—¡Por dios, Abberline! ¡Está usted hablando del príncipe! —exclamó Sir Charles, indignado.
—No, Sir Charles, se equivoca… Estoy hablando de un jodido loco que ha asesinado a seis mujeres inocentes —insistí, asqueado de vivir aquella impensable situación.
Sir Howard Livesey me observó con soberbia antes de hablar:
—¿Y para qué acude a nosotros, inspector? —preguntó Livesey—. Intente detenerle…
—Por alguna razón, ustedes tienen algo que ver en el asunto… Es algo que quiero averiguar. Y si no puedo detenerle a él, puedo arruinar sus vidas… —recalqué incisivo—. Además, los desvaríos del doctor Gull no han conseguido aclararme del todo la situación —concluí.
—Si caemos, le arrastraremos con nosotros, inspector —aseguró Monro, fríamente.
—No me dan ningún miedo —afirmé con el ceño muy fruncido—. Cuéntenme toda la historia.
Sir Charles suspiró, resignado ante una situación que se les iba de las manos.
—Todo empezó hace algún tiempo… —relató con voz queda—. Su Alteza Real siempre ha sido de salud y temperamento débil, pero recientemente tuvo algunos achaques —el antiguo jefazo de la Policía metropolitana se ajustó su monóculo—. El príncipe comenzó a desarrollar una especie de histeria asesina contra toda mujer…, que se manifestó en su juventud, al ver la forma en que desollaban a un buey delante de él. A la mañana siguiente, después de este sangriento episodio, uno de los perros de Su Majestad apareció degollado en su habitación. Livesey continuó el relato.
—Fue el propio doctor Gull —elegido por Sir Charles adrede por su condición de hombre respetable y de masón— el que dictaminó un complejo sistema para satisfacer los deseos macabros del príncipe, asegurando que, cuando estos desaparecieran, lo haría también la enfermedad.
Aquello me indignó en grado sumo.
—¿Me están queriendo decir que soltaron a un maldito demente en medio de Londres y le dieron carta blanca para cometer todo tipo de atrocidades? —pregunté con voz trémula y horrorizado.
—¡Abberline, por dios! —exclamó Anderson exasperado.
—¿Qué demonios habría hecho usted? —me inquirió Sir Charles en tono muy agrio—. ¿Le habría dejado cometer sus atrocidades en el Palacio de Buckingham? ¿Acaso se hubiese hecho usted cargo de la situación cuando todos los periódicos del mundo publicasen la noticia de que la reina Victoria había sido asesinada por su propio nieto? ¿Se haría usted responsable de la situación, Abberline?
Anonadado por las excusas que estaba escuchando, estallé.
—¡No tienen un puto pretexto para hacer lo que hicieron! —grité colérico—. ¿Qué ocurre con su conciencia, caballeros? ¿Acaso esas prostitutas no eran mujeres?, ¿no eran seres humanos?, ¿no tenían derecho a vivir en sus miserias cotidianas? Además, ¿por qué no encerraron al príncipe en un castillo si ya sabían que estaba loco?
Livesey obvió mi última pregunta.
—Todas ellas hubiesen muerto de hambre o de alguna enfermedad con el tiempo —sentenció el hijo de perra con todo su cinismo.
—¡Oh, muy bien! ¿Así que usted piensa que ese puto loco hizo un trabajo misericordioso con ellas? —le pregunté a Sir Howard Livesey.
—No he querido decir eso, inspector… —me contestó bajando la voz—. Déjeme continuar… —entornó los ojos—. Lo primero fue difícil. Debíamos encontrar a un grupo de prostitutas que estuviesen localizables. La fortuna quiso que diésemos con el grupo de Grey… Y allí empezó todo.
Sir Charles Warren tomó el relevo del macabro relato.
—El príncipe citó a tres de las mujeres, con las que mantuvo una relación… bastante personal. Las drogaba y les pagaba bien para que mantuvieran la boca cerrada y así, poco a poco, fue adquiriendo conocimientos de todas ellas.
—Y al descubrir la pasión por la bebida de la mayoría de ellas, ideó el sistema del láudano y el vino francés de cosecha… Se ganaba su confianza y las drogaba a la vez —continué la siniestra historia.
—Así es… —admitió Livesey—. Para relacionarse con las mujeres, el príncipe se valió de la identidad de tres personajes que le facilitamos nosotros… Los tres eran hombres reservados y solitarios, por lo que no nos fue difícil eliminarlos y colocar al príncipe para suplantarlos.
Llegado este punto, todo tomaba forma en mi mente. Acababan de entrar en el rompecabezas los señores Ostrog, Kominsky y Druitt, este último al que, a propósito, no había encontrado.
—Usted conoce la identidad de los dos primeros sujetos, pues los anduvo investigando —dijo Sir Charles.
—En efecto —contesté con sequedad—. Seguridad Interior raptó a Ostrog una noche y, más tarde, al ver que yo había investigado y había entrado en su apartamento, quemaron el edificio y con él todas las pruebas referentes a Ostrog. Sin embargo, no tuvieron la misma suerte con Kominsky, puesto que el sargento Carnahan lo encontró en el Guy's Hospital muerto como un loco más sin nombre.
Sir Charles se sentó en un sillón de su lujoso salón y continuó:
—Con el arma del conocimiento en su poder, el príncipe ya estaba listo para poder cumplir su tarea. Así, vigilado por un selecto grupo de hombres de Seguridad Interior, empleando los conocimientos académicos básicos de los que le dotó el doctor Gull y utilizando un rústico cuchillo de comando, el príncipe cometió su primer crimen. Después, tras haber descargado toda su furia con la mujer, recayó… Y en ese momento fue cuando todo se echó a perder definitivamente —añadió cabizbajo.
Livesey siguió con la macabra historia.
—Gull había sufrido un ataque al corazón un año antes y, desde entonces, no era el mismo. Días antes del primer asesinato del príncipe, el doctor volvió a sufrir uno de sus ataques y su cerebro quedó afectado. Desde entonces —y su yerno, el joven Thed Acland, nos lo confirmó—, el buen doctor comenzó a padecer alucinaciones. En ellas veía como ese Gran Arquitecto Masónico le ordenaba misiones descabelladas, todas con el único fin de abrirle las puertas al siglo XX… Teníamos ahora a dos dementes en vez de uno.
—¿Y por qué no acabaron con todo? —pregunté, mientras cruzaba mis brazos sobre el pecho, sintiendo así el contorno de mi revólver.
—Decidimos seguir el plan que Gull elaboró cuando aún estaba cuerdo —afirmó Sir Charles—. Un mes más tarde, el príncipe cometió otro de sus crímenes, esta vez basándose en un antiguo ritual masónico que le enseñó Gull. Pero el príncipe fue herido en su hazaña, por lo que decidimos encomendarle la misión de protección a un agente solo. Designamos un hombre que no se despegara de él ni a sol ni a sombra. El elegido fue Ichabod Crow, de Seguridad Interior.
—Y mientras Crow le protegía, un selecto grupo de agentes de Seguridad Interior se entretenía en distraernos a Grey y a mí, para evitar que interrumpiéramos al príncipe —continué por mi cuenta.
"El cuervo y el demente… Los
juwes
… El cuervo es Crow", pensé.
Ahora fue cuando comprendí lo que Michael Curtis intentó decirme el día en que fue asesinado. El periodista conocía toda la historia que me acababan de contar en aquella lujosa casa.
—¿Y qué me dicen de Curtis y toda esa pantomima de las cartas? —pregunté incisivo.
Warren exhibió una sonrisa irónica.
—Eso formaba parte de nuestro plan para alejarle a usted del caso, inspector —respondió después—. Pretendía apartarlo del caso haciendo que usted fracasara, para mantener todo lo que refería a los crímenes en secreto. No obstante, usted encontró a Curtis, por lo que tuvo que ser eliminado.
Livesey siguió con las explicaciones, las cuales exponía sin asomo alguno de remordimiento de conciencia.
—En cuanto a las cartas, solo puedo decirle que las primeras las escribió el príncipe en persona. Al parecer, encontraba divertido burlarse de la Policía —carraspeó dos veces antes de continuar con su cínico relato—. Para silenciar esto, hicimos que Curtis le
bombardease
con más y más misivas, fotografías y artículos. Imagínese cuál fue nuestra sorpresa cuando descubrimos que algunos locos y gilipollas lo imitaron y le enviaron cartas fingiendo ser
el Destripador
—concluyó arrugando la nariz.
—La prensa y el Comité de Vigilancia le acosaban, Abberline. Así que usted, el doctor Phillips, Swanson y el sargento Carnahan inventaron el chisme de
Leather Aprom
para desviar los rumores y la atención de la prensa… —Sir Charles sonrió fugazmente—. Fue un duro golpe. Habían demostrado ser más inteligentes que nosotros, pero la historia no acabó ahí… A instancias de mi orden de que no se aproximase a ningún reputado médico, usted acudió a la conferencia de medicina del London Hospital y allí conoció al doctor Gull, lo que trastocó nuestros planes por completo. Debíamos alejarle de Gull, ya que era usted peligroso… —hizo una pausa para ajustarse mejor el monóculo—. Mientras, el príncipe siguió matando poco a poco, gracias a la ayuda de Crow y de nuestras distracciones oportunas para con usted y el viejo Grey… Más tarde, tras las declaraciones de ese yanqui presuntuoso de Byrnes, el príncipe sintió deseos de ir a Nueva York y darles una lección a los norteamericanos. Allí asesinó a una vieja en un tugurio del puerto de Nueva York, pero no siguió las normas del ritual.
Sir Howard Livesey continuó con el sangriento relato:
—Solo quedaba una mujer a la que matar… El príncipe y Gull estaban ansiosos por acabar, pensando en que iban a ascender al cielo cuando terminasen su epopeya… El príncipe mismo acudió a ver a la última víctima, Mary Kelly, pero un hombre le vio, aunque no supo reconocerle. Días más tarde, el príncipe cometió el que debía ser su último asesinato. No obstante, algo no fue bien. Se volvió a sentir mal y estuvo al borde mismo de la muerte. Pero aquello ya era exagerado. Gull había dado demasiadas pistas sobre la hermandad, la prueba es su presencia aquí, inspector, por lo que decidimos apartarle… Sin embargo, algo trastocó nuestros planes de nuevo —reconoció con pesar—. En medio de los delirios del príncipe, Gull oyó de sus labios que faltaba una mujer por eliminar. Y usted la conoce bien, Abberline… Ahora, ya que está aquí, le exijo que nos diga dónde está escondida Natalie Marvin —me espetó con asombroso descaro aquel hijo de mala madre.
Saqué mi revólver reglamentario y encañoné uno a uno aquellos canallas. Los cuatro levantaron los brazos. Por si acaso, retrocedí hasta la puerta.
—¡Quietos! —les ordené enérgico—. ¡No se muevan!
—¡Abberline, no sea estúpido! —exclamó Monro—. Se buscará usted la ruina —añadió, cerrando los ojos un instante.
—Y ustedes también como se muevan una pulgada… Carter, abra la puerta del salón y salgamos fuera —le indiqué al agente especial.
—En realidad, ninguno de los dos va a salir de este despacho, inspector —expresó una voz harto conocida justo detrás de mí.
Ante mi asombro, Carter había sacado su revólver y me encañonaba con él.
—Tire el arma —me ordenó ceñudo. Obedecí, al leer en sus ojos su letal decisión—. Lo siento, inspector, pero se lo advertí…, ¿recuerda? —insistió muy serio—. Le advertí que se marchase lejos y lo olvidase todo.
—Maldito traidor… —mascullé con la moral por el suelo.
Sir Charles se rió con ganas. El agente especial me miró con el semblante inexpresivo.
—Ha caído en nuestra trampa, inspector —dijo triunfal el antiguo mandamás de Scotland Yard.
—¿De qué habla? —pregunté con una ira apenas contenida.
En ese preciso momento dos hombres entraron en el salón. Uno de ellos era Crow, el cual me saludó con un gesto burlón que pretendía imitar al saludo militar. Delante de él iba Nathan Grey, al que el cochero del príncipe psicópata apuntaba con la escopeta del sicario. Grey fue forzado a ponerse a mi lado.
—¿Qué coño significa esto, Abberline? —me preguntó, sin dejar de mirar a los presentes y evaluándolos a todos.
—Como ve, estamos los dos igual —contesté con voz queda.
Grey miró con profundo desprecio a Carter, que nos apuntaba con su revólver.
—Cabrón… Lo sabía. Nunca me ha gustado este tipo. ¡Es usted un maldito hijo de puta! —le espetó.
—Eso, Grey, ya se lo había dicho antes de que usted entrara, pero con otras palabras —argüí yo.
Sin Charles Warren nos fulminó con su prepotente mirada.
—Cállense los dos —exigió furioso. Después me enfiló con agrias palabras—. Es usted grotesco, Abberline… ¿Se figuraba acaso que le íbamos a contar todo y que le dejaríamos marchar tranquilamente? —rió con insultante desdén—. Es un crédulo y un confiado, Abberline, un ingenuo, un pobre hombre en suma… Esos son sus mayores defectos. Usted, al igual que su colega Nathan Grey, las mujeres asesinadas y Gull, no son sino engranajes en la potente maquinaria de esta trama.
Incrédulo todavía ante el inesperado giro que había tomado la situación, miré a Sir Charles sin comprender aún el alcance del asunto.
—¿Qué está diciendo? —inquirí.
—Se lo explicaré de forma que hasta un individuo descreído, depravado y proletario como usted pueda entenderlo —me escupió a la cara su odio de clases—. Usted, inspector, aun en su ignorancia, ha sido engañado y utilizado… Deje que se lo explique mejor… Los organismos a los que estos señores y yo representamos están viéndose perjudicados con todo esto. Fíjese bien, Abberline… Si hasta usted ha conseguido encontrar a los francmasones y acceder a sus más recónditos secretos, cualquiera podría haberlo hecho. Bueno, cualquiera con la ayuda de Carter, por supuesto —sonrió mordaz.
—Es un maldito traidor, Carter. Por lo que se ve, no es usted mejor que ellos —le solté rabioso, a su inmutable rostro—. Me ha estado ayudando en todo momento para que me fiase de usted y darme después una puñalada por detrás… Y yo he caído como un imbécil. Le felicito —los miré a todos asqueado—. Les felicito a todos. Son la escoria de la humanidad —añadí con desprecio.
Ichabod Crow me golpeó en la cabeza con la culata de la escopeta del sicario.
—¡Crow, por favor! —exclamo Livesey. El agente de Seguridad Interior se excusó entre dientes—. Como le íbamos diciendo, Abberline, usted fue atraído gracias al bien construido plan de Sir Charles. Todo comenzó haciendo que algunos de sus hombres le diesen una paliza y le obligasen a investigar de nuevo, pues se había relajado en sus investigaciones… Eso le hizo indagar de nuevo y, con un pequeño empujón por parte de Carter, buscó información sobre la hermandad y descubrió que Gull pertenecía a ella.
—¿Con qué fin hicieron todo esto? —pregunté.