Las piernas eran anchas y fofas, como de elefante, pero toscamente colocadas en ángulos imposibles, que le hacían caminar renqueando. Los brazos estaban torcidos en posturas grotescas; uno de ellos parecía una gran masa de carne con grandes y fofos dedos también torcidos. Sin embargo, el otro brazo, aunque retorcido, tenía un vestigio de lo que fue un brazo normal y acababa en una mano perfecta.
Si nosotros nos habíamos espantado ante aquel tipo tan deformado, no fue nada comparable al susto que se llevó él. Su pecho se hinchaba y deshinchaba, jadeaba de forma monstruosa.
—¡Dios santo! —musitó el sargento.
Me serené y pensé que aquel ser era un hombre, así que le apunté con mi revólver y le pregunté con voz clara:
—¿Doctor Michael Ostrog? —él me miró sin comprender absolutamente nada—. ¿Michael Ostrog? —insistí mientras me tapaba la nariz con la mano libre—. ¿Es usted?
El ser produjo un penoso balbuceo, ininteligible, seguido por un millar de salpicaduras de saliva.
—Deben de haberle quemado con ácido o algún producto de ese estilo —comenté apenado—. Doctor, está usted a salvo… Somos policías.
Una exclamación de temor se dejó oír detrás de nosotros.
Me di la vuelta rápido y un hombre de edad avanzada penetró en la habitación. Llevaba varios libros bajo el brazo, que dejó caer al vernos allí. Lucía una cuidada barba castaña.
—Dios santo… —susurró.
Le encañoné con mi revólver antes de interrogarle con el tono más frío que pude adoptar.
—¿Quién demonios es usted?
—Soy el doctor Treeves —confesó el hombre.
Miré al sargento con estupor.
¿Doctor Treeves? ¿Acaso me encontraba ante el suplente del médico de la Casa Real británica?
Ignorando por completo mi revólver, el presunto galeno se acercó corriendo al ser arrugado y deforme e intentó calmarlo dándole unas palmadas en la espalda y murmurándole palabras tranquilizadoras. Este comenzó a respirar pausadamente. El médico nos miró con extraordinaria fijeza.
—¿Quiénes son ustedes?
—Inspector Frederick George Abberline y sargento Henry Carnahan, del Departamento de Investigación Criminal —respondí al instante, marcando cada sílaba. Guardé mi revólver y mi subalterno hizo lo propio—. Buscamos a un médico ruso llamado Michael Ostrog y pensamos que…
—¿El doctor secuestrado del que hablan? —me interrumpió el galeno. Entonces, al caer en la cuenta, miró a su deforme amigo y sonrió levemente antes de continuar hablando—. Supongo que ustedes pensarán que mi paciente es ese ruso… —nos interrogó con la mirada por unos breves momentos—. Se equivocan completamente, pues ni yo ni mi paciente tenemos nada que ver con ese asunto, señores. Este hombre es Joseph Carey Merrick.
Miré confusamente al ser deforme y al doctor.
—Lamento esta intromisión —me disculpé.
Treeves lo aceptó, ladeando una mano, y luego se preocupó por su paciente.
—Señor Merrick, debe acostarse… —habló con voz convincente—. Le ruego que disculpe a estos señores… —Merrick hizo un amago de afirmación y se acercó renqueando hasta su cama.
—No
faza
nada,
doctof
Treeves —articuló con dificultad el monstruoso señor Merrick. En ese momento comprendí que su acento solo se explicaba por la malformación en la boca.
Solícito, el doctor Treeves le ayudó a tumbarse, pues era casi incapaz de hacerlo él solo; le apoyó la cabeza en las almohadas, de forma que dormía casi en vertical, y corrió el dosel para ocultar la cama.
—Deberíamos hablar en un sitio más tranquilo. Les explicaré todo esto —dijo el médico en voz baja.
Después de dejar al señor Merrick en compañía de uno de los ayudantes del doctor que lo atendía, entramos en una cafetería cercana y pedimos tres cafés. Después de que el doctor Treeves encendiese su pipa, nos miró gravemente.
—Al principio no le identifiqué, inspector, pero creo que es usted el que está a cargo del caso de ese Destripador… ¿Me equivoco? —preguntó incisivo.
—De ninguna manera. Tampoco le reconocimos nosotros a usted, doctor, como el suplente del médico de la Casa Real —le alabé.
El doctor asintió meditabundo.
—Es un honor, sin duda, pero no tan grande como algunos otros… —matizó él bajando la voz. Aspiró una bocanada de humo de su pipa y desvió el tema—. Los periódicos hablan mucho de usted, inspector… Supongo que lo sabrá.
—Procuro no leerlos, ya que se dedican a ponerme en una no muy correcta situación —esbocé una sonrisa de circunstancias.
—Sabias palabras —resumió el doctor Treeves. Dejé escapar un corto suspiro.
—Me lo tengo merecido después de todo —apostillé resignado.
—¿Creían en serio que el señor Merrick era ese asesino? —preguntó Treeves.
—Verá, doctor, nosotros no investigamos solo los casos del Destripador —le aclaré—. Buscamos también al médico secuestrado Michael Ostrog.
—Ya… He oído que le acusaron de ser
el Destripador
—comentó el galeno que iba esporádicamente al Buckingham Palace cuando se solicitaban sus servicios.
—Falsa acusación, después de todo… —alegué, arrugando después la nariz—. El doctor Ostrog está secuestrado desde hace unos meses. Un testigo nos habló de la conducta de usted y sus ayudantes para con el señor Merrick y por eso decidimos investigar.
—Sí, debo decir que al llevarlo todo tan secretamente hemos dado razones más que suficientes para que se sospechase de nosotros… Pero solo velábamos por el señor Merrick —explicó Treeves.
—He oído que algunos secuestradores queman la cara de sus secuestrados con ácido para que sea difícil reconocerlos. De ahí que pensase que el señor Merrick era el doctor Ostrog, víctima de ese maltrato —argumenté con calma.
—¡Ojalá fuese así! —exclamó Treeves—. Les contaré toda la historia, caballeros… ¿Tienen tiempo?
Carnahan y yo nos miramos un solo instante y después asentimos en silencio. Me acomodé en la silla y observé con sumo interés al doctor, que comenzó el deprimente relato.
—La vida de Merrick es una triste historia, caballeros. Padece el síndrome de Recklinghausen, una malformación general y un crecimiento de tejido desmesurado e incontrolable. Hace años, visité a un paciente en el mismo edificio en el que ustedes me han encontrado. En la verdulería abandonada en la acera de enfrente, convertida en feria de atracciones, Merrick senda de esclavo para los feriantes. Un cartel que rezaba "Visiten al hombre elefante" se hallaba en la puerta. Entré y descubrí que millares de personas abarrotaban ansiosas el local para ver aquella monstruosidad, que parecía salida del mismo infierno. Me compadecí de él e hice todo lo que pude por librarlo de aquel tormento, pues no hay más tortura para un ser humano que ser horrible y saberlo.
Asentí, viendo que el doctor Treeves tenía razón. El médico se desperezó y continuó el relato.
—Le conduje hasta el London Hospital, donde yo trabajo, e intenté curarlo y tratar su enfermedad, hasta que descubrí que me engañaba a mí mismo. Merrick morirá con ese aspecto. Tiene miedo de la gente y solo sale al jardín del hospital de noche, cuando ninguno de los otros enfermos puede verlo. Es una criatura amable y sensible, al contrario de lo que yo pensaba. Debería ser odioso y resentido por como había sido objeto de burlas y azotes. Además, cuando le enseñé a leer y escribir, se convirtió en un lector voraz. Su inglés es correcto, pero la malformación de la mandíbula le impide articular palabras con corrección. Escribe impecablemente gracias a la mano derecha, que, no sé si han podido observar, es la única parte de su cuerpo que se halla en un estado decente.
El famoso acento nórdico. Por lo visto, los vecinos, al no distinguir el deje del señor Merrick, habían dado por supuesto su pertenencia a algún país nórdico.
Treeves aspiró otra bocanada de humo de su pipa y continuó hablando.
—Le trasladamos a su antigua casa, pero todas las noches debíamos llevarlo hasta el hospital para que recibiera tratamiento. Le envolvíamos en una capa negra y le conducíamos hasta el hospital… —se pasó la lengua por la boca—. Supongo que alguien nos vio entonces. Esa es toda la historia, caballeros. Siento que hayan estado siguiendo una pista falsa.
"Otro callejón sin salida" pensé, un tanto desmoralizado.
—No es culpa suya, doctor —argumentó el sargento.
—Me siento responsable de haberles hecho perder el tiempo —se disculpó Treeves—. Supongo que no les importará la historia de un enfermo.
—Al contrario, es muy interesante —dije yo, pues en verdad lo creía.
—Si puedo hacer algo por ustedes…
Una repentina idea relució en mi mente.
—Ahora que lo dice… Ha dicho que trabaja en el London Hospital… ¿no?
El doctor Treeves asintió.
—¿Me haría el favor de recomendarme algún cirujano experto? —pregunté muy interesado.
Si aquella pregunta sorprendió al médico, este no lo demostró en absoluto.
—Supongo que ustedes me harán el favor de guardar en secreto todo lo que les he contado y han visto —pidió Treeves.
—Por supuesto —repliqué enseguida—. Además de caballeros, somos policías…
—En ese caso… les recomiendo al doctor Neil, que aparte de ser uno de los mejores cirujanos del país, es un gran amigo mío. Dentro de unas semanas hay una convención de medicina en el London Hospital, concretamente el 29 de septiembre, a propósito del señor Merrick y de otros
hallazgos
. Pásense por allí y digan que van de mi parte —nos sugirió—. Si me disculpan…, debo volver con mi paciente. Caballeros, ha sido un honor conocerles.
Treeves se levantó y nos estrechó la mano con efusión. Los tres salimos de la cafetería y nos despedimos fuera. El doctor volvió con su paciente y nosotros pedimos un coche privado.
De entre las sombras proyectadas por el muro, salió un hombre con gabardina que se acercó a otro que fumaba apoyado en una valla. Ambos se habían reunido en un lugar apartado. El de la gabardina miró hacia la espalda del otro. Un coche esperaba tras él.
—Sin novedad en cuanto al inspector Abberline, capitán —informó el hombre de la gabardina.
—Ve a ver al jefe y dile que tampoco hay novedad sobre las prostitutas —dijo el del cigarro, dándole a continuación otra calada—. Siguen localizadas en su casa de Buck's Row, pero no por mucho tiempo —afirmó con voz áspera.
—¿No podemos matarlas a todas a la vez? —preguntó el otro.
—Es él quien debe matarlas, no nosotros —señaló el que fumaba—. Así sería todo más fácil. Nuestra misión es protegerlo, no lo olvides. Vuelve con el inspector y no te separes de él.
El hombre de la gabardina asintió con gravedad y se internó entre las sombras. El otro apagó su cigarro y volvió al coche. Se sentó en el asiento del cochero, cogió las riendas y fustigó a los caballos, que comenzaron a trotar calle abajo.
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
Hacía una semana que Nathan se había marchado y mis nervios estaban ya muy crispados. No teníamos comida ni dinero y habíamos vuelto a trabajar. Estábamos todo el día en la calle para eludir las visitas de nuestro casero. Ya llevábamos dos meses sin pagar el alquiler y el hombre se impacientaba por momentos.
Lizie se había puesto a coser, aunque seguía trabajando con nosotras, pero su sueldo no nos valía para nada. Kate se fundía lo poco que ganaba en borracheras escandalosas.
Un día logramos reunimos las cinco. Sentadas ya en la mesa de la cocina, empecé a hablar sobre nuestra ingrata existencia.
—Chicas, esto va mal… —me limpié los mocos con un pañuelo—. No ganamos una mierda y nos van a echar de aquí… Nathan lleva días sin aparecer y temo que le haya ocurrido algo. Estoy abierta a todo tipo de ideas.
—Si alguien que yo sé dejase de gastarse el dinero en bebida, tal vez podríamos pagar el alquiler —opinó Mary a mala idea y mirando inquisitivamente a Kate.
—¡Ja! —exclamó la aludida—. ¡Yo no tengo la culpa de ganar una mierda porque me folien unos borrachos! ¡Además, el dinero es mío y hago con él lo que quiero! —añadió con acidez. Mary se levantó de un salto.
—¡Y una mierda, Kate! —bramó bastante alterada—. ¡Vives en esta casa y comes como las demás! ¡Te aprovechas de lo que ganamos!
—¿Me estás llamando gorrona, Mary? —Kate se incorporó también de la silla y se encaró con su compañera. Esta echaba fuego por los ojos.
—¡Sí, y lo repito! ¡Te bebes nuestro dinero, zorra! ¡No te creas que no te he visto robando del hueco a veces!
—¡Yo no soy ninguna ladrona! —gritó Kate descompuesta—. ¡Me gasto mi dinero!
—¡Y comes con el nuestro! ¿Te crees que vives en una pensión? —acusó Mary.
Por aquel entonces, Lizie, Annie y yo nos habíamos levantado y tratábamos de apaciguarlas.
—¡Chicas, por favor! —pidió Annie—. ¡Dejad de gritar!
Pero Kate no se podía calmar ya y escupió toda su rabia.
—¡Eres una cerda! ¡Te crees guapa y más lista que las demás, Mary Kelly! —toda la miseria salió a flote—. ¡Pero no eres más que una guarra! ¡Sé que te guardas parte del dinero que traes a casa!
—¡Eso es mentira! —replicó indignada—. ¡Catherine Eddows, repite lo que has dicho, so mentirosa!
Las chicas se habían acercado ya, y los puños y manotazos no tardarían en sonar. Intenté separar a Mary de Kate, pero aquella me apartó bruscamente.
—¡Joder, Kate! —forcejeaba Annie con la alborotada mujer—. ¡Basta ya!
—¡Déjame, Annie! ¡Le enseñaré yo a esa zorra quién es Catherine Eddows!
—¡Sí, suéltala, Annie! —exigió Mary—. ¡Que venga, que me va a encontrar!
—¡Vale ya, joder! —gritaba yo cada vez más preocupada por el cariz que adquiría aquella amarga discusión.
En esas estábamos cuando la puerta de la casa se abrió bruscamente. En el umbral, John Campbell, el casero, aguardaba empuñando una sartén.
—¡Os he atrapado, zorras! —exclamó agriamente—. ¡Me debéis dos meses de alquiler!
—Perdone, señor Campbell, le pagaremos… —intentó decir Annie, pero el indignado casero la amenazó con la sartén.
—Cállate, vieja gorda —advirtió él—. Más vale que me paguéis en el plazo de dos semanas u os echaré a todas a patadas… ¿De acuerdo? ¡Y ya son cinco libras lo que me debéis! —rugió rabioso.
Campbell salió de nuestra vivienda, cerrando la puerta tras de sí con estruendo.
—¡Vaya una mierda de vida! —dijo Annie sentándose de nuevo. Todas la imitamos.