… —lo avisé con toda la sangre fría que pude reunir.
McGinty soltó una larga carcajada.
—¡El viejo Grey! —exclamó despectivo—. Ahora estáte quietecita que vas a saber lo que es un hombre de verdad.
Se aproximó a mí e intentó levantarme la falda.
Horrorizada al comenzar a sentir el gran miembro erecto de McGinty golpeándome las piernas, busqué con las manos y a tantear el suelo en busca de algo que me ayudase. Las manos de McGinty se movían con endiablada rapidez por debajo de mi corpiño con refuerzos verticales. Su nauseabundo contacto con las manos y su repelente aliento dieron alas a mis manos, que tropezaron por fin con algo sólido en el suelo. Era una botella vacía.
Decidida a todo, la cogí por la boquilla y la estallé en el rostro de McGinty. Los cristales se clavaron en su cara y el golpe repentino lo dejó aturdido por unos instantes, que yo aproveché muy bien.
Mientras el jefe se retorcía de dolor en el suelo, me levanté y salí corriendo callejón abajo. Joe Shaw intentó agarrarme, pero esquivé sus grandes brazos. La salida de la calle estaba cerca. Oí entonces la voz de McGinty a mis espaldas.
—¡Atrápala, Joe! ¡Atrapa a esa zorra! —gritaba, mientras gemía de dolor.
Oí el resoplar de Joe detrás de mí.
"Me atrapará", pensé. Corrí con todas mis fuerzas y salí de la calle. En ese preciso instante me di de bruces contra un policía que hacía la ronda por allí. También se llamaba Joe.
—¿Qué es esto? —exclamó el miembro de la autoridad, sorprendido y sacando de inmediato su porra.
—¡Ese hombre, agente! ¡Quiere matarme! —grité de miedo.
Shaw intentó hablar, pero el policía le propinó tal golpe con la porra en el estómago que incluso a mí me dolió. McGinty salió del callejón tapándose la cara sangrienta y tambaleándose, pero también se chocó con el policía. Aproveché ese momento para escapar. Oí los gritos de McGinty mientras huía del control del agente del orden público:
—¡Te acordarás de esto, Natalie Marvin!
No paré de correr hasta que reconocí los destartalados edificios de Whitechapel Road, adonde llegué al fin sin resuello. Me apoyé en una esquina e intenté recuperar el aliento.
Alguien me tocó el hombro. Me sobresalté mucho. Di un salto hacia delante y me giré. Era Martha.
—¡Joder, Martha! —exclamé mitad indignada mitad aliviada.
Al verme jadeando y temblando de pies a cabeza, Martha me preguntó preocupada:
—¿Qué te pasa?
No pude más y me abracé a ella llorando. Había pasado mucho miedo. Había estado a punto de morir, pues no dudo que McGinty me hubiese degollado allí mismo. Martha me consoló y terminé por contársele todo.
—¡Hijos de puta! —los maldijo ella y escupió luego sobre el suelo su rabia.
—Por favor, Martha, te lo ruego, no le digas nada a Nathan… —imploré, mientras seguía abrazada a mi compañera de oficio—. Sería capaz de cometer una estupidez y…
—No tienes que explicarme nada, Natalie. No te preocupes —convino con una sonrisa forzada—. No le diré nada. Pero tú tienes que esconderte. Te quedarás unos días en casa hasta que McGinty olvide esto… Te acompañaré hasta allí.
Me cogió del brazo y me llevó al piso que compartíamos con seis personas más. Nathan nos vio entrar y preguntó por qué veníamos tan pronto. Martha le contó que no había mucha gente. Saqué el dinero que había recaudado y lo guardé en el hueco, bajo la consabida tabla suelta. Subí a acostarme, no sin antes dar las buenas noches a Nathan y a Martha.
Ya en mi habitación, desvestida y mirándome al espejo, todavía me temblaban las piernas. Había tenido una fría navaja en mi cuello y no era una experiencia agradable.
Oí la puerta de la calle y supuse que Martha había vuelto a salir. Miré por la ventana y la vi subir por Buck's Row y pasar por delante del cementerio judío.
No lo supe en ese momento, pero más tarde me di cuenta de que esa fue la última vez que la vi con vida…
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
El secuestro de Ostrog y la misteriosa metamorfosis de su piso ocupaban mi mente desde el día en que visité el deprimente inmueble de Makarov. No lograba dormir. Algo me decía que era un suceso importante, seguramente consecuencia de otro mayor… No obstante, no sabía interpretar esa pista.
Recuerdo perfectamente aquel 7 de agosto. Me acababa de despertar en mi despacho de la comisaría del distrito. Como siempre, me había dormido haciendo un informe, con la cabeza apoyada sobre él. El informe era el del doctor Ostrog.
Sobre mi escritorio yacía el reloj del sargento Carnahan, que debía reparar. Se le había soltado un engranaje, pero tenía fácil solución. He olvidado comentar que, antes de ingresar en la Policía, yo me dedicaba a arreglar relojes. Una vez entré en el cuerpo, algunas veces lo hacía con los de mis compañeros por puro hobby, una simple distracción, sobre todo cuando no me hallaba metido hasta las cejas en un caso.
Ese día me dolía el cuello, una señal inequívoca de la mala postura en la que había dormido. La lámpara de petróleo de mi mesa de trabajo estaba encendida. Me desperecé y estiré los brazos para desentumecerlos. Apagué la lámpara y me levanté.
La puerta de mi despacho se abrió entonces, y Henry Carnahan entró en el oscuro despacho y me miró. Las cortinas que taponaban el ventanal estaban aún corridas.
—¿Durmiendo en el despacho otra vez, inspector? —preguntó, por decir algo.
Me dolía mucho el cuello, así que me limité a ignorar el banal comentario.
El suboficial atravesó la estancia y abrió las cortinas de par en par. Quedé cegado ante la luz. Instintivamente, me protegí los ojos con una mano.
—¡Sargento! —protesté con voz áspera.
—Inspector, su torturada y oscura alma necesita un poco de luz solar… Debería salir más a menudo del despacho, inspector, ya que su tono de piel es más pálido día a día —me recomendó con cierta sorna.
Solté un bufido de protesta.
—Muy gracioso, como siempre, sargento… Si no fuese porque sin usted no tendría quien acabase este maldito informe, haría que le destinasen a la City de patrulla —señalé con el índice derecho en la dirección correcta. Había confianza entre nosotros para bromear.
El dejó escapar una suave risa.
—No me disgustaría, pues hoy hace un día precioso para patrullar —repuso sonriente.
Después se sentó ante la máquina de escribir y le pasé el informe. Se colocó como lo haría un maestro de piano ante su instrumento y comenzó a teclear con su habitual parsimonia.
—¿Se sabe algo de Ostrog, inspector? —quiso saber, aunque sin apartar la vista de lo que escribía.
—Nada… —me encogí de hombros—. He mandado analizar las hierbas secas de la estufa y, efectivamente, eran de adormidera —afirmé, mientras observaba el techo del despacho—. Y, además, de muy buena calidad, sargento; exportadas, me atrevería a decir… No son del tipo de forraje que los chinos venden en sus fumaderos —añadí a media voz, igual que si hablara conmigo mismo.
—¿Y qué hay de Makarov, señor?
—No ha vuelto a ver a Ostrog. El apartamento continúa vacío —dije yo, paseando por el despacho—. Como ve, seguimos en un callejón sin salida… y sin respuesta alguna, claro.
La puerta de mi despacho se abrió bruscamente y el alto agente Mason apareció en el umbral. Aquel hombre había compartido con Barrett el puesto de secretario a mi servicio y, al contrario que su ex compañero, prefería mantener su puesto. Jadeaba y venía nervioso. La expresión preso del pánico sería más exacta.