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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (39 page)

—¿Cuánto ha bebido? —pregunté.

—Mucho —reconoció Natalie. Ella y Mary le cogieron por los brazos, le obligaron a levantarse y le acostaron en la cama—. Lleva nueve días así.

—Será mejor que le dejemos aquí un rato —propuse en tono mesurado—. Que esté así hasta que se le aclare la cabeza.

—Es buena idea —convino Natalie—. Saldremos a la calle y volveremos dentro de un rato.

—Yo me quedo aquí —dijo Mary—. No quiero salir —afirmó ladeando la cabeza.

Dejamos al veterano asesino y a esa chica en la habitación, y salimos con el frío otoñal de Whitechapel, bajo la negrura de una noche sin estrellas.

—¿Qué van a hacer? —quise saber.

Natalie soltó un largo suspiro de resignación.

—Ganaremos lo suficiente para marcharnos de aquí para siempre… —contestó mientras clavaba sus ojos en mí—. Parece ser que es la única forma de escapar de una muerte segura.

—¿Adonde irán?

—A Irlanda. Tengo amigos allí, y un conocido de Nathan nos llevará en barco hacia la isla —respondió la chica.

—Si puedo hacer algo para ayudarles…

—Usted concéntrese en atrapar a ese hijo de puta antes de que nos mate a todas.

Paseamos por Whitechapel entre la fauna urbana habitual de allí, formada por vagabundos y borrachos, prostitutas y enfermos, niños harapientos y judíos, pero no les prestamos atención. Caminábamos inmersos en una conversación amena, ajena a todo cuanto nos rodeaba. Era la primera vez que paseaba por Whitechapel y no me sentía depresivo al ver todo cuanto me rodeaba, miseria humana en estado puro.

Charlamos sobre nuestros distintos pasados. Le hablé de Martha —mi mujer fallecida—, de su enfermedad, de su repentina muerte, de los sucesos acaecidos en el atentado de la Torre de Londres, del sargento Carnahan, del doctor Phillips, de mi destitución…

No sé por qué diablos me abría tanto a aquella chica. Durante años había guardado mis sentimientos en lo más profundo de mi ser. Lo máximo que había hecho era anotarlos en un diario, del que después quemé las páginas por temor a releerlas tras la muerte de Martha.

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ATALIE
M
ARVIN
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Retomo la narración, pues a Fred se le hace angustioso contar todo esto. Charlamos toda la tarde, paseando entre la gente y contándonos nuestras respectivas vidas. Yo creía que aquel tipo era un sujeto acomodado, alejado de la vida miserable de East End, sumergido en la misma burbuja en la que estaban todos los habitantes de Londres, los que pretendían ignorar la precaria situación en la que nos encontrábamos en aquella parte de la ciudad. Pero no. El inspector era distinto. Entre otras cuestiones, era muy consciente de la brutal explotación a la que se sometía a la población infantil. Me confirmó que odiaba East End. Sus calles —al igual que a mí— le deprimían y apenaban. Observaba la vida miserable de la gente. Contemplaba a diario el horror de nuestras almas condenadas a una vida terrible y no podía hacer nada por evitarlo, como ya me había dicho él tiempo atrás, cuando acudí a visitarlo a la comisaría y lo insulté y culpé de todo.

No nos demoramos mucho en llamarnos por nuestros respectivos nombres y a perder la vergüenza… Tampoco tardamos en abrazarnos en un callejón y en fundirnos en un largo beso que duró —o al menos a mí me lo pareció— horas.

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REDERICK
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BBERLINE
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Simplemente ocurrió. Ni Natalie ni yo pensamos en ello. Cuando terminamos, nos miramos azorados, sin saber qué decir o hacer. Al cabo de unos segundos interminables, decidí acompañarla a Miller's Court. Cuando llegamos, Natalie apenas rozó sus labios con los míos antes de entrar en la habitación, pero me dedicó una de sus fulgurantes sonrisas, que me heló la sangre.

Me di la vuelta y salí alegre de Miller's Court, como hacía años que no lo había estado. En mi estómago se había organizado una fiesta que hacía retumbar todo mi interior. Ya no recordaba esa sensación. Para mí había muerto hasta ese día, en el que Natalie Marvin la había resucitado.

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Ningún hombre me había hecho sentir lo que Fred aquella noche sin tocarme. Al principio rehusé su contacto, pues estaba acostumbrada a que me acariciasen de forma obscena, siempre con un manoseo continuo, ansioso, que me hacía sentir dolor en los pechos. Pero él no lo hizo así.

Me estrechó entre sus brazos y me besó largamente, con pasión, sí, aunque también con ternura. Hacia años que no sentía algo semejante.

Me apoyé en la puerta cerrada y avancé a tientas hacia la cama. Le di un beso a Nathan y me acosté junto a Mary, en el suelo. Mi amiga estaba aún despierta.

—No logro pegar ojo. Cada vez que lo intento, me asaltan unas pesadillas terribles… —confesó con voz queda.

Entre susurros, le conté mi aventura con el inspector. Mary se escandalizó. Tuve que hacerla callar por miedo a que su elevado tono de voz despertara a Nathan.

—¡Por el amor de dios, Natalie! —me recriminó agriamente—. ¡Es un poli! ¡Un maldito polizonte de mierda! ¡Detiene a chicas como nosotras a diario!

—El no es así, Mary. Nos está ayudando… ¿Cómo no te das cuenta? Está intentando averiguar quién nos persigue y, en caso de no conseguirlo, nos ayudará a salir del país.

—¡No lo necesitamos, Natalie! —saltó mi compañera. Nos enzarzamos en una silenciosa discusión, en la que acabamos un poco picadas. Al final, agotadas, nos dormimos.

Recuerdo que, antes de caer rendida en los brazos de Morfeo, mi último pensamiento fue para Fred.

La habitación estaba tenuemente iluminada por la luz de las farolas que penetraban en ella a través del ventanal abierto. Ichabod Crow se encontraba sentado en una silla, vertiendo el láudano suficiente en la botella de vino de cosecha que le habían dado. Antes de echar el láudano, bebió un trago de vino. Al otro lado de la habitación, su señor observaba la macabra colección de úteros y otras partes del cuerpo de las mujeres que había eliminado. Flotaban en tarros llenos de formol, con etiquetas con los nombres de sus propietarias.

Al lado de la estantería había unos retratos hechos a carboncillo, dibujados en lienzos y colgados de la pared. Se veían tres mujeres pintadas en él. Crow pudo distinguir en los trazos los rostros de Polly Nicholls, Lizie Stride y Mary Kelly.

—¿Cuándo caerá la siguiente, señor? —preguntó el cochero, mirando el retrato de Mary Kelly.

—Pronto, muy pronto, mi buen Crow.

—Señor, discúlpeme, pero solo soy un soldado y no alcanzo a comprender… ¿Podría decirme cuál es el fin de todo esto?

—Esto que estamos realizando es una gran obra, Crow, que será recordada por toda la hermandad a lo largo de los siglos. Una gran obra que nos situará a la altura de los grandes maestros, Crow. A ti, a mi mentor y a mí.

El aludido guardó silencio. Su superior le había indicado que no expresase su opinión acerca de los desvaríos de su protegido, y él siempre acataba órdenes sin rechistar.

—Primero debes localizar la vivienda de la última mujer.

—Ya lo hice, señor. Es Miller's Court, en el número 26. La habitación es la 13 —repuso Crow, sin titubear lo más mínimo.

—Muy bien, muy bien —su señor se dirigió hacia un gran plano que colgaba de la pared y lo observó con renovado interés. Empuñó una pluma metálica y trazó un segmento desde Mitre Square a Miller's Court. Unió las cinco rectas con otras cinco, formando una estrella de cinco puntas—. ¡Ah! —exclamó feliz—. ¿Lo ves, Crow? ¡La estrella! ¡El pentáculo! ¡Jah-Bul-On desea que esta gran obra se cumpla! ¡Fíjate, Crow! ¡Los puntos se unen en una perfecta estrella y tienen como centro Christ Church! ¡Christ Church! ¡Christ Church, del maestro Hawksmoor! ¡Esto es una señal, Crow! Esto es formidable…

Crow guardó un respetuoso silencio.

—Pero antes… —el hombre recorrió su siniestra colección y se detuvo ante un frasco con medio riñón dentro. Lo llevó a su escritorio y sacó de un cajón un bote de tinta y una pluma.

Crow ya le había visto hacer eso antes. Sabía que era la tinta que había en el frasco. Era la misma que su señor había usado días antes para escribir la respuesta al jefe de la Policía neoyorquina y también a Sir Charles Warren… Fue antes de ir a Nueva York y matar a esa vieja. "No he practicado con ella el ritual, Crow. Simplemente la he descuartizado. Sus aires de superioridad analfabeta me crispaban los nervios", le dijo su señor cuando este regresó de América.

—¿Qué va a hacer, señor?

—Escribir una carta, Crow —contestó pensativo.

—¿A quién? —quiso saber el cochero.

—Eso no lo sé aún, Crow. Veamos… El inspector Abberline está fuera del caso… Y Sir Charles Warren ya no me hace gracia… ¿Qué tal al señor Lusk, o tal vez a ese Comité de Vigilancia suyo?

—Es una buena idea, señor.

El asesino en serie de rameras mojó el plumín en la sangre del tintero y aproximó su pluma al papel.

—Aunque Curtis ha muerto, la gente sigue apodándome Jack
el Destripador
y continúa riéndose en mi nombre… Y estoy harto, Crow —afirmó con mirada desdeñosa—. Me han acusado de carnicero, judío, loco, socialista… ¡Socialista, Crow! ¿Te imaginas? Pero esto se va a acabar —comenzó a escribir, pero se detuvo al instante—. Para escribir este tipo de carta, debo poner antes mi dirección… ¿Qué puedo decir?

Miró hacia la estantería donde reposaba su colección, hacia el plano, hacia los retratos de sus víctimas, hacia el tintero con sangre, hacia la calle solitaria y oscura, donde los mendigos y vagabundos se apretaban los unos contra los otros, intentando combatir el frío y la maldita humedad entre el hedor de los desperdicios y la presencia de roedores de todos los tamaños… Aquello que veía sí era el maldito infierno.

—¡Ya lo tengo! —exclamó eufórico—. Será: "Desde… el… infierno" —farfulló. Después garabateó "Desde el Infierno" y respiró hondo—. ¡Ja, ja, ja! —rió histérico—. ¡Esta si que es buena! ¡Muy apropiado! Desde el infierno…

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NSPECTOR
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REDERICK
G. A
BBERLINE
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Y llegó el 11 de octubre, lluvioso, frío y gris, deprimente. Natalie y yo nos habíamos estado viendo a escondidas desde hacía unos días.

Me hallaba en mi casa, solo, después de haber comido fuera y de dormir una media hora, cuando alguien aporreó la puerta. Me acerqué al umbral y miré por la mirilla. Era el sargento Carnahan. Le dejé pasar y le invité a sentarse en un sillón, pero él declinó la invitación.

—De ninguna manera, inspector. Debe acompañarme.

Sorprendido, fruncí el ceño.

—¿Adonde? —inquirí intrigado.

—Al juicio de
Leather Aprom
—repuso el sargento.

—¿Qué…?

—Lo que oye… Parece ser que a Thick le ha salido el tiro por la culata. Ha aparecido un policía que dice haber estado hablando con Jack Pizer en el muelle la noche de la muerte de Nicholls.

No tuvo que contarme más. Me vestí y los dos salimos a la calle, donde tomamos un coche que nos llevó hacia el lugar en el que se realizaba la vista.

Entramos y nos sentamos al lado del doctor Phillips, en uno de los bancos. En el medio de la sala, el juez de primera estancia Baxter interrogaba a un sujeto desaliñado y nervioso, que miraba a los miembros del jurado con aprensión. Una fila más adelante pude ver al fiero sargento Thick, ahora amedrentado y pálido como un enfermo. La causa contra el sospechoso llegaba a su término.

—… Así pues, señor Pizer, debido al testimonio aportado por el agente Asbury, número 78945 de la División H, usted queda libre de toda sospecha y de todo cargo anteriormente adjudicado —declaró el juez Baxter, dando a entender que el acusado sobraba en la estancia.

Dos policías se lo llevaron.

—Llamo al estrado al sargento William Thick, número de placa 49889, de la División H —dijo Baxter.

El aludido se levantó, se ajustó el cuello del uniforme y avanzó hacia el centro de la sala entre los murmullos de los asistentes.

—¿Es usted, sargento William Thick, el responsable del arresto premeditado de Jack Pizer?

—Sí, señoría —afirmó Thick con vacilación.

—El 10 de septiembre usted acudió a la casa del señor Pizer tras haber jurado ante su superior, el comandante Smith, que Pizer era el sospechoso apodado
Leather Aprom
… ¿Me equivoco?

—No, señoría.

—¿Tiene algo que alegar en su defensa? —inquirió el magistrado.

—Señoría, la gente del barrio se refería a Pizer como
Leather Aprom
—dijo el sargento—. Hace algunos años, Pizer acuchilló a una mujer en plena calle por su odio hacia el sexo femenino… Por eso Pizer encajaba perfectamente en el perfil… —añadió algo intranquilo, cuando fue interrumpido por el magistrado.

—En el perfil de cualquier otro asesino sin coartada, dice usted, sargento, pero Pizer la tiene. El agente Asbury lo vio en el puerto la noche del asesinato de Mary Ann Nicholls. Y su hermano y sus vecinos han declarado que el señor Pizer estaba en su casa la noche del asesinato de Annie Chapman. Más tarde, usted lo detuvo, por lo que tampoco es el culpable de las muertes de Elizabeth Stride y Kate Eddows. Así pues, declaro el expediente
Leather Aprom
suspendido, así como su presencia en el cuadro de sospechosos. Se levanta la sesión.

Nos incorporamos e intentamos salir de la sala abarrotada. Cuando estaba a punto de pasar por el umbral de la puerta, alguien me sujetó por el hombro. Era Thick. Me miraba con furia. El doctor Phillips y el sargento Carnahan se acercaron.

—Sepa que no ignoro que me han tendido una trampa. Sé que ustedes inventaron ese chisme de calle desde aquella mañana en que fui a verle, Abberline… No lo niegue.

—Sí, es así —reconocí al instante—. ¿Por qué no abandonaste el caso en ese momento, Thick?

Se quedó mudo. Sabía, como yo, que lo único que había buscado era la gloria.

—Les denunciaré a Warren, ya lo verán —amenazó, apretando los dientes—. Usted, sargento, y usted, doctor, perderán también sus empleos… En cuanto a usted, Abberline, haré que lo encierren unos cuantos años.

—Muy bien, hágalo y se vendrá con nosotros —le retó el médico.

Yo también pasé al ataque.

—En efecto, pues no dudes que le contaremos a todo el mundo que desee escucharnos todo lo referente a tu sistema de búsqueda de sospechosos —Thick no sabía qué responder. Su expresión huidiza lo decía todo y aun así lo presioné más—. ¡Oh, sí! Conocemos tu forma de encontrar culpables, Thick. Buscas a uno de tus conocidos y le cargas el muerto para llevarte la gloria.

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