El varón del sombrero de copa volvió a su aterradora tarea.
Levantó la falda de la mujer y las enaguas, y dejó a la vista todo el cuerpo de cintura para abajo. Este era obeso y sin vello, a excepción del ensortijado del pubis. Le hubiera gustado hacerlo allí mismo con ella. Aquel cuerpo le repugnaba y le fascinaba al mismo tiempo en medio de la mugre.
Levantó el bisturí y lo hundió en el vientre de la ramera. Empleó ambas manos para abrirlo en canal y observó su trabajo. La sangre manó libremente de la amplia herida abierta. El hombre introdujo sus manos en el cuerpo de la fémina y arrancó de un tirón un pedazo de intestino. Lo observó con profunda fascinación y luego volvió a empuñar el bisturí. Cortó hábilmente el resto del intestino y lo colocó encima de su hombro izquierdo, de acuerdo con el ritual. Estudió el vientre vacío de órganos de la mujer y suspiró complacido. Volvió a introducir el bisturí y cortó el útero. Lo extrajo con ambas manos, junto con unos ovarios que se desprendieron del cuerpo, unidos a unas delgadas trompas. Lo observó con curiosidad. Presentaba todas las características que le habían enseñado. Lo envolvió en un pañuelo y se lo guardó en el bolsillo izquierdo de la chaqueta.
Ichabod Crow le apoyó su mano en el hombro, lo que hizo que se sobresaltase.
—Señor, debemos irnos —avisó nervioso.
El hombre se levantó, guardó el bisturí en el maletín y miró por última vez el cuerpo desnudo de su última víctima.
—Se lo merecía, pero las demás se lo merecerán más —susurró mientras observaba con deleite el fin de su sangrienta obra nocturna.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Atravesé el angosto pasillo y salí al patio interior. El sargento y el doctor Phillips me esperaban allí. Les acompañaban Maguire, varios agentes de la División H —entre ellos, Mason y Barrett, el subinspector Chandler, que estaba lívido y tembloroso— y algunos periodistas que empezaron a lanzarme miradas furtivas al entrar, como si pensaran que no les vería. Los miré fijamente y uno de ellos se adelantó.
—Inspector Abberline, represento los intereses de los distintos periódicos interesados en este asunto… ¿Ha oído hablar de la libertad de prensa? —preguntó ufano. Pretendía timarme.
—No —mentí con todo descaro—. Pero tampoco quiero oír hablar de ella —añadí ceñudo—. Caballeros, si me hacen el honor… —les señalé la salida con un brazo bien extendido.
Uno a uno, con la cabeza en alto, todos los buitres de la información más escabrosa abandonaron el patio, murmurando entre ellos la forma en la que me humillarían en sus respectivos artículos.
Me encaré con Carnahan.
—Sargento, tiene usted poder para echarlos cuando quiera. No hace falta que me espere a mí —le comenté en tono frío, muy profesional.
—Quien manda, manda, inspector. Yo solo soy un subordinado —repuso él, encogiéndose de hombros.
Me fijé entonces en el escenario del nuevo crimen. La gente se agolpaba en las ventanas, y puede descubrir que algunos ocupantes las alquilaban a individuos que tenían la morbosa pretensión de ver el cadáver desde alguna de ellas.
El doctor Phillips estaba en cuclillas junto al cuerpo de una mujer obesa y de mediana edad, de cabellos negros y rostro magullado. Le habían rajado el cuello, de modo que casi separan la cabeza del cuerpo, y le habían abierto el vientre. Los intestinos yacían encima del hombro derecho. Su chaqueta negra estaba abotonada. Tenía la falda levantada, por lo que se dejaba ver la mitad inferior de su cuerpo, y las piernas, enfundadas en desgastadas medias de lana, estaban flexionadas y abiertas de forma grotesca.
—Annie Chapman o Annie la Morena, como se la conocía por aquí —dijo el sargento en tono neutro.
—Otra del grupo de Grey. ¡Vaya racha lleva! —concluí pensativo—. ¿Quién la descubrió? —quise saber de inmediato.
Henry Carnahan se ocupó de ello.
—John Davis, un mozo que es inquilino en este edificio —lo señaló con un índice—. Después cubrió el cuerpo con una lona y avisó al subinspector Chandler, que pasaba por aquí —concluyó mi subalterno.
Miré al lívido Chandler y este asintió con mirada vidriosa.
—Avisé al doctor Phillips de inmediato, inspector —me informó.
—Buen trabajo, sin duda, Chandler —alabé.
Me acerqué al cuerpo de la mujer y me acuclillé junto al experto forense.
—Es el mismo trabajo, Fred; el mismo método, incluido el vino de calidad —me indicó el doctor.
Tosí un par de veces antes de preguntar:
—Pero… ¿por qué vino?
—No lo sé… no lo sé —repitió Bagster Phillips—. Pero esta vez hay algo más. La anterior solo lo echó en pequeñas cantidades, tan pequeñas que incluso me costó identificarlo… Pero esta vez se ha pasado… Huele.
Me acerqué al cadáver y me arrodillé junto a él. Olí su boca. Un aroma familiar emanaba de ella.
El doctor confirmó lo que pensaba.
—Es láudano.
He de recordar que mi reciente experiencia con las drogas para intentar dormir había hecho que probara varios experimentos con diversos narcóticos —entre ellos el láudano— y que, por tanto, conocía de sobra aquella sustancia y sus efectos.
—¿Con qué fin? —inquirí, sin darme cuenta de que la respuesta era obvia.
—Atontarla, digo yo… No lo sé con seguridad, Fred. Cada vez sé menos —el galeno se levantó exasperado y guardó los útiles de cirugía en el maletín que solía llevar. Seguidamente se dirigió a Mason y a Barrett—. Agentes, metan a la señora Chapman en una caja y trasládenla en ambulancia hasta el depósito. Si el supervisor se queja, añadan que el inspector jefe Swanson lo ha autorizado.
—Bien, doctor —respondió Mason—. Lo que usted diga.
Ambos levantaron con evidente asco el cadáver de la prostituta —envuelto en una lona— y lo introdujeron en una caja de madera. Les oí mientras ultimaba detalles con el doctor.
—Fíjate qué casualidad. En esta caja cargaron el cuerpo de la otra mujer, la Nicholls esa.
Casualidad…
Cogieron la caja y la sacaron del patio, ante las protestas y quejas de los ansiosos mirones de las ventanas. Merodeé por el solar, pero solo logré encontrar un sobre roto lleno de pastillas —luego descubrí que pertenecían a la víctima— y un pedazo de muselina.
Un fogonazo me alertó de la presencia de otro fotógrafo, además de Maguire. Busqué de dónde procedía la llamarada de magnesio y localicé a un tipo con una cámara montada en un trípode, en lo alto de una azotea.
Allí estaba. Era el puto periodista que se me escapó la otra vez.
—¡Maldita sea! —grité irritado—. ¡Es él, sargento! ¡Que no escape! —ordené.
El hombre descubrió que le había visto y echó a correr con la cámara bajo el brazo, hasta que desapareció en la azotea del edificio.
—¿Adonde coño da esa azotea? —grité a Chandler.
—Al número 31… Justo aquí al lado, inspector —repuso el policía, señalándolo.
Corrí con nervio por el pasillo hasta salir a la calle, abriéndome paso entre los curiosos y los agentes. El sargento Carnahan y el subinspector Chandler me seguían.
Esta vez no se escaparía.
Vi como el periodista abandonaba el edificio número 31 y que corría calle abajo.
—¡Alto a la autoridad! —avisé a pleno pulmón—. ¡Deténgase! ¡Policía!
El hombre, como es natural, no me hizo el menor caso.
En mi loca carrera, desenfundé el revólver y disparé al aire con intención de asustarlo. Lejos de conseguirlo, el periodista corrió aún más. Parecía un galgo. Decidí frenar su avance disparándole en las piernas. Sabía que era difícil y que podía fallar, pero comenzaba a cansarme. Fue entonces cuando un coche tirado por negros caballos apareció galopando desde el final de la calle. Se detuvo ante el presunto periodista, que subió de un ágil salto. El cochero apremió a los caballos, que se lanzaron calle abajo, y pasó por donde nos encontrábamos el sargento, el subinspector y yo, con la respiración entrecortada por la loca carrera. Me di la vuelta y disparé al fotógrafo sin darle.
—¡Joder! —exclamé a la vez que desfogaba mi rabia y mi impotencia en un tiro al aire.
El maldito periodista se me había vuelto a escapar.
Para colmo de otra jornada de trabajo aciaga, Carter me esperaba en mi despacho.
Cuando entré, el agente especial observaba detenidamente mi mapa del distrito y se detuvo con especial interés en los lugares de las muertes. Me dedicó una enigmática mirada, que yo ignoré por completo. Fui hacia mi escritorio, cogí una tiza roja y escribí el nombre de Annie Chapman justo en el número 29 de Hambury Street, seguido de una cruz roja, como había hecho con los otros dos asesinatos de las rameras.
—¿Por qué no me ha avisado? —quiso saber Carter.
—Era una urgencia —me disculpé, encarándome con él sin problemas. La verdad era que no le había avisado porque no me había dado la real gana. No me gustaba nada aquel tipo de cabeza afeitada. Además, ignoraba su lugar de residencia.
Carter me miró con desconfianza y después articuló una sonrisa. Tamborileó el cabezal de su bastón sobre mi escritorio. Fue tremendamente sincero.
—Mire, inspector, sé que no le caigo bien y el sentimiento es mutuo, créame. Pero no estoy aquí para obedecerle ni mantenerme al margen. Hay un asesino suelto y debo atraparlo… Con su ayuda o sin ella. Usted decide. Yo no soy partidario de las limpiezas de personal, ni de suspender a nadie de su cargo y privilegios, pero tengo licencia para hacerlo. Recuerde lo que le digo ahora, cara a cara… me ayuda o lo aparto.
Alcé una ceja inquisitoriamente.
—¿Está amenazándome? —pregunté irritado.
—Tómeselo como quiera. Como amenaza o como advertencia. Como ya le he dicho antes, usted decide. Pero quiero que quede clara una cosa: a partir de ahora usted me informará de todos lo pasos que dé y deberá avisarme para que le acompañe. Mi trabajo también consiste en elaborar un informe sobre el caso… ¿He hablado con claridad? —insistió.
En ese momento, yo apretaba los puños con ira. Por si no tenía bastante con Sir Charles, la reina Victoria enviaba a otro hijo de puta más para molestarme, para sentir su aliento a todas horas.
—Lo suficiente —respondí gélidamente.
—Bien —Carter tomó asiento tras mi escritorio y me miró con mucha intensidad—. Ahora, va usted a hablarme de todos los pormenores inherentes al caso… —se ajustó su monóculo al ojo y observó mi informe sobre el caso—. Aquí es donde usted afirma que cabe la posibilidad de que el asesino sea un hombre culto… ¿Se basa en alguna evidencia, inspector? —quiso saber.
—En varias —contesté en tono neutro— y, además, bastante reveladoras. Pero no ha de consultarme a mí solo, agente Carter. Hable con el doctor Phillips, el forense de la División H… El sabrá decirle más cosas que yo, puesto que parto de sus informes para afirmar mis sospechas.
Asintió con la cabeza.
—Lo haré, inspector Abberline, téngalo por seguro.
En ese momento, la puerta de mi despacho se abrió lentamente y el sargento Carnahan asomó la cabeza por la puerta.
—¿Inspector? —me interrogó con la mirada y descubrió al instante mi alicaído estado de ánimo.
—¿Sí…? Dígame, sargento…
—El doctor Phillips me envía a buscarle. Va a practicar la autopsia a la mujer.
—Ahora mismo voy, sargento. Dígale a Lancaster que prepare el coche —ordené a media voz.
Carnahan abandonó el despacho. Descolgué mi gabardina y me la puse con premeditada lentitud. Vi que Carter cogía su sombrero y su bastón.
—¿Viene usted? —la pregunta estaba de más, pero era una sutil muestra de la animadversión que sentía hacia su persona.
—Las autopsias me interesan mucho, inspector —dijo el agente especial, calándose a continuación el sombrero de copa para ocultar su poco estético cráneo rapado—. Cuándo guste —añadió con helada cortesía.
Salimos de mi despacho y, posteriormente, de la comisaría. Subimos al coche de Lancaster con el sargento Carnahan, y el conductor dirigió los caballos hacia Old Montague Street.
Las moscas bullían alrededor de los cadáveres de las camillas. El insoportable hedor que estos despedían no era sofocado por las sábanas que los cubrían.
Oímos gritos iracundos al entrar. Procedían del doctor Phillips y del señor Mann. Al parecer, el primero increpaba al supervisor del depósito, quien se defendía como podía ante la ira del forense. Tenía el rostro rojo, congestionado por la ira que sentía.
—¡Esto es inadmisible, doctor Mann! —estalló—. ¡Una barbaridad propia de un principiante! ¡Digo más! ¡Es propio de un analfabeto!
Carter, el sargento y yo nos acercamos a ellos.
—¿Qué ocurre, doctor? —inquirí preocupado. Jamás le había visto en aquel estado de excitación.
Phillips resopló dos veces con fuerza.
—¡Estos asnos, Fred! —me miró con los ojos desorbitados—. ¡Esta panda de inútiles! ¡Han lavado el cuerpo y lo han desnudado! —gritó su impotencia—. ¡Dios santo! ¡La de datos que hemos podido perder!
Me fijé en el cuerpo. No había rastro de sangre ni vísceras. Se encontraba desnudo en todo su frío esplendor. Su ropa estaba a su lado, cuidadosamente doblada y limpia.
—¡Debería agradecérnoslo, doctor Phillips! ¡Con esta carnicería le hemos ahorrado trabajo! —se disculpó a gritos el supervisor.
Mi amigo el forense estaba al borde de sufrir un ataque al corazón ante tamaña incompetencia. Mann nos había dado problemas en el asesinato de Martha Tabram y ahora había vuelto a hacerlo con el de Annie Chapman. Por lo visto, no sabía ya de qué manera molestarnos.
—¿Y los órganos, desgraciado? —Bagster Phillips no se cortó lo más mínimo al usar ese adjetivo tan ofensivo—. ¿Qué diablos ha hecho con ellos?
Mann tragó saliva con mucha dificultad antes de contestar.
—Incinerarlos, doctor. Sobraban y, como puede ver, no tenemos sitio aquí para guardarlos.
Temí que el facultativo le fuese a propinar un puñetazo a aquel imbécil, así que agarré del brazo al supervisor del depósito de cadáveres.
—Váyase a otro lado, señor Mann —le invité con tono mesurado—. Ya nos ocuparemos nosotros de la autopsia.
El aludido me obedeció presto y se alejó del cuerpo de la mujer.
—Dime si has visto a alguien más idiota en todos tus años de policía… Dímelo y te juro que no lo mataré. ¡Dios! ¡Ordené que no lo tocaran! —me dijo el doctor Phillips.