—Usted procure que no le despidan y consiga el dinero… —me indicó, a la vez que se ponía serio de nuevo—. Yo me ocuparé de proteger a Natalie en todo momento.
Era el momento, así que opté por la salida personal más drástica.
—Oiga, Grey, se me ha ocurrido algo… —Le hablé con absoluta confianza—. Cuando Natalie abandone Londres, le buscarán a usted… Y si Carter se va de la lengua, me perseguirán a mí también, claro, por lo que pienso que sería mejor que los tres nos marchemos de una vez por todas.
Nathan Grey no pareció sorprendido. Tras cavilar un instante, se limitó a preguntarme:
—¿Sospecha de alguien, inspector?
—De todos mis superiores… —contesté raudo—. ¿Qué le parece? —inquirí, ahora ansioso.
—Muy bien. Estoy de acuerdo —afirmó él convencido—. Pero habrá que reunir más dinero…
—No se preocupe por ello. Puedo pedir un adelanto o un préstamo… El dinero no será problema.
—De acuerdo, entonces. —Grey me estrechó la mano y abrió la puerta.
Entonces recordé algo. Algo que llevaba dando vueltas desde hacía mucho tiempo. Algo que le debía a una persona.
—Grey… —le susurré. El sicario se dio la vuelta—. Antes quiero que me hagan un pequeño favor…
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Le proporcioné a Natalie el dinero necesario y el vestido que le había comprado días atrás. De ese modo, ataviada como una señora burguesa, se dirigió al deprimente hospicio de Marylebone para sacar de aquel lugar a la pequeña Alice Margaret Crook.
En honor a su madre, había decidido sacarla del hospicio y proporcionarle un nuevo hogar junto a nosotros. Era en pago por no haber descubierto el motivo de su ejecución. Se lo debía…
La niña era muy simpática y enseguida se adaptó a vivir con Natalie y Grey en la habitación situada encima del Ten Bells. Yo iba todas las semanas a verlas a ambas y pude comprobar, con inmensa alegría, que entre la niña, Natalie y Grey comenzaba a formarse un vínculo parecido al establecido entre abuelo-madre-hija de una familia normal, como tantas.
Parecía que no todo iba a ser tan malo después de todo. Solo cabe decir que tanto el sargento Carnahan como el doctor Phillips fueron informados de mis futuros planes; los dos se mostraron de acuerdo, aunque con profunda tristeza.
En aquellos días, mi vida volvió a la normalidad relativamente. En el ínterin nos llovían cartas de protesta, de amenazas y ahora, también de colaboradores pasados de rosca. Un tipo que decía ser amigo de Sir Arthur Conan Doyle —el famoso escritor y creador del detective Sherlock Holmes, al cual yo no profesaba mucho cariño, ya que nunca me ha gustado mezclar la fantasía con la vida real, cosa que el referido autor hacía a menudo en sus libros— nos indicó que podíamos espolvorear el escenario de la muerte de Mary Kelly con un producto químico para sacar las huellas del asesino. Por si no había ya bastante mierda en el escenario del crimen, querían echarle más…
También recibí en mi despacho a diversos criminólogos y videntes de diferente pelaje, charlatanes a los que fui echando del lugar musitando excusas sobre que sus ayudas no eran necesarias en el caso. Entre ellos, se presentó ni más ni menos que el famoso vidente de la reina, el señor Lees.
Eran unos malditos gilipollas.
En realidad, yo no podía culpar a esos tipos, pues, como miles de personas antes que ellos, solo pretendían hacerse un hueco en la historia. El afán de protagonismo de algunos individuos era patológico.
Jah-Bul-On se dirigía a él solamente.
Le miraba entre las aviesas sombras de su subconsciente, iluminado por una tenue luz blanca. Veía la estrella de cinco puntas dibujada en la negrura en un brillante color rojizo. En cada punta de la estrella se situaba una de las víctimas. Excepto en el centro, que no ocupaba nadie…
Veía Christ Church, un templo de Spitalfields creado por el Gran Arquitecto y maestro Hawksmoor, siempre en el medio del pentáculo. Oía un incesante repiquetear de campanas. Una voz profunda le gritaba:
—¡La puerta al siglo XX! ¡La puerta hacia el cielo!
Pero esta no podía abrirse. Estaba cerrada por su culpa.
Ahora lo vio todo claro. Faltaba otra prostituta…
En la habitación, su madre le consolaba en su turbulento sueño, le secaba el sudor e intentaba tranquilizarle. Su hijo llevaba delirando y con fiebre desde la noche del 9. No sabía lo que le estaban haciendo, pero su instinto maternal le alertaba que no podía ser nada bueno.
Como vio que no podía apaciguarle, hizo llamar al doctor. Este se presentó al rato. Se sentó en la cama y observó al paciente, que se revolvía inquieto.
—Está en un estado de delirio profundo. Intentaré hablar con él, pero necesito estar a solas. Le ruego que nos deje solos —la madre abandonó la habitación. El doctor se inclinó al oído del paciente y le habló—. Mi buen discípulo, soy yo, el caballero de Oriente, quien te llama.
El muchacho se agitó.
—¡Maestro! —imploró, agarrando los brazos del doctor—. ¡Maestro, no subimos al cielo!
El galeno asintió comprensivo.
—Ya lo sé. Algo salió mal. Todo debía haber acabado.
—Lo he descubierto, maestro. Jah-Bul-On me lo ha mostrado —afirmó el joven.
—¿Le has visto? —quiso saber el facultativo.
—En… mis… sueños —farfulló.
—Yo también lo he visto en toda su grandeza. Hace poco, cuando mi corazón se paró durante unos instantes, pude verlo… Por fin se nos ha revelado a los dos, mi buen discípulo —explicó el doctor con voz queda.
—Me ha advertido, maestro. Me ha dicho… Todo debe acabar el fin de año, maestro. El año infernal debe acabar en Christ Church.
—¡Christ Church! ¡Christ Church de Hawksmoor! ¡Uno de los maestros, mi buen discípulo! —exclamó el médico—. Dime…, ¿qué te ha indicado el Gran Arquitecto? —quiso saber.
El muchacho susurró algo.
—¿Qué… ? ¿Qué te ha comunicado el gran maestro? No te entiendo…
El muchacho tomó aire y luego se debatió un poco. Murmuró otra vez. Le ardía la garganta. El doctor se acercó a su boca y el chico le susurró al oído.
—Hay otra… Queda otra…
—¿Qué… ? —inquirió Sir Charles Warren, desabrido.
—Lo que oye… El mismo lo ha dicho, Gran Visitante.
Lo fusiló con su airada mirada.
—Por favor, doctor, no emplee mi título con tanta ligereza… —dijo el antiguo jefazo de Scotland Yard, lanzando una ojeada rápida a Sir Howard Livesey, James K. Stephem, Crow, Carter y Monro—. Recuerde que todo lo referente a la hermandad ha de quedar en secreto.
El médico bufó. Sin duda, Sir Charles no merecía el alto título que todavía ostentaba.
—Pero, doctor, eso no puede ser. Según el ritual del que usted habla, él debe exterminar a cinco… y ya ha exterminado a seis —aventuró Stephem.
—La primera estaba fuera del ritual —contestó el facultativo—. Y Elizabeth Stride no fue completada… Sin embargo, en el plano, la estrella está completa ya. Sugiero que la última víctima sea eliminada en cierto lugar sagrado… que les indicaré más adelante.
Sir Howard Livesey suspiró.
—Esto lo complica todo —argumentó, ladeando la cabeza—. ¿Es necesario que la última sea asesinada?
—Por supuesto que sí. Es esencial. De ello dependen el siglo XX y sus futuros, caballeros —tras esa solemne declaración, el doctor se colocó su sombrero y salió de la sala.
—¡Por el amor de dios, ese hombre está loco! —se quejó James Monro.
—Ya lo sé —admitió Sir Charles con pesar—. El doctor ha llevado al extremo los saberes arcanos de la hermandad. Al parecer, le ha instruido no solo en el manejo del bisturí, sino también en la práctica de un antiguo ritual de la hermandad… —respiró hondo antes de continuar—. Ahora, ambos creen que están haciendo algo realmente decisivo y mágico por la humanidad.
—Yo pienso que si el doctor cree que este… tratamiento es beneficioso para él… no debemos discutirle, caballeros —opinó James K. Stephem.
—Pero, señor Stephem, eso es peligroso para Sir Charles y la hermandad, para Monro y la Policía, y también para mi Departamento de Seguridad Interior… —avisó Livesey, ceñudo—. Caballeros, los distintos organismos a los que representamos pueden verse seriamente comprometidos con esta sarta de locuras. Sugiero que nos retiremos de este plan de inmediato.
—¿Qué está usted diciendo, Livesey? —preguntó Monro, irritado—. ¡Eso es traición! —exclamó, alzando los brazos en pose teatral.
Sir Charles Warren miró uno a uno a todos los presentes y habló después.
—Este asunto se está complicando demasiado —aseguró, mientras se acariciaba el bigote—. Propongo dejar que elimine a la última chica, y con ella, procuraremos hacer desaparecer a los demás implicados, como el doctor, el asesino a sueldo y, por supuesto, el inspector Abberline.
—¿Y cómo pretende hacer todo eso? —preguntó Stephem.
—Mediante el inspector Abberline… —contestó el antiguo jefe de Scotland Yard, exhibiendo de paso su diabólica media sonrisa—. Deja que husmee en la bomba… Hasta que le explote en la cara y se los lleve a todos con él —añadió en tono fúnebre.
—Parece que el inspector ha dejado de investigar —aventuró Carter.
—Eso da al traste con nuestros planes —señaló Livesey.
—No necesariamente —repuso Sir Charles—. Conociendo a Abberline como lo conozco, creo que solo necesita un pequeño estímulo que lo empuje de cabeza a la investigación… Y creo que sé qué es.
—De acuerdo —convino Sir Howard Livesey—. La hermandad se centrará en alentar a Abberline y de eliminar al doctor. A su vez, mis hombres se ocuparán de la seguridad de nuestro común protegido y de la eliminación de ese asesino a sueldo.
Stephem, que había arrugado mucho la frente, puso el dedo en la llaga.
—¿Y el culpable? —inquirió preocupado—. ¿Es que no lo han pensado… ? La prensa y la gente de a pie quieren un culpable, un sospechoso. Si no se lo damos, el malestar seguirá aumentando y temo que, con tanto loco suelto, alguien decida seguir los pasos de Jack
el Destripador
.
—Estoy de acuerdo con el señor Stephem —admitió Monro—. No podemos arriesgarnos a eso. La Policía no puede verse mancillada más, señores. Eso sería catastrófico… Debo recordarles que es el único organismo de esta conspiración que está dando la cara.
—Tiene usted razón, señor Monro —dijo Livesey—. En cuanto al culpable…, ¿y si empleásemos la identidad de algunos de nuestros sujetos comodín?
Sir Charles Warren se ajustó el monóculo pensativo. Después comentó:
—El judío está muerto, recuérdelo, Livesey… Y el médico ruso ya está más que tratado por los periodistas. Necesitamos algo nuevo…
—¿Qué me dicen del abogado? ¿Sigue en el Guy's Hospital? —quiso saber Sir Howard Livesey.
—Creo que sí —contestó James Monro—. Los tratamientos alpha y omega están mermando su cerebro. Ahora cree que está volviéndose loco… Y en cierto modo, así es.
—¿No les parece poco ético manipular así la consciencia de una persona? —preguntó James K. Stephem.
—Señor Stephem, nada es poco ético si hay que salvaguardar la seguridad del Imperio —le replicó un tanto ácido Sir William Warren—. Usted, al no haber sido en su vida soldado ni patriota, no puede entenderlo —se volvió a Livesey—. Podemos utilizar al abogado… Que le apliquen el tratamiento omega y le suelten algunos días, para que aparezca por algún lugar público y la gente le vea. Luego, podemos hacer que sufra… un pequeño accidente —dicho esto, le dio una profunda calada a otro apestoso cigarro hindú que acababa de encender.
Durante el tiempo que precedió a mi vuelta a la vida policial, solo puedo decir que el sargento Carnahan y yo nos vimos envueltos en un largo y complejo proceso de falsificación de pruebas.
Escondimos todo lo que pudimos que hacía referencia a Natalie y Grey, para que nadie pudiese encontrarlos, ni recordarlos. Se puede decir que prácticamente destruí yo mismo la vida de Natalie Marvin y Nathan Grey.
Gracias al agente especial Carter y a mis contactos en los archivos policiales, Grey fue borrado de la faz de la historia, al igual que el certificado de residencia en Inglaterra de Natalie. Al final, resultó que Natalie y Grey ya no existirían más bajo sus auténticos nombres y apellidos…
Aunque pensaba que los asesinatos habían concluido y que Natalie estaba a salvo, algo en mi interior me inquietaba. Mi sexto sentido, el de la intuición, estaba siempre alerta. Presentía que era mejor marcharse cuanto antes de allí, así que lo dispuse todo con sumo cuidado.
Pedí un préstamo al banco, y me dijeron que me lo concederían sin problemas al cabo de unos días. Avalé mi casa, pero aquello no me importó. Cuando estuviese en Irlanda, ya se podrían quedar con ella.
El día 19 fue el entierro de Mary. Grey y yo acudimos, pero prohibimos a Natalie acercarse. Ella se quedó en la habitación del Ten Bells, con la única compañía de la pequeña Alice. Más tarde, Nathan Grey me contó que se había pasado todo el día llorando. Mary era su mejor amiga y las últimas palabras que Natalie le dedicó no fueron las apropiadas, según me contó ella misma.
Al día siguiente —20 de noviembre— tuve que vérmelas con un sastre de avanzada edad, que se hacía llamar Maurice Lewis, que decía que había visto a Mary Kelly en el Ringer a las diez de la mañana. Como supuse que Lewis confundía a Natalie con la difunta Mary, intenté disuadir al buen hombre e hice que el sargento destruyera inmediatamente su confesión. Pero algo ocurrió esa misma noche cuando salí de mi despacho. Un hecho que he de referir en este relato, pues dio pie a mis posteriores averiguaciones.
Caminaba solo por Commercial Street. Era de noche y una fina cortina de agua caía incansablemente sobre Londres. Me dirigía al Ten Bells a ver a Natalie y también a la pequeña Alice, cuando cuatro tipos salieron de un callejón, me cogieron y me internaron en la oscuridad del hediondo callejón por el que habían salido.
Dos de ellos me agarraron con fuerza de los brazos, mientras otro me golpeaba en la cara y en el estómago. Me debatí con las piernas libres, golpeando con ellas el ancho pecho del tipo que me había pegado hasta tirarlo al suelo. Otro me pegó un puñetazo en la cara, mientras el que había caído me sujetaba de las piernas. El segundo puñetazo me llegó como una descarga eléctrica.
Me libré de quien agarraba uno de mis brazos y sujeté la mano del hombre que me golpeaba, deteniendo el tercer puñetazo. Rasgué la manga de su camisa y pude ver un extraño tatuaje que llevaba dibujado en la muñeca. Era una estrella de cinco puntas inscrita en un pentágono. El hombre se soltó de mí y me golpeó de nuevo, mientras el otro volvía a apoderarse de mi brazo. Me golpearon dos veces más en el estómago. Escupí sangre por la boca. Me soltaron al fin y caí al suelo. Uno de ellos me pegó una patada en el estómago.