Jamás me perdonaré haberla arrastrado a esa vida que jamás pudo ya abandonar.
Poco a poco recuperé las fuerzas, aunque nunca volví a trabajar. Natalie lo hacía por los dos. Con el tiempo, ella conoció a otras chicas, también practicantes del llamado
oficio más viejo del mundo,
y juntas idearon el negocio al que me dedico ahora.
Ahorrando y tirando de mi antigua paga de soldado, alquilamos un piso de un edificio. Allí vivíamos todos, las seis chicas, Natalie y yo. Mi trabajo era protegerlas de las bandas extorsionadoras, de los maníacos y cómo no, de los borrachos. Así las cosas, vivimos largo tiempo en relativa paz, con un negocio que en realidad no nos llevaba a ningún sitio. Pero las chicas tenían un lugar al que poder ir, comida y protección, y eso me contentaba. Ni siquiera pensaba en qué sería de ellas cuando yo faltase…
Todo iba relativamente bien hasta aquel horrible día, aquel 7 de agosto de 1888 que odiaré de por vida…
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Cuando me levanté, era cerca del mediodía. Había estado lloviendo toda la noche y el barro se amontonaba en las calles, aunque ahora lucía un brillante sol que amenazaba con arrojar más lluvia contra la mayor ciudad del Reino Unido. Había vuelto de trabajar hacia las cinco de la madrugada. Nathan me esperaba, como siempre, despierto y alerta. Hasta he llegado a dudar de que mi viejo protector durmiese de verdad.
Abrí mi armario y me quité el camisón. Me miré en el agrietado espejo de la puerta izquierda y me dije: "Natalie, cada día estás más delgada". Cogí un corpiño verde oscuro con motivos florales y me lo puse, procurando que realzase bien mis pechos mientras ataba los lazos. Eso siempre solía atraer a los babosos de turno. Luego me coloqué una falda larga negra que solía acostumbraba a ponerme para trabajar, ya que esta se levantaba fácilmente y, como por dentro tenía mucha ropa de abrigo, impedía que el baboso averiguara si me estaba metiendo algo o si simplemente tenía su miembro entre mis calientes muslos. A esto lo llamábamos el truco. Tras dejar un profundo suspiro, saqué un desgastado cepillo del pelo. Me peiné mi largo cabello, que casi me llegaba a la cintura, y procuré que quedase decente. Después, salí decidida de mi habitación.
"La casa cada día está más en ruinas", pensé al observar los desconchones de las paredes y las múltiples grietas. En el techo seguía habiendo goteras y el agua que caía por ellas se recogía en unos cazos que Nathan había colocado debajo. En el pasillo me encontré con Lizie.
—¡Buenos días, Natalie! —me saludó ella desde la puerta de su habitación.
Su nombre completo era Elizabeth. En el barrio era conocida como Long Liz, debido a su elevada estatura, pero las chicas y yo la llamábamos Lizie a secas. Su tez pálida y sus ojos grises le habían embellecido el rostro durante muchos años, aunque un hijo de la grandísima puta le deformó la parte superior de la mandíbula de una brutal paliza y le dejó su bonita sonrisa sin los dos incisivos de arriba, lo cual la avergonzaba mucho. Había emigrado a Londres desde Suecia y hablaba con fluidez el sueco, pero jamás nos contó nada sobre su pasado. Para resumir su carácter, he de decir que de tan buena que era, a veces era estúpida.
—Buenos días, Lizie —contesté a su saludo, esbozando luego una breve sonrisa.
—¿A qué hora llegaste anoche? —quiso saber ella.
—A las cinco o así… Me tocó un borracho que no veía ni a tres pasos de su nariz y me demoré un poco.
—Yo estuve con un hombre encantador…
—No empecemos, Lizie… —miré hacia el techo con resignación. Lizie se había enamorado varias veces de sus propios clientes. Eso es algo que toda mujer de la vida fácil tiene que prohibirse. Fruncí el entrecejo y ella pareció leerme el pensamiento.
—No es nada, Natalie —me tranquilizó en un susurro.
La puerta de la habitación de Martha se abrió y esta salió de ella. Bostezó y se arregló un poco el pelo. Lo llevaba recogido en un cómodo moño.
—Buenos días, chicas —saludó mientras se frotaba las legañas de los ojos.
Lizie cerró la puerta de su habitación.
—Hola, Martha —contesté mecánicamente.
Ella también estaba interesada por mis horarios.
—¿A qué hora llegaste anoche? —me preguntó tras bostezar una vez más.
—Tarde, hija… El viejo cazador blanco me esperaba sentado en la mesa de la cocina, como siempre… —las tres reímos con ganas. Ese era el apodo que le dábamos a Nathan.
—Un día me matará de un susto… —reconoció Martha con voz. queda—. Ayer llegué a medianoche y estaba en la cocina con la luz apagada. Os aseguro que me acojoné al ver su sombra.
No pudo menos que sonreír, comprensiva, al imaginar la escena: Nathan en la cocina fumando de su asquerosa pipa, entra Martha un poco bebida y haciendo eses… Y susto del viejo Grey a la mujer.
—Bajemos a desayunar, chicas. Me muero de hambre —propuse.
Las tres recorrimos el largo pasillo, que desembocaba en una destartalada escalerilla de caracol. Esta daba a la cocina-comedor y también a la salida del piso. Cuando llegamos a la cocina, los demás inquilinos del piso ya estaban sentados a la mesa.
Nathan había hecho té —que Martha había obtenido de un chino a cambio de sus favores— y un poco de pan tostado, que todos untaban en mantequilla. En la mesa estaban sentados Nathan, Mary, Annie y Polly. Les dimos los buenos días y yo, como todas las mañanas, besé a Nathan en su mejilla, curtida por la intemperie. El viejo me sonrió bajo su canosa y bien cuidada barba.
—Buenos días, chicas —dijo complacido por mi ternura, a la vez que se servía té en una vieja tetera de metal, que había conseguido en sus tiempos de soldado en el Sudán. Siempre creí que la había robado.
Me senté sobre un taburete, al lado de Nathan y enfrente de Mary Martha y Lizie ocuparon dos sillas, una a mi lado y otra presidiendo la mesa delante de Nathan. Después alguien me pasó un pedazo de pan tostado. Con un cuchillo empecé a untarme mantequilla.
Annie bebía té con pequeños sorbos. Rondaba ya los cuarenta y siete años y estaba bastante obesa. Sus ojos eran azules y el cabello, castaño y corto. En el barrio le pusieron el sobrenombre de Annie
la Morena
. Era la única de nosotras que tenía un
sueldo fijo
, que procedía de lavar a un tipo que conocía. Había sido muy guapa de joven, pero los años —y la bebida— no la habían tratado bien. Lucía en la mano derecha tres ostentosos anillos de latón, regalo de su marido. Este había muerto hacía años, de modo que al quedarse sin su pensión, Annie se había visto obligada a recorrer las calles.
En realidad, excepto Mary y yo, las demás habían estado casadas y sus respectivos maridos las habían abandonado al poco tiempo por su entusiasmo por la bebida o por la pasión a la bebida de los maridos, que para el caso daba igual.
Al lado de Annie, Polly mordía una tostada con la vista perdida. Se llamaba Mary Ann, pero era conocida como Polly. Tenía cuarenta y dos años, aunque debido a su cara simpática y juvenil, aparentaba diez menos de los que en realidad tenía. Su cabello era castaño, aunque en él habían comenzado a aparecer los primeros mechones grises.
Mirándolas como si no las conociera de nada, mordí mi pan tostado, distraída. Algo me pasó entonces. Un escalofrío me recorrió la espalda al fijarme en ellas. Parecía como si una inquietante sombra se hubiese cernido sobre mí. Sentía frío, igual que si un viento gélido me soplase directamente en la nuca. Me topé con la jovial mirada de Mary y la misteriosa sensación desapareció entonces.
Mary tenía solo un año más que yo y era casi una hermana para mí. En realidad, todo el mundo lo pensaba así, ya que, a fuerza de vernos tanto juntas desde pequeñas, nos confundían. Ella fue la primera chica que Nathan adoptó después de mí, por lo que la gente había empezado a creernos hermanas y a confundirnos. Al principio, Mary y yo nos enfadábamos con quienes nos confundían, pero con el paso del tiempo habíamos aprendido a ignorar el asunto e incluso respondíamos ambas a los nombres de Natalie y Mary.
—¿Algo te preocupa? —inquirió mi amiga al verme tan ensimismada.
Nathan me miró también de forma inquisitiva. Las otras chicas comenzaron a hablar animadamente.
—Nada… —repuse lacónica, mintiendo descaradamente.
En ese momento, Lizie preguntó en alto:
—¿Y Kate…?
Todas miramos al unísono a Nathan. El viejo se sobresaltó y se encogió de hombros.
—No ha dormido aquí esta noche… —nos comunicó con voz lúgubre.
Cundió el pánico entre nosotras. Todas nos levantamos, como empujadas por un resorte, hablando a la vez. Sabíamos cómo era Kate y también la forma en que se comportaba cuando estaba bebida, algo que, muy probablemente, había ocurrido esa noche.
Martha, nerviosa, se puso su chaqueta negra, que estaba colgada de un perchero situado junto al fuego.
—Yo iré a Bhisopsgate —afirmó decidida—. Seguro que todavía está allí.
—No lo creo… A la una expulsan a los borrachos —dijo Annie—. Lo sé por experiencia.
—Bueno, pues busca por los alrededores. No creo que haya ido muy lejos —opiné, alzando algo las cejas.
—Ya nos apañaremos —señaló Nathan, ceñudo—. Te acompaño, Martha —dijo a la vez que se ponía su gabardina de cuero negro.
Asentí con una inclinación de cabeza.
—Mary y yo nos quedaremos aquí por si vuelve. Que Lizie, Annie y Polly recorran la calle para ver si está tirada por ahí, en cualquier esquina —propuse con voz grave.
Polly admitió mi plan de acción mientras cogía su chaqueta verde botella.
—Descuida, Natalie, que así lo haremos… ¡Ay! —se lamentó—. ¡Ojalá que no le haya ocurrido nada!
Era habitual que Kate bebiese más de la cuenta y la arrestaran sin más por escándalo público. O eso o que pasase la noche tirada en la calle, medio muerta de frío y con la humedad calándole los huesos.
Nathan y Martha se dirigían hacia la puerta cuando esta se abrió de par en par y Kate Eddows apareció en el umbral, bamboleándose de un lado a otro y con una botella de quién sabe qué bebida alcohólica en la mano diestra. Se reía a carcajada limpia.
—¡Buenos días! —exclamó jovial, echándose a los brazos de Nathan, quien, evitando su apestoso aliento, la sostuvo entre los suyos y la sujetó por los sobacos. Ella volvió a reírse a mandíbula batiente.
Martha le lanzó una mirada de reproche y cerró la puerta, no sin antes echar un ojo al descansillo para ver si alguien había acudido al oír el escándalo.
Kate se dejó caer pesadamente en una silla.
—¡Puta! ¿Dónde estabas? —le preguntó Annie—. Nos habías asustado.
—¡Pero ya estoy aquí! —gritó Kate eufórica.
—Ya te vemos… —repliqué en tono áspero.
En el ínterin, Mary y Lizie se reían por lo bajo. Yo estallé soltando mi ira contenida.
—¡No le riáis las gracias! ¡Esto no la tiene! —bramé molesta.
Nathan, que asistía a la escena con cara de póquer, intervino al fin.
—Anda, Martha, sube a esta borracha hasta su habitación y que se acueste inmediatamente —señaló con el brazo estirado hacia arriba—. Vuelve aquí después, que tengo que hablar con todas vosotras —añadió serio y un tanto misterioso.
Por el rostro preocupado, así como la forma en que se mordía el labio inferior, deduje que de nada bueno se trataba.
Martha condujo a la alegre Kate hasta su habitación y, después de acostarla, volvió abajo mientras ladeaba la cabeza. Sin más historias, las seis mujeres que quedábamos nos sentamos a la mesa. Nathan nos miró primero una a una y luego a todas en conjunto. Tenía el rostro contraído por una desagradable mueca.
—Veréis, chicas… —farfulló, mientras profundas arrugas surcaban su despejada frente—. Han dejado de pasarme la paga de soldado.
Aquello nos dejó heladas. ¡Subsistíamos gracias a ella!
—No puede ser… Eres un veterano herido en combate —repuse muy apesadumbrada.
—Ya… —musitó—. Parece que han descubierto mi supuesta muerte… Al menos la identidad que usaba para recibir mi paga debe haber muerto… —su palidez se acentuaba por momentos—. Y el casero ha subido esta mañana a por el pago del alquiler y no he podido pagarle… —tragó saliva con mucha dificultad—. Menos mal que aún me tiene miedo, pero lo que yo temo ahora es que un día de estos venga con las autoridades… Ya me entendéis…
Un silencio sepulcral se coló entre nosotros. Tras unos segundos de vacilación, fue Lizie quien lo rompió.
—¿Y qué hacemos entonces? —preguntó como si hablara consigo misma—. ¡Estamos arruinados! —exclamó alzando las manos.
Mary tomó la iniciativa con voz muy firme.
—No, chicas, de eso nada… Ahora tenemos que hacer la calle más que nunca. Creo que podemos reunir el dinero suficiente para pagar el alquiler de otros tres meses.
—¿Y Kate? —preguntó Polly, desviando la mirada hacia arriba.
—¡Deberá ahorrar, como todas! ¡Basta de gastárselo todo en borracheras! —rugió Martha.
—Cuando se levante, hablaré seriamente con ella —afirmó Lizie.
Nuestro protector pareció recuperar el color.
—Bien, confío en vosotras —se levantó y fue hacia un tarro de cerámica que guardábamos en una repisa en la cocina. Todas sabíamos qué se disponía a hacer. Las chicas se miraron nerviosas.
Nathan subió las escaleras y fue hacia su habitación. Yo le seguí.
Cuando entré en su alcoba, el viejo Nathan estaba ante un gran armario que hacía mucho tiempo que no había sido abierto y que cerraba un sólido candado de metal. Me oyó llegar, pero no me miró. Introdujo una pequeña llave en el candado, la giró y este se abrió sin problemas. Lo sacó de la cerradura y lo dejó sobre su cama. Después abrió el armario de par en par y observó su interior.
Una larga escopeta de caza de dos cañones se encontraba colocada en la pared de fondo del armario, sujeta por dos pequeñas perchas de metal. Abajo, un rifle Winchester 44 de palanca estaba dispuesto de la misma forma, y debajo de este descubrí el resto del insospechado arsenal, compuesto por una escopeta recortada de dos cañones, un reluciente revólver de cañón largo y un gran cuchillo Bowie introducido en una vaina de piel. En unas cajas de madera, había cientos de cartuchos de banda roja.
—Nathan, por favor, no lo hagas —le rogué con un hilo de voz. El aludido colocó sus manos en el marco del armario y se apoyó en él, sin mirarme aún—. Has tenido mucha suerte hasta ahora… Pero ¿y si te pillan? —no me contestó—. Has perdido tacto, puntería… No eres tan joven como antes… —él rebuscaba de nuevo en el armario—. ¿Qué ocurrirá si te atrapan? —insistí, angustiada—. ¿Qué será de nosotras, Nathan? ¿Ya has…?