Mary, Lizie y Kate se encontraban allí, sentadas a la mesa. Había una vela solitaria en el centro y todo el dinero que las chicas habían logrado reunir. No era suficiente. Las tres estaban meditabundas alrededor de la mesa. Me senté con ellas y las miré. Lizie estalló de repente.
—¡Dios santo! ¿Qué vamos a hacer? —gimoteó angustiada—. No hay bastante —musitó.
—Chicas, no puedo más. Tengo el coño lleno de llagas de recibir tantas pollas y las tetas más manoseadas que la masa del pan… Además, me han hecho sangre en los pezones… —reconoció Mary con pesar—. Yo no puedo más —era verdad. Estaba demacrada y pálida. En su rostro se dejaban ver las huellas del cansancio.
—Lizie, tú tienes un novio… ¿verdad? —pregunté con suavidad—. Pídele dinero.
La chica pareció sorprendida.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió al momento a la vez que abría mucho los ojos.
—Se te nota a la milla —graznó Kate.
—Se lo preguntaré a Michael, sí. Puede que tenga algo… —convino Lizie.
—Seguirá sin ser suficiente —añadió Mary deprimida—. Pero algo es algo.
Conté el dinero. Teníamos dos miserables libras.
—Joder… Faltan tres más —advertí con voz queda—. Espero que Annie traiga algo más… Con suerte, Campbell estará algo borracho y no distinguirá bien. Vamos a intentar timarle.
Kate se encogió de hombros.
—Por cierto…, ¿dónde está Annie? —preguntó mirándonos una a una.
—Ganando lo más parecido a un sueldo fijo —explicó Mary—. Lavando al Stanley ese.
Era verdad. Una parte del capital que aportaba Annie venía del aderezo de un hombre jubilado llamado Stanley. Ganaba una miseria, pero era una miseria fija.
Saqué un trapo y un poco de grasa y comenzamos a pulir los cuartos de penique para intentar hacerlos pasar por florines, un truco viejo y eficaz para borrachos e idiotas.
—De todas formas, chicas, deberíamos subir y hacer las maletas. No duraremos mucho aquí —apuntó Kate, siempre práctica.
En esas estábamos, cuando la puerta se abrió y Annie entró en casa. Iba haciendo eses y olía fuertemente a bebida barata. Sus labios sangraban y tenía un ojo amoratado.
Nos levantamos de golpe y fuimos hacia ella. Mientras Mary y yo la ayudábamos a sentarse, Kate cerró la puerta con cerrojo y Lizie preparó un poco de agua caliente y unos paños.
—¡Por dios, Annie! —exclamé asustada—. ¿Qué te ha pasado?
—Le… le pedí un trozo de… jabón a Eliza Cooper —balbuceó— para lavar al viejo… Luego vino a por él… Yo había pasado por el Ringer y había bebido… demasiado. Me pidió el dinero y se lo tiré a la cara. Es una zorra…
Lizie intentó cortarle la sangre con el paño húmedo. Annie se estremeció de dolor.
—Nos pegamos. Yo la abofeteé y ella me pegó dos puñetazos en el pecho y la cara. Como la pille, la mato… —aseguró frunciendo el ceño.
—Ya lo haré yo, querida —afirmó Kate mientras sacaba su petaca y bebía de ella. Se la pasó a Annie, que hizo lo mismo—. Esa zorra de mala madre se acordará de nosotras para siempre.
—¡No le des más de beber, Kate! —exigió Mary.
Kate fue a contestar agriamente, pero la puerta se abrió de golpe. El oxidado cerrojo saltó otra vez y en el umbral apareció Campbell. Grité del susto. El furibundo casero se aproximó hasta nosotras a grandes zancadas y miró el dinero de encima de la mesa.
—¡Intentáis timarme, zorras! —gritó colérico.
—No, señor Campbell, es… —intentó decir Lizie, pero no pudo porque él le atizó una sonora bofetada.
Kate intentó abalanzarse sobre él, pero yo la sujeté a tiempo.
—¡Haced las maletas, putas! ¡Estáis en la calle! —bramó aquel cerdo con los ojos desorbitados—. ¡Quiero ver vuestros sucios traseros fuera de mi casa! —salió de la vivienda a grandes zancadas.
—Recoged las cosas, chicas —dije una vez recuperada del susto y atendiendo a la abofeteada Lizie—. Nos vamos —añadí con un hilo de voz.
Me dolió mucho abandonar el hogar en el que había pasado casi toda mi adolescencia, pero tuve que hacerlo. Con pena, las chicas y yo abandonamos Buck's Row, dejando atrás miles de recuerdos olvidados.
Lo primero que hicimos fue depositar nuestros fardos en un sótano que alquilamos cerca de Commercial Street. Luego, tras vestirnos, nos arrojamos a las oscuras calles de Whitechapel en busca de alguna pensión barata que nos alojase momentáneamente.
Me preocupaba Annie. Estaba enferma y creo que era por la bebida.
—¿Cogiste tus pastillas, Annie…? Me refiero a las que te recetaron en el hospital —aclaré.
—Sí… Se me cayeron en el Ringer y un tipo me dio un sobre para meterlas todas… —me mostró un pedazo de sobre rasgado.
—Tómate una…, ¿de acuerdo? —la observé con detalle—. Tienes muy mala cara —bajo las contusiones de los labios y del ojo morado, Annie Chapman me sonrió débilmente.
Kate arrugó mucho la frente antes de hablar.
—Debemos separarnos, chicas. Así cubriremos más terreno —propuso abriendo los brazos.
Todas alabamos esta decisión y nos separamos. Cada una cogió un poco de dinero y se hospedó por su cuenta.
Miré a Annie, que avanzaba dando tumbos calle abajo. Entonces me di cuenta; había cogido los peniques pulidos con los que intentábamos timar a Campbell. Cuando quise ir tras ella, ya había abandonado Commercial Street.
Llevaba horas dando tumbos por las calles. Justo desde su salida de la pensión, donde había estado intentando encontrar cama para ellas y las demás. Se había topado con varias personas que le hablaron, pero ella no había respondido a nadie.
Le dolían las piernas y estaba agotada. Caminaba por la oscura calle y se detenía a veces para descansar apoyada en los fríos y húmedos muros. Penetró en White Street.
Un relincho le hizo volverse y Annie vio que un impresionante coche de caballos se acercaba hasta ella. Las ventanas estaban cubiertas con un cortinaje negro que impedían ver al ocupante. El cochero estaba embozado en una gabardina negra. El vehículo se detuvo a su lado.
—Buenas noches, preciosa señorita —saludó el cochero con fría cortesía. Era un hombre alto y curtido. Descubrió una mueca en su duro rostro que pretendía ser una sonrisa. Una cicatriz marcaba su pómulo derecho.
Aturdida, Annie miró a ambos lados de la calle buscando a la preciosa señorita.
—¿Preciosa… ? —se asombró—. Amigo, necesita unas gafas —añadió tras escupir al suelo—. Seré una puta, pero no gilipollas… ¿Qué quiere usted?
El cochero sonrió otra vez.
—No es para mí, preciosa. Es para mi señor —aclaró aquel hombre de lúgubre aspecto—. Es un gran caballero, pero no tiene mucha experiencia en estos temas íntimos —volvió a sonreír, ahora con marcada ironía—. Ya me entiendes…
—¿Su señor deseará algo especial? —preguntó Annie interesada.
—Solo lo básico. Quiere un desahogo… —afirmó el cochero—. ¡Ah! Se me olvidaba… Mi señor me espera en su casa y he de ir a buscarlo. Me ha encargado que te lleve hasta un lugar apartado y luego le traslade a él.
Con un siniestro ruido metálico, una pequeña escalera descendió hasta los pies de Annie y la condujo hacia la puerta cerrada del carruaje. El cochero esperaba con una impaciencia mal disimulada, oculta tras aquella desagradable mueca que pretendía ser una sonrisa.
—¡Vamos, preciosa! ¡No tengo todo el día! —urgió él. Al comprobar que la mujer desconfiaba, se metió las manos en el interior de su gabardina y sacó una botella de vino—. Es de Aquitania, de cosecha, y de muy buena calidad… ¿Te apetece un trago?
A la mujer se le hizo la boca agua. El cochero extrajo de un bolsillo una navaja y quitó el corcho. Olió el interior de la botella.
—Humm… Debe de ser buenísimo. ¿Quieres echar un buen trago?
La mujer cogió la botella con manos temblorosas y ávidas, y bebió un largo trago. A ese le siguieron otros, acompañados todos de ruidosos regüeldos. El vino era bueno, sin duda, y le ayudaría a olvidar sus miserias. Además, era caro, pero tenía un gusto raro…
El cochero encendió un cigarro y rió quedamente. Annie, contenta por la bebida, soltó una risa desenfadada.
—Venga, sube…
Annie no se lo pensó dos veces y subió al coche. El cochero habló por el tubo que comunicaba con el interior del vehículo.
—¿Sabes de algún lugar apartado donde pueda llevar a mi señor y donde nadie os moleste mientras hacéis vuestras cosas? —preguntó misterioso.
Desde el interior del coche, la voz soñolienta de Annie le respondió:
—Hambury Street… Hay un edificio y un patio, cerca de una vieja fábrica de embalajes.
Satisfecho con la información, el cochero fustigó a los caballos y condujo el coche en la dirección indicada por la ramera.
Annie se había dormido dentro del coche.
El relincho de los caballos y el ruido de la puerta cuando se abrió la despertaron. El cochero estaba en la puerta, sonriendo de oreja a oreja.
—Baja del coche y espera a mi señor en la puerta de ese lugar que dices… —le señaló el hombre del exterior sin concretar nada.
—Es el número 29… —balbuceó Annie. Se sentía cansada y tenía la boca seca. Bebió más vino, pero eso no alivió precisamente su abrasadora sed.
Ayudada por el sombrío cochero, Annie bajó del coche y se apoyó contra la pared más próxima. Andaron para separarse del vehículo de tracción animal y fueron juntos hasta el número 29. En la puerta, Annie se apoyó de nuevo contra un muro y miró al cochero.
—¿Es aquí? —preguntó él. Annie asintió con la cabeza tres veces—. Bien, espera aquí… Dentro de un rato volveré con mi señor… ¿Lo harás?
—Sí —respondió ella lacónica, mientras movía los brazos sin sentido alguno.
Una mujer pasó delante de ellos. El cochero la miró nervioso. La desconocida recorrió la calle hasta desaparecer tras una oscura esquina.
—¿Y el dinero? —se interesó Annie—. Necesito dinero para pagarme un lugar donde dormir…
El cochero resopló.
—Cuando acabes el trabajo —le advirtió torciendo el gesto. Fue hacia el coche y, de un salto, se subió al asiento del conductor. Cogió las riendas y apremió a los caballos con ellas.
Los animales relincharon furiosamente y comenzaron a trotar calle abajo.
A Annie se le iba la cabeza por momentos. Todo le daba vueltas y estaba mareada. No supo cuánto tiempo estuvo así.
Al cabo de un rato, el vehículo volvió y se detuvo frente a ella. El cochero bajó y la zarandeó sin contemplaciones. Se habían acabado las presuntas delicadezas.
—¡Eh! Espabílate, que mi señor está en el coche —le ordenó con voz áspera—. Quiero que le guíes hasta ese lugar que has dicho.
—Así lo haré —convino Annie.
Una figura masculina descendió del carro. Iba totalmente vestido de negro, de pies a cabeza, y lucía un elegante sombrero de copa. Llevaba una capa que le daba el aspecto de un ser alado y un maletín de cuero. Annie se fijó en su rostro.
—Es usted muy guapo… —logró decir antes de soltar un eructo. Pretendía ser un cumplido, pero lo cierto es que ni siquiera pudo verle el rostro.
—Gracias —contestó él como en un susurro.
Le tendió el brazo y Annie se colgó de él. Balanceándose, ambos llegaron hasta el número 29. Una puerta abierta revelaba un largo corredor oscuro que comunicaba con un patio trasero lleno de suciedad.
Annie le guió dando tumbos hasta el patio, donde solo había un cobertizo de madera y una valla del mismo material que lo separaba del patio del edificio de al lado. El misterioso hombre apoyó su maletín en el suelo y se ajustó los guantes con calma, dedo a dedo. Annie, para mantener mejor el equilibrio, se apoyó contra la valla de madera con ambas manos y se levantó la falda para enseñar sus prietos muslos.
—El señor… ¿desea que follemos así? —preguntó con un mohín. Pretendía hablar finamente, pero no sabía cómo hacerlo. Al fin y al cabo, ella era una vulgar ramera de la calle. La cabeza le daba vueltas y se sentía cada vez más borracha, mareada.
—Sí, así estará bien —dijo el otro también en un susurro. Annie se estremeció y estuvo a punto de darse contra la valla. Se llevó la mano a la frente—. ¿Te encuentras mal, querida? —preguntó él en tono glacial.
—Se me va la cabeza… —balbuceó ella. Ya no era consciente de dónde diablos se encontraba.
—Es normal… No te preocupes… —habló circunspecto sin levantar la voz—. El láudano provoca esos efectos —explicó el hombre. Ella no le comprendió—. Dime, ¿has visto alguna vez al demonio?
Annie estaba ida; le parecía estar soñando. Todo le daba vueltas y ya sentía náuseas. Podía vomitar de un momento a otro y no quería manchar a su refinado cliente. No entendió bien la pregunta.
—No… —musitó temerosa.
Alguien se movió al otro lado de la valla. El hombre se impacientó y le hizo volver la cara hacia ella. Annie creyó que iba a empezar.
—Algún día lo verás, querida…, créeme.
La mujer notó como las manos del hombre se deslizaban por su cuello y se cerraban enérgicamente sobre él. Tenía mucha fuerza y, aunque intentó volverse, no lo consiguió. Las garras de acero le presionaron el cuello hasta que sintió como la vida se escapaba por momentos de su cuerpo… hasta matarla… Tres ratas peludas y negras que hociqueaban en unos desperdicios fueron los únicos testigos.
El hombre dejó caer el cuerpo inerte de Annie al suelo y este se golpeó contra la valla. Después se frotó el sudor que perlaba su frente. Jadeante, observó una vez más a su víctima. Se agachó y la puso de cara al cielo gris.
Fue decidido hasta su maletín y lo abrió. Los instrumentos quirúrgicos metálicos brillaron a la luz de la luna. Escogió un bisturí, lo miró fijamente y se acercó a la mujer muerta.
Le desprendió un pañuelo que llevaba en el cuello y levantó el bisturí por encima de su cabeza. Al hacerlo, sintió una punzada de dolor en su hombro herido por el balazo. Empleando toda su fuerza, le rebanó el cuello de izquierda a derecha, tal y como le habían enseñado, para iniciar el consabido ritual. La sangre manó de la herida lentamente, de modo que manchó el suelo y las ropas de la prostituta.
El hombre sumergió sus manos en el líquido caliente y contempló sus guantes manchados también de ella. Un ruido le hizo volverse rápidamente y enarbolar a la vez el bisturí. Su cochero apareció en el patio.
—¡Ah, Crow, amigo mío! ¡Mire lo que acabo de hacer! —explicó mientras señalaba el cuello de su víctima.
—Debe darse prisa, señor. Podrían oírnos… —avisó el cochero, sacando un revólver del interior de su gabardina.