No sabía qué decir. Observé a Lizie, que se había quedado boquiabierta.
—Mary, tú me quieres… —intentó decir Kate.
La aludida abrió los ojos de un modo desmesurado y retrocedió espantada.
—¡Apártate de mí, cerda! ¡No quiero nada contigo! —espetó llorando.
Kate bufó.
—¡Sí, soy una cerda! ¡Sí, soy una borracha! —bramó alteradísima—. ¡Pero acepto lo que soy! ¡No como tú, Mary Kelly! —recriminó agriamente a su compañera. Salió de la habitación dando un sonoro portazo que hizo temblar el marco.
—Si se pone a beber, no parará en toda la noche —auguró Lizie.
Nos quedamos las tres en la casa, en medio de un descorazonador silencio. El peso de la escena que acabábamos de presenciar se cernía implacable sobre nosotras.
Al cabo de un rato, Lizie se levantó de la silla que había ocupado desde la partida de Kate y dijo con gravedad:
—Mejor será que salgamos fuera a trabajar un poco.
Así lo hicimos, cada una por un lado, como teníamos por costumbre.
(N
ATHAN
G
REY
)
El inspector y yo recorrimos medio Whitechapel en nuestra veloz carrera hacia Dorset Street. Estaba claro. Alguien había mandado a aquellos tipos para entretenernos, con objeto de intentar atacar a las chicas. Sencillo y obvio a un tiempo.
Penetramos en Miller's Court por el angosto pasadizo que daba a la habitación que las chicas tenían alquilada. La oscuridad inundaba la vivienda, lo que revelaba que se hallaba vacía.
—¡Joder! Hay que encontrarlas, inspector. Sus vidas corren peligro —dije nervioso.
Los dos salimos de Miller's Court y corrimos calle arriba, hacia el Ringer.
Kate había bebido demasiado. Se balanceaba de lado a lado de la calle, apoyándose en las farolas rotas y en las paredes. Estaba furiosa con esa zorra de Mary Kelly por rechazarla, por negar que la había besado apasionadamente.
Era tarde, así que se dirigió a la pensión de Shoe Lane en busca de un lugar donde dormir. No podía regresar a casa después de lo ocurrido. Consiguió una cama en la cutre pensión, después de haber contado unas cuantas mentiras a la gente de allí, simplemente para sentirse mejor al ver sus caras de asombro.
—He estado cogiendo lúpulo en Kent… —había afirmado con lengua de trapo.
El cabrón del guarda de la pensión le tocó la moral con sus comentarios, así que Kate le regaló algunas de sus típicas lindezas. El resultado fue que la echaron fuera con cajas destempladas.
Deambuló por las calles, se topó con dos clientes con los que quedó para más tarde, y volvió a beber de un modo incontrolado. Un policía la despertó; se encontraba en medio de la calle, dormida en la acera.
—Venga, cariño. Vamos. No puedes dormir aquí, levántate… —le indicó mientras la ayudaba con un brazo.
Cuando quiso darse cuenta, dos agentes la conducían casi a rastras hasta la comisaría de Bishop's Gate. Oía las voces de los policías:
—¿Así que la has encontrado en Aldgate High Street, Lou?
—Totalmente borracha y dormida en medio de la calle, George. Metámosla dentro y fichémosla.
La metieron en la comisaría y se la presentaron al sargento encargado de los calabozos.
—Metedla en el calabozo y cuando esté más lúcida, nos dirá su nombre —ordenó el seco suboficial.
Los policías condujeron a Kate a un sucio calabozo, donde unas cuantas cucarachas campaban a sus anchas, y la tumbaron en un jergón que olía a orines.
Todo le daba vueltas.
Lizie acababa de despedirse de su último cliente y se limpiaba la boca con un pañuelo, después de haber practicado con él una larga felación, y andaba calle abajo entre la llovizna gris que había comenzado a caer. Caminó por la empedrada calle, sorteando charcos.
El sonido del relinchar de unos caballos y del entrechocar de unas ruedas le hizo darse la vuelta. Un enorme y lujoso coche negro se detuvo a su lado.
—Buenas noches, señorita…, ¿es usted Lizie Stride? —preguntó el cochero.
—Buenas noches, señor…, ¿necesita compañía?
—¡Yo no! —repuso el cochero. Por una extraña razón, aquello le hizo gracia—. Se trata de mi señor… Se ha fijado en ti —afirmó él con media sonrisa.
—¿Le gusto? —preguntó Lizie incrédula.
—Mucho. Me ha pedido que te dé un regalo.
El cochero descendió de su vehículo. Lizie vio que una cicatriz enorme le surcaba el rostro. El le prendió una rosa en su blusa.
—Toma, de parte de mi señor —precisó.
La ramera olió el perfume que emanaba la rosa.
—Es preciosa —musitó muy complacida.
—Debes hacerme un favor, Lizie —le dijo el desconocido en tono confidencial—. Voy a ir a por mi señor a su casa y lo llevaré dentro de una hora cerca de aquí, al patio del número 40… ¿Conoces el lugar?
—Sí.
—Muy bien. Nos veremos en la puerta del número 40, en el patio de al lado del IMWC
[5]
. ¿De acuerdo? —inquirió él, a la vez que la sujetaba con suavidad de un brazo.
—Por supuesto. Tienes mi palabra —afirmó sin titubear lo más mínimo.
—¡Ja! —se jactó a media voz—. Claro, sabía que ibas a decir que sí.
Un hombre cruzó la calle en ese momento. El cochero subió al coche de un salto y se despidió de Lizie con la mano, antes de apremiar a los caballos para que se moviesen.
Ella estaba alegre. Por fin había encontrado a un hombre sensible y cariñoso; tan cariñoso, que le enviaba una flor. Y es que a Lizie Stride, como a muchas otras mujeres de East End, los hombres no la habían tratado muy bien.
Se topó con otro cliente más y, después de ganarse unos cuantos peniques y de darse casi de bruces con un guardia cuando acompañaba a aquel calle abajo, se dio cuenta de que la hora se acercaba. Se encaminó resuelta hacia el patio, ajustándose el pecho para parecer más sensual. En la puerta, el cochero se encontraba fumando un cigarrillo. Asintió con la cabeza.
—Muy bien, Lizie, estás aquí. Mi señor te espera en el patio, pero antes…
El cochero extrajo una botella del interior de su gabardina.
—Toma —le ofreció mientras se la acercaba—. Es para ti.
Lizie bebió un trago por pura cortesía. Le habían enseñado que nunca se debía rechazar un regalo. Sabía muy fuerte y al instante comenzó a marearse. El cochero la cogió del brazo y la condujo hasta la entrada del patio.
—Ve hasta el final. Mi señor te espera.
Lizie avanzó dando tumbos hasta el lugar de encuentro. Las voces y los cánticos que salían del IMWC indicaban que ese día había una importante reunión de socialistas y judíos en el local. La mujer llegó hasta el fondo del patio.
—¿Hola? —articuló con dificultad. Todo la daba vueltas.
—Hola, Lizie.
Una figura se materializó tras ella. Se quedó paralizada de horror. Allí se encontraba la oscura silueta del supuesto Aarom Kominsky. Intentó retroceder.
—¿Por qué huyes, Lizie? —preguntó con media sonrisa—. ¿No me reconoces… ? Soy Aarom.
La prostituta dio algunos pasos hacia atrás. El hombre se quedó desconcertado.
—Lizie, yo te quiero —aseguró como en un susurro—. No huyas de mí. No voy a hacerte ningún daño.
El judío avanzó decidido hacia ella, empuñando un largo cuchillo. Lizie gritó y salió corriendo hacia la oscura calle. El cochero se echó encima de ella y la tiró al suelo, a la vez que le tapaba la boca con las manos. Un hombre cruzó la calle. Lizie quiso gritar de nuevo y suplicar ayuda desesperadamente, pero la férrea mano del cochero agarraba con fuerza su mandíbula como la zarpa de un oso de los bosques rusos, impidiéndola de este modo articular ningún sonido.
—¿Qué coño estás mirando, judío? ¡Lárgate de aquí! —escupió el cochero.
Ante la mirada de espanto de la mujer, el hombre salió corriendo. Acto seguido, el conductor agarró a Lizie de los brazos y la condujo a empujones hasta el callejón, donde el supuesto Aarom esperaba con el bisturí en la mano.
Crow se apoyó contra la pared y sujetó a Lizie por el pelo, hasta obligarla a levantar la cabeza y mostrar el cuello a su agresor. El hipotético Kominsky levantó el cuchillo de Liston por encima de su cabeza y con un rápido movimiento cercenó el cuello limpiamente de la indefensa mujer. La sangre manó a chorros de la yugular cortada.
Lizie sintió como se ahogaba, como la vida se le escapaba poco a poco, y se desmayó enseguida. El cochero soltó el cuerpo inerte de la mujer degollada y sacó un pañuelo, con el que se limpió las gotas de sangre que le habían salpicado en la cara. El cuerpo se desplomó sobre el húmedo y frío pavimento, donde permaneció inerte manando sangre a borbotones de la herida recién abierta.
Crow no las tenía todas consigo. Alguien podía venir en ayuda del maldito descendiente de los deicidas. Desconfiado, miraba con ojos alertados en dirección a los cuatro puntos cardinales.
—No complete el ritual por esta noche, señor. No hay tiempo. Ese puto judío puede estar avisando a la Policía —aconsejó con voz queda.
—Muy bien —convino el supuesto Aarom, guardando a continuación el bisturí de Liston en su estuche.
En los calabozos de Bishop's Gate, Kate comenzó a desperezarse y a pedir que la sacasen de allí. El tufo a orina vieja se hacía insoportable por momentos. Un policía la reprendió con notable acritud.
—¡No saldrás hasta la una en punto! ¡Así que cállate!
Pasado el tiempo, el mismo carcelero sacó a Kate de la celda y la ayudó a penetrar en otra dependencia de la comisaría.
—¿Cómo te llamas,
querida
? —preguntó él para elaborar la ficha. Su tono era menos agresivo.
—Me llamo Mary Jane Nelly y soy una jodida zorra asquerosa —reconoció mordaz. Se rió de su propio chiste.
—Solo el nombre —matizó él, ahora con voz neutra—. Sobran los detalles…
El agente la acompañó hasta la salida y la dejó en la puerta. Kate comenzó a balbucear sin saber lo que decir.
—¿Qué hora es? —preguntó amodorrada.
—Demasiado tarde para beber, así que vete ya a casa.
—No mencione la bebida… No pienso beber nunca más. Cuando llegue a casa me darán una buena tunda —afirmó ella, recordando sus borracheras cuando salía con John Kelly, ese palurdo haragán que la había dejado hacía varios meses. Por alguna extraña razón, aquello le hizo sentir nostalgia, aunque en modo alguno añoraba el tiempo que pasó con aquel varón.
—¡Y te la habrás merecido! —la áspera voz del carcelero la sacó de sus recuerdos de alcohólica.
El le franqueó el paso a la calle y le estiró un brazo.
—Por aquí,
señorita
—expresó con sorna.
—Muy bien… —farfulló—. Buenas noches, capullo —contestó Kate, a modo de despedida.
El carcelero volvió a su mesa de trabajo y comenzó a leer el periódico. De repente, recordó no haberle pedido a la mujer la dirección. Salió fuera de la comisaría y, como no la vio, volvió a meterse dentro refunfuñando. Empuñó un plumín de metal y comenzó a escribir el informe. Al llegar al apartado de dirección del sospechoso —con un llamativo borrón, debido al flujo irregular de la tinta—, el carcelero dudó entre inventarse el domicilio o no. Al fin de cuentas, la mujer podría haber mentido y él solo hubiese hecho su trabajo. Nadie le descubriría. Con letra segura, escribió en el informe: "Mary Ann Kelly, número 6 de Fashion Street". ¿Era Ann?, ¿o Jane? No lo recordaba, así que, un tanto hastiado al descubrir que había un nuevo borrón, decidió dejar el nombre puesto y volver a su periódico.
—Crow, no me siento muy bien. Necesito completar el ritual —dijo el caballero.
—Pero ya es tarde, señor. Ya localizaremos a las demás…
Miró fijamente a su cochero ladeando la cabeza.
—No, debe ser esta noche —insistió, ajustándose mejor el guante izquierdo—. Déjame en Mitre Square y busca a la siguiente. Es Catherine Eddows… Búscala y tráela, Crow.
—Sí, señor —admitió servicial el conductor del coche y paró debajo de una farola averiada. Una gran arruga de preocupación surcaba su entrecejo.
Kate deambuló por las calles de Whitechapel de lado a lado, sin rumbo definido, pues su embriaguez todavía no había pasado del todo. Un coche se detuvo a su lado.
—Buenas noches, señorita Eddows.
La aludida miró hacia el vehículo y, a la luz de sus faroles, distinguió la pálida figura de un hombre que empuñaba las riendas.
—Buenas noches —contestó Kate, amodorrada todavía por el alcohol barato ingerido.
"Está borracha. Será fácil", pensó Crow.
—¿Le gustaría disfrutar con un hombre de verdad y ganarse unos cuantos peniques de paso? —inquirió aquel cochero con una sonrisa maliciosa.
Kate rió con sarcasmo.
—¿Ese hombre es usted? —preguntó irónica.
Crow refrenó su furia.
"Rece a dios porque yo no lo sea", caviló el hombre.
—No se trata de mí. Se trata de un caballero que está bajo mi protección. Deseo que disfrute con una mujer de verdad, ya que es… —bajó la voz— un poco inexperto… Quiero que usted le enseñe cuanto hay que saber de la vida —añadió entre dientes.
Kate pareció halagada con aquella proposición.
—Me encantará enseñar mis artes a ese caballero… Siempre me gusta estrenar novatos —afirmó convencida.
—¡Muy bien! —exclamó el cochero triunfal—. ¡Suba al coche! Pero antes… —extrajo una botella de vino de Aquitania medio llena—. Tome, es un regalo de mi señor.
Ella cogió la botella con manos ávidas y bebió un largo trago hasta saciarse. Ichabod Crow sonrió maligno. Kate subió sin temor alguno al coche por la escalerilla metálica que el cochero hizo descender y cerró la puerta del carruaje con cierto estrépito.
"Ya está en el bote", pensó él, soltando después un suspiro de alivio. Tiró de las riendas y los caballos comenzaron a moverse con nervio en dirección a Mitre Square.
Crow detuvo el coche unas yardas más lejos de Church Passage, ante el pasadizo que conducía a la plaza, y se bajó. Abrió la puerta y vio a la furcia en el interior profundamente dormida. "El láudano debe de estar haciéndole efecto", conjeturó mentalmente. Zarandeó sin contemplaciones a la mujer, que se despertó entre bostezos y mal aliento.
—Ya hemos llegado —anunció él, lacónico.
Ayudó a bajar a Kate del coche y la cogió del brazo, ayudándola a andar. Caminaron hasta el pasaje y Crow se detuvo frente a él.
—Este es el lugar —señaló con el índice derecho—. Mi señor te espera en la plaza.