—Voy con ustedes —afirmó, apretando el arma con fuerza. Carter negó con la cabeza.
—No puede ser. Media Inglaterra le busca, Grey, y no vamos precisamente a un buen lugar y a meternos con vulgares ladrones o criminales —precisó—. Vamos a acusar de asesinato a un hombre importante; quizá a varios… No puede acompañarnos…
Intervine para quitar hierro al asunto.
—Además, Natalie y la pequeña Alice le necesitan —dije yo con voz convincente.
Grey nos miró fijamente a los dos y después se dirigió a Natalie.
—Prepara el equipaje y ve hacia London Docks el 31 de diciembre —indicó a mi chica—. Busca el carguero
King Albert
y pregunta por Louis. El te meterá en el barco junto con el resto de pasajeros. Cuando llegues a Irlanda, envíame una carta —añadió preocupado—. Ya estoy listo para echarles una mano —insistió ceñudo.
Si la idea de embarcarse sola asustó a Natalie, no lo demostró en ningún momento. Tenía temple.
—Muy bien —se limitó a decir en voz baja.
Grey la estrechó con ternura entre sus brazos y luego besó con delicadeza a la pequeña Alice en la frente. Como la dura barba del sicario le produjo un cosquilleo en la frente, la niña soltó una espontánea risilla.
Me despedí de Natalie con un fuerte abrazo y un fugaz beso y le deseé suerte. Abracé con cariño a Alice.
Grey, Carter y yo salimos del Ten Bells y pedimos un coche que nos llevó hasta Mitre Square. Al final, no tuvimos fuerza moral para impedir que el viejo soldado del ejército británico nos acompañara. Tal vez así tendríamos las espaldas bien cubiertas…
En el interior del vehículo, tras explicarle con cierto detalle la situación del subterráneo y la disposición de la entrada a Grey, decidimos fraguar un plan de acción. Tomé el mando de la operación.
—En primer lugar, vamos a indagar, no a matar a nadie —previne a mis colaboradores—. Queremos buscar indicios sobre la identidad del culpable o, en su defecto, de alguien que le conozca, para interrogarle posteriormente.
—Pero debemos pensar en cómo entrar. Si la entrada está en el sótano de esa taberna, es seguro que estará vigilada —nos previno Carter con criterio.
—Eso no es problema —afirmó el experimentado sicario, metiendo dos cartuchos en su escopeta y cerrándola de un siniestro chasquido.
Moví la cabeza a ambos lados.
—No, Grey. Debemos ser silenciosos —argumenté—. Vaya pensando algo, Carter, porque llegaremos dentro de nada.
El agente especial asintió levemente y luego se sumió en un profundo silencio.
Poco después, los tres bajamos del coche ante la entrada de una lujosa taberna, en Piccadilly Circus. Detrás de nosotros se alzaba la imponente estatua de Eros, que, desde su pedestal, parecía lanzarnos miradas de ira por nuestra profanación a su quietud nocturna. La amplia taberna se encontraba todavía abierta, pero solo vimos un camarero en ella, al parecer con intenciones de cerrar, que se vieron turbadas con nuestra entrada en el local. Nos miró con mala cara.
—Señores, el local está cerrado… Les ruego que se marchen y vuelvan otro día —dijo el camarero con fingida cortesía.
Carter se puso a la altura del empleado en cuestión y le miró directamente a los ojos. Gracias al feroz aspecto del exótico agente especial, con el tatuaje en el rostro y la cabeza rapada, el camarero se amilanó. Fue entonces cuando Carter, empleando su mano derecha, descargó un poderoso golpe en la nuca del pobre hombre, quien se desplomó al instante. Se encogió de hombros intentando justificar su contundente acción.
—Descuiden, no lo he matado —explicó con frialdad—. Estará inconsciente durante horas… Ahora, busquemos ese sótano.
Cerré las puertas del local público y saqué mi revólver. Grey hizo lo propio con su escopeta recortada, que había llevado todo el rato oculta en su gabardina. Carter no sacó arma alguna. Simplemente, ayudado por su bastón, comenzó a buscar el sótano. Yo ya le había visto emplear su personal arma, así que me dije que el agente especial no necesitaba otra mejor.
Encontramos pronto una pequeña escalera que llevaba al sótano, con peldaños de madera que crujían, tras una puerta situada al otro lado de la barra de la taberna. Descendimos con cuidado, pero solo dimos con un sótano húmedo y frío. Grandes toneles lo ocupaban.
—Ingenioso —alabó Carter—. Prueben los toneles y miren si alguno tiene bisagras —los señaló uno a uno con su temible bastón.
Así lo hicimos. Fue Nathan Grey el que encontró la puerta, escondida en el fondo de uno de los toneles vacíos, la cual se abrió enseguida al mover el pequeño grifo metálico.
Pasamos dentro del gran tonel y abrimos después una puerta situada en el fondo, para penetrar en un largo pasillo iluminado por lámparas de gas colgadas en las paredes, a la altura de los ojos de un varón de estatura normal.
Seguimos pasillo adelante, hasta toparnos con otra puerta. El agente especial de Su Majestad se paró ante ella y pegó el oído a la superficie de madera. Cuando nos miró para indicarnos que no se oía nada, la puerta se abrió para horror nuestro y apareció la silueta de un tipo alto, con extrañas vestiduras, que portaba una espada.
El sujeto aquel lo comprendió todo en una fracción de segundo, justo lo que tardó en descargar un formidable golpe de espada contra Carter, que lo detuvo ipso facto con su bastón. Nuestro especialista en lucha personal se desprendió de la espada del hombre y le golpeó a este en la cabeza con el pomo de metal del bastón. El tipo cayó al suelo inconsciente y, a su lado, la pesada espada, que produjo un estridente sonido. El portero había quedado anulado.
—Continuemos —susurró Carter—. Mucho cuidado ahora.
Seguimos andando por un pasillo largo, repleto de anchas puertas con cortinajes rojos.
—Deben de ser balcones —aventuré yo, intrigado a más no poder por aquel impensable lugar subterráneo.
En efecto.
A medio camino nos topamos con uno cuyos cortinajes estaban abiertos. Se oían voces lejanas. En un silencio sepulcral, nos aproximamos de rodillas al balcón y nos cubrimos tras la barandilla de mármol. Levanté un poco la cabeza y pude ver entonces una gran sala iluminada por antorchas. En medio de ella había una estatua enorme de piedra, cuya forma estuvo a punto de hacerme soltar un penetrante alarido.
Era una estatua de tres cabezas. Cada una miraba a un lado, excepto la del medio, que lo hacía hacia delante. La primera cabeza era la de un hombre joven, con perilla alargada y tiesa. La del otro representaba un hombre anciano, de luenga barba blanca. Y la del centro, la que más temor inspiraba, era la de un ciervo de largos y retorcidos cuernos. Por lo demás, las tres cabezas se unían en un solo torso musculoso y sujetaban con sus dos brazos una escuadra y un compás, que inscribía el uno sobre la otra.
Reconocí la estatua de inmediato: eran los tres rostros de mi sueño.
Unas palabras expresadas en tono solemne interrumpieron mis pensamientos. Se trataba de un grupo de hombres jóvenes guiados por un anciano, que era el que hablaba.
—… Todos habéis pasado la prueba y habéis alcanzado el grado decimotercero, exaltando el arco real de Enoc. Es el momento de que conozcáis el verdadero nombre del ser supremo, del Gran Arquitecto del universo.
Los jóvenes se mostraron nerviosos.
—Él es tres deidades a la vez y una sola al mismo tiempo. El es, en parte, Osiris, dios de los antiguos egipcios. El es, en parte, Yahvé, el dios hebreo y cristiano. Y también es Baal, el dios cornudo de los cananeos, llamado cernunos por los celtas. Así pues, conoced su verdadero nombre, Jah-Bul-On.
Las palabras resonaron amplificadas por el eco hasta penetrar en mi alma.
Jah-Bul-On.
Grey me tocó el brazo, indicándome que le siguiera. Continuamos por el pasillo de los balcones hasta llegar al final de este, que terminaba en un balcón de cortinas descorridas. Nos agachamos y nos acercamos al balcón. Asomamos las cabezas con mucho cuidado de no hacer ruido y lo que vi me dejó literalmente helado.
El balcón daba a una gran sala cuadrada, de suelo con baldosas negras y blancas, como un gran tablero de ajedrez. En las paredes había una gran cantidad de frescos pintados que reflejaban diferentes escenas de medicina: una autopsia, una curación… Había cuatro palcos en la sala, uno en cada pared. Todos ellos estaban vacíos, a excepción del que teníamos enfrente, que, aparte de encontrarse tras una larga mesa, lo ocupaban unos individuos de negro, con largas bandas doradas y medallas en sus torsos.
Cuando me dispuse a reconocerlos, mi corazón dio un vuelco, al igual que el de Carter.
Era el mismísimo Sir Charles Warren quien presidía el palco, como en un juicio. Parecía estar más cargado de medallas y bandas que los demás, los cuales le trataban como si fuera en realidad un ser supremo. A su lado, sin las bandas ni el traje, estaban sentados Sir Howard Livesey y el jefe James Monro. Al otro lado de Sir Charles, se encontraba Robert Anderson y al lado de este, James K. Stephem. El resto de asientos los ocupaban diversos personajes que, aunque yo sabía que eran miembros de la alta sociedad, no conocía sus nombres.
—Que entre el caballero de Oriente —exigió Sir Charles a uno de los cuatro varones que estaban de pie empuñando espadas como la del guardia de la puerta.
Un hombre se dirigió a una puerta de dos hojas cercanas, se cuadró y la abrió.
Un personaje de pasos enérgicos, al que yo conocía muy bien, entró en la sala, se colocó en el centro y dirigió una mirada de desafío a los ocupantes del palco.
Sir William Whithey Gull estaba allí, vestido de negro y con las mismas bandas y medallas que los demás.
¿Qué coño significaba todo aquello?
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
—¿Me habéis hecho llamar, Gran Visitante? —preguntó Gull.
—Así es, caballero de Oriente. Está usted en el seno de la masonería, en el centro exacto de todas sus creencias y ciencias ocultas —afirmó Sir Charles en tono grave—. Me amparo a la protección y misticismo de este templo para proclamar, a voz en grito, Sir William, las barbaridades de las que le acuso. Barbaridades como revelar a simples iniciados en los saberes arcanos conocimientos que deberían ignorar hasta alcanzar el grado decimotercero. Le acuso de poner en peligro la sagrada hermandad y también de desobedecer las órdenes de sus superiores inmediatos…
—¿Mis superiores? —le interrumpió Sir William, asombrado—. No hay nadie superior a mi persona.
—¿Cómo dice? —preguntó el antiguo jefe de Scotland Yard encolerizado. Los demás masones reaccionaron igual.
—Ustedes no pueden hacerse una idea de la gran obra que he llevado a cabo —indicó Gull con marcado desdén.
—Caballero de Oriente…, ¿es usted consciente de lo que está diciendo? —inquirió Sir Charles, al que se me hacía extraño ver sin su apestoso cigarro hindú—. Está usted faltando a sus preceptos de masón y a sus superiores —añadió agriamente.
—¡Ustedes no son superiores a mí! —Sir William Whithey Gull, siempre prepotente, alzó la voz de forma estentórea—. ¡A ustedes no les ha sido revelada la llave del siglo XX! ¡A ustedes no les ha guiado el mismo Jah-Bul-On en persona! ¡No me hablen de superioridad! ¡Comparado con ustedes, yo soy casi un dios! —añadió, dominado por su egolatría.
Pero los masones murmuraron coléricos. Algunos se levantaron hechos una furia.
—¿Se escandalizan? —preguntó Gull con insultante ironía—. ¡Mírense! ¡Se escandalizan por el solo hecho de pronunciar su nombre! ¡Son ustedes patéticos! —exclamó con inusitado desprecio.
A Sir Charles Warren se le estaba acabando la paciencia.
—¡Hermano Gull! —bramó furioso, fuera sí—. ¡Ya ha armado usted bastante escándalo por ahora! ¡Usted ha atraído a personas indiscretas a investigar sobre nuestra organización! ¿Cómo se le ocurrió…? —inquirió agrio—. ¡Los
juwes,
los asesinatos en forma de pentáculo, las recreaciones! ¡Todo esto fue pensado para curar una enfermedad, no para ponernos en peligro!
—Ustedes no pueden apreciar el inmenso arte que he recreado —contestó Gull despectivamente—. ¿No lo ven? ¡Estoy a punto de abrir las puertas del siglo XX!
—Gull, no sabe lo que está usted diciendo —formuló Sir Charles, aparentemente más calmado.
—¡No! ¡El que no lo sabe es usted! ¡No tiene derecho a juzgarme! ¡Ninguno de ustedes lo tiene! —Gull elevó la mirada al techo y, por un instante, se tropezó con la mía.
Me invadió el pánico. A mi lado, Grey y Carter me miraron preocupados. El sicario, con cuidado y procurando que no se oyera, amartilló su escopeta recortada.
Pero Gull sonrió y no dijo nada. Alzó una mano en dirección al techo.
—Él es el único que puede juzgarme, no ustedes —dijo poco a poco, como mascando cada palabra. Ignoro si se refirió a mí o a la extraña deidad que veneraba—. Ahora, caballeros, me temo que debo dejarles… Si me necesitan, estaré en mi retiro de Brook Street —concluyó, acompañando sus últimas palabras con una enigmática sonrisa.
Gull se encasquetó su sombrero de copa y salió de la sala con pose de dignidad herida.
Carter, Grey y yo nos relajamos bastante.
—Ya tenemos a nuestro culpable —dije yo en un susurro.
—¿Y a qué esperamos? —preguntó Grey, amartillando su escopeta de nuevo—. Vamos a por él.