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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (22 page)

—Ya… —murmuré molesto—. Hablando francamente, señor Lusk, y siendo un poco grosero, he de decirle que lo que la Policía haga o deje de hacer no es asunto suyo —elevé el tono de voz—. Si echa un vistazo a los periódicos, podrá usted comprobar que la propia reina Victoria ha designado a un agente especial para la investigación de este caso y puedo decirle…

Mi interlocutor me interrumpió ladeando la cabeza.

—Es lo que hago, inspector: leer los periódicos y las cartas de ese maníaco que dicen que asesinará a todas las putas que vea —insistió ceñudo—. Personalmente, cuantas más furcias haya en la calle, mejor, pero no sabemos si ese loco la tomará con el resto de las mujeres, los niños o algunos hombres también… —sonreí con malicia al imaginarme al Destripador sacándole las entrañas a un rudo marinero—. Por ello, tanto yo como algunos vecinos descontentos hemos decidido formar el Comité de Vigilancia de Whitechapel para triunfar donde ustedes fracasan. Le voy a enseñar el documento que hemos preparado de común acuerdo entre nosotros… —antes de que el sargento y yo asimiláramos la novedad, Lusk sacó un papel de su chaqueta y lo leyó en alto—. "En vista de que, a pesar de los asesinatos que se están cometiendo a nuestro alrededor, el cuerpo de Policía es incapaz de descubrir el autor o autores de dichas atrocidades, los abajo firmantes hemos resuelto crear una comisión y nos proponemos ofrecer una generosa recompensa a todo aquel ciudadano que facilite cualquier información que sirva para llevar ante la justicia al asesino o asesinos".

Estuve a punto de soltar una carcajada, pero logré frenarme. Me costaba imaginar a unos cuantos alhamíes y tenderos armados, patrullando todo Whitechapel en la afanosa búsqueda de Jack
el Destripador
.

El señor Lusk dejó el papel en mi mesa y me miró fijamente. Comprobé que debajo del texto escrito estaban plasmadas varias firmas.

—Creo que no tengo más que decir… —el señor Lusk pareció recordar algo—. Quiero que sepa que no desconocemos que ustedes sospechan de esos judíos. Desde ahora, los vigilaremos, téngalo por seguro, inspector Abberline. Que tenga un buen día.

Diciendo esto, el constructor se caló el sombrero hongo y salió de mi despacho.

Sonreí al sargento Carnahan, pero él me miró preocupado.

—¿Qué… ? —inquirí extrañado.

El suboficial se paseó por el despacho y, después de dar algunos pasos, se plantó frente a mí.

—Ordenaré a los chicos que se alejen lo más que puedan del barrio judío —afirmó tajante—. Esta noche habrá pelea allí —añadió con voz queda.

—Buena idea. No me extrañaría nada que esos imbéciles se presentaran allí y armasen disturbios. Además, creo que Sir Charles Warren puede ocuparse solo del Comité de Vigilancia. Ya ha demostrado más de una vez que puede encargarse de las manifestaciones y de los disturbios diplomáticamente —apunté con malicia, recordando los sucesos del 13 de noviembre del año anterior.

Carnahan arqueó mucho las cejas.

—¿Insinúa que no acudirá a extinguir los disturbios? —me preguntó asombrado.

—Ni yo, ni usted, ni ninguno de los agentes de las Divisiones J y H de este distrito —ordené sin dudar un instante—. Póngase en contacto con el comisario Smith, en Bishop's Gate, y comuníquele lo mismo… Que Sir Charles se ocupe de todo. El ha sido quien ha encendido la mecha para que se desencadenen esos posibles disturbios étnicos cuando habla de la implicación de los judíos en los crímenes… Que él se las componga solo —concluí.

Lo alabó.

—Curtis, ha hecho un buen trabajo con esta fotografía, capitán.

—Eso todavía es el principio —afirmó Crow—. Vamos a empezar a formar un pequeño caos… ¿Y el inspector?

—Sigue dando palos de ciego, al igual que ese sargento —dijo el otro—. En cuanto al asesino…, no sé nada de él, señor.

—Seguirá igual que los otros —repuso Ichabod Crow, esperando que fuese así.

—¿Qué órdenes hay en cuanto a ese agente especial, señor? —preguntó su interlocutor.

—Las mismas —replicó Crow secamente—. ¿Algo más que informar?

—No… —sin embargo, el hombre pareció recordar algo—. Bueno, sí. Son las prostitutas, señor… Digamos que ya no están localizadas.

—¿Qué…?

—Las echaron de su casa la noche de la muerte de la tercera, señor —informó el hombre bajando la voz.

Crow pareció profundamente contrariado. Aquello complicaba sobremanera las cosas.

—Vigila al inspector y al sargento. Olvídate del asesino —el hombre asintió inclinando la cabeza—. Y transmite a Curtis este mensaje. Dile que puede empezar a bombardearles con cartas. El comprenderá…

El hombre asintió otra vez, sumisamente, y desapareció del callejón. Crow se dio la vuelta y caminó hasta el coche de caballos que lo esperaba al otro lado del callejón. Se subió en el asiento del conductor e, irritado, fustigó con energía los caballos.

24

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

Tal y como el sargento Carnahan había vaticinado, aquella noche hubo disturbios en el barrio judío. Decenas de tipos de Whitechapel se presentaron de madrugada en el lugar de los hechos. Portaban antorchas, diversas armas y muy mala opinión sobre los semitas.

Por suerte, los componentes de aquel vociferante grupo se contentaron con romper algunas ventanas a pedradas y con pintar escritos amenazantes en las tiendas y casas judías. No hubo ningún herido. Para cuando algunos agentes de la División J de la City se presentaron al ver que nosotros no acudíamos, la referida turba, compuesta por gentuza histérica y muy violenta, se había esfumado por completo. El sargento había suspendido las guardias por el barrio judío, para evitar que nuestros muchachos saliesen mal parados al intentar disolver aquella muchedumbre enfurecida.

Como el tiempo había mejorado al fin, aquella mañana me había dirigido en una calesa descubierta hasta Manor Park, el cementerio donde enterraron a Annie Chapman.

Mi intención era encontrarme con el viejo Grey y preguntarle sobre los posibles datos que hubiese recogido, pero, una vez más, el tiro me salió por la culata; el viejo Grey no se presentó al entierro.

Fue una ceremonia íntima. Solo acudieron los escasos familiares de Annie y sus amigas. Entre ellas, se encontraba la chica esa que se hacía llamar Natalie, quine me miró con mal talante al pasar junto a ellas.

Sus allegados acudieron al depósito a las siete de la mañana y se llevaron el cuerpo de manera clandestina y en un coche fúnebre hasta Manor Park. Era curioso que los familiares de la víctima, los mismos que habían rehuido de ella por ser una borracha, una sucia puta, fueran los únicos que se ocuparon de ella en su entierro, en el lúgubre adiós final.

Después de que mi visita al cementerio no diese ningún fruto, me dirigí hacia la comisaría en la misma calesa, donde el juez Baxter iba a citar a los testigos del asesinato.

25

(N
ATHAN
G
REY
)

Asistí al entierro de Annie oculto tras la verja. No deseaba ver a Natalie todavía, pues no quería decirle que mis Investigaciones no habían valido para nada.

Me había matado a andar desde el asesinato de Polly, incansable, buscando a los tipos que Eddie me había aconsejado que vigilase, pero no los encontré.

Me había planteado ir a ver a Eddie, una vez más, y recordarle que no se mentía a Nathan Grey, pero me acordé a tiempo de que el tipo estaba demasiado asustado como para engañarme.

Dios, realmente me encontraba en un callejón sin salida.

Me enteré de la muerte de Annie por los periódicos. Su foto estaba en la portada de muchos de ellos. Me invadió la furia y estuve a punto de matar a tres tipos que me habían hablado de muy malos modos, pero me contuve. No era lo que más me convenía en aquellos momentos; ni a mí, ni por supuesto a las chicas.

Más tarde descubrí que estaba muy irritado, pero conmigo mismo… Era un jodido incompetente. Aquel era mi entorno, mi vida… y no lograba encontrar a ese grupo de hijos de la grandísima puta. No obstante, no podía darme por vencido. Debía encontrarlos a cualquier precio.

La vida de Natalie y las demás chicas estaba en juego.

26

(N
ATALIE
M
ARVIN
)

La muerte de Annie había sido otro duro golpe para todas nosotras. Ya estaba claro como el agua que alguien iba detrás de nosotras. Después del entierro de Annie, mientras caminábamos hacia la pensión donde nos habíamos alojado provisionalmente, se lo hice saber a las chicas.

—¿Y quién puñetas puede ser? —preguntó Mary.

—En los periódicos dicen que las mató un judío loco —comentó Kate.

—¿Y qué diablos tendría un judío contra nosotras? —inquirí agriamente—. ¿No veis que siempre es un judío el chivo expiatorio? —se hizo el silencio. Las cuatro caminábamos hacia Commercial Street.

Kate se detuvo y me miró fijamente.

—Yo creo que han sido los McGinty —aventuró, pero había poca convicción en sus palabras.

—Pero… están muertos. Nathan los mató a todos —argumentó Lizie.

—No sé… Pudo escapársele alguno, digo yo —repuso Kate.

—Kate tiene razón, chicas —intervine como en un susurro. Llevaba muchos días pensando aquello.

—¿Qué te dijo McGinty? Ya sabes… la noche de la muerte de Martha —me preguntó Mary.

Hice memoria, recordando todos los detalles del desagradable incidente con aquel cerdo.

—Me dijo que quería cuatro libras por cada una de nosotras —recordé con las imágenes aún muy recientes.

—¡Dieciséis libras! —exclamó Kate escandalizada—. ¡Nunca he visto tanto dinero junto!

Mary miró al casi despejado cielo antes de hablar.

—Dios… quieren que les paguemos o seguirán matándonos hasta que no quede ninguna de nosotras.

—¡Joder! —estalló Kate, bebiendo luego de su inseparable petaca.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Lizie.

—Trabajar… —repuse a la vez que alzaba las manos—. Trabajar como burras, eso es lo que debemos hacer. Hay que buscar clientes hasta debajo de los adoquines… Y ganar lo suficiente para pagar a esos cabrones.

—¿Y qué pasa con Nathan? —quiso saber Mary.

—No te preocupes por eso… El nos encontrará —dije yo, aunque en el fondo no estaba segura de si aquello ocurriría o no.

Las cuatro marchamos hacia nuestra triste pensión en sepulcral silencio.

27

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

Cuando llegué a la comisaría y entré en el salón, los miembros del jurado, el doctor Phillips, el sargento Carnahan, el agente especial Carter, el juez de primera instancia Wynne Baxter y el viejo Swanson me esperaban, así como varios agentes de la División H. También vi algunos periodistas y curiosos, un jurado compuesto por funcionarios y varios testigos, hombres, mujeres y… ¡niños!

Me senté en una silla, al lado del sargento Carnahan y de la silla vacía del forense, y me limité a observar la escena.

El doctor Phillips estaba levantado y se dirigía al jurado leyendo su detallado informe.

—La víctima tiene un corte profundo en la garganta de izquierda a derecha, realizado, probablemente, con un pequeño cuchillo de amputar o uno de carnicero estrecho y delgado, de hoja extremadamente afilada y de entre siete y ocho pulgadas de largo. Un miembro del jurado interrumpió al galeno.

—Perdone, doctor…, quisiera saber si se tomaron fotografías de los ojos de la señora Chapman.

Phillips torció primero el gesto y después miró al tipo con expresión desconcertada.

—No…, no se tomó ninguna —reconoció.

—Recientemente se ha estudiado que si se toman fotografías de los ojos de una difunta, la imagen de su agresor, o lo último que vio, se queda grabado en la retina de la víctima —explicó el tipo con toda la candidez del mundo.

Reprimí una carcajada y el doctor pareció hacer lo mismo. Aquello era sencillamente ridículo.

—El cadáver no está ya en el depósito, caballero —señaló el forense con energía—. Informaré al señor Maguire, fotógrafo del Departamento de Investigación Criminal, de su propuesta por si se presentase —"Dios no lo quiera", pensé yo mientras me mordía la lengua— la ocasión de fotografiar los ojos de otra víctima —repuso el doctor Phillips en tono neutro. Satisfecho, el tipo en cuestión volvió a sentarse—. Con esto, caballeros, acabo mi testimonio… Creo que la información que he dado es suficiente para justificar la muerte de la víctima. Pienso que entrar en más detalles solo serviría para herir los sentimientos del público y los miembros del jurado. Me atendré a su decisión, señoría.

Era evidente que el doctor no pensaba decir nada más, así que se sentó.

Hubo un murmullo de desaprobación entre el variopinto público y los miembros del jurado. Querían saber más cosas sobre la autopsia, pues el médico había olvidado dar cuenta de las mutilaciones de la parte inferior de la víctima.

—Malditos cabrones —musité. Miré a Phillips, que se había sentado a mi lado, y le soplé al oído izquierdo—. Tenga cuidado, doctor. Ahora irán a por usted.

En efecto, el juez Baxter se levantó y los murmullos se acallaron como por arte de magia.

—Doctor Bagster Phillips, por doloroso que sea, y siempre en interés de la justicia, es necesario que usted revele el resto de la autopsia —indicó su señoría.

—Si he de referirme a las heridas de la parte inferior del cuerpo, quiero decir que, en mi opinión, sería sumamente imprudente hacer públicos los resultados de mi examen —añadió, mientras miraba de reojo a los ávidos periodistas allí presentes—. Estos detalles son aptos para usted, señoría, y para el jurado, pero, a mi juicio, darlos a conocer ante toda esta gente sería de muy mal gusto.

Abrumado, el juez Baxter resopló dos veces.

—Bien, doctor Phillips —convino el magistrado. Después se dirigió a los agentes de la autoridad—. Que sean desalojados de la sala todas las mujeres y niños.

Los agentes me miraron a mí y, al ver que yo asentía, procedieron a cumplir la orden del juez. En unos minutos, todas las mujeres y niños abandonaron en relativo silencio la sala.

El doctor se levantó y miró a los profesionales de la información.

—Señoría, quiero que sepa que me mantengo en mi postura. Solicito que no se hagan públicos el resto de detalles de la autopsia.

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