Los dos hombres guardaron un silencio que los delataba. Crecido, me animé a seguir hablando en tono agrio.
—Pensaban que podrían mentirme tranquilamente… ¿Verdad? ¡Pensaban que podrían ocultarme los hechos! —exclamé irritado—. Al principio me dijeron que el príncipe padecía una enfermedad que le hacía caer en ataques profundos de histeria asesina… ¡Jamás me atreví a pensar que ustedes fueran los causantes de esa enfermedad! —estallé, después de dar un puñetazo sobre el escritorio de James Monro, que estaba lívido.
—Abberline, escuche… Nosotros no tuvimos nada que ver… —articuló Anderson.
—¡No me joda, Anderson! —le reproché, señalándolo con mi acusador índice derecho—. ¡Ustedes lo sabían todo y aun así colaboraron! —grité irritadísimo.
—¡No teníamos elección! —exclamó Monro—. ¿Usted sabe que desobedecer una orden de la reina se considera alta traición?
Di una sonora palmada antes de mostrar de nuevo mi cólera.
—¿Traición? —pregunté asombrado—. ¿Aunque esa orden implique participar en un asesinato?
James Monro se encogió de hombros.
—No sabíamos… —intentó decir.
—¡Basta! —le corté autoritario—. Déjeme seguir… Al separar al príncipe de su mujer y su hija, este se volvió loco, y su locura se acrecentó gracias a su débil salud metal y al convencimiento posterior, por parte de Gull y Stephem, de que Annie Crook era la culpable de su estado. Todo lo hicieron para evitar que el príncipe la tomase contra su abuela por dar la orden de separarlos… —su silencio corroboró el sentido de mis airadas frases—. Gull y Stephem lo consiguieron, pero el tiro les salió por la culata —me paseé por la sala con pasos enérgicos—. Al príncipe le dio por odiar a todas las mujeres y fue entonces cuando Gull y Stephem comenzaron a temer por la seguridad de la mismísima reina Victoria.
Observé a los dos hombres. Finalmente, Monro asintió moviendo la cabeza varias veces. Su consternación era evidente. Al fin había dado en el blanco. Respiró con dificultad y luego me habló con voz queda.
—Lo ha descubierto usted todo, Abberline… Le felicito… Es un hombre brillante —me alabó.
—Sus agasajos verbales no servirán de nada —afirmé inflexible—. Estoy asqueado de todo y de todos ustedes… Abandono el cuerpo. Dimito.
—Le ruego que lo reconsidere, Abberline —repuso Monro.
—No. Buenas tardes. —Abrí la puerta del despacho.
—De todas maneras, le será ingresada en su cuenta bancaria una suma sustancial en pago a las molestias sufridas —dijo Monro.
No podía dar crédito a aquellas sucias palabras.
—¿Con quién se cree que está hablando? —pregunté indignado—. ¡No soy un puto policía corrupto! —afirmé exasperado.
—¡Abberline, por dios! —gritó Monro, levantándose de un salto—. ¿Cree usted que a ella le conviene que nos proporcione un trato semejante? ¿Cree que a ella le conviene que se gane nuestra enemistad? —insistió, haciendo hincapié en la palabra ella.
Monro tenía razón. Natalie podría sufrir las consecuencias de mis impulsivos actos.
—Buenas tardes —contesté algo más calmado y a modo de respuesta, mientras salía del despacho.
Fui derecho a un mostrador de la entrada para solicitar la hoja reglamentaria. Iba a presentar mi dimisión con carácter irrevocable.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Toda la historia había dado un giro de repente. El príncipe ya no me inspiraba odio ni rencor… Ahora únicamente me daba lástima. Solo había sido un individuo torturado, al que destrozaron su vida, y con quien después jugaron con su mente.
Finalmente, Gull fue ingresado en Islington, en el transcurso del año 1890. El mismo día en que los masones fingieron su entierro en Thorpe-le-Soken, el médico fue internado clandestinamente en ese atroz manicomio. Lo hicieron bajo el nombre de Thomas Mason, sin duda otro de los sarcasmos de Sir Charles Warren. El buen doctor falleció en 1896 y, durante todo este tiempo, acudí a verle algunos días a su celda mugrienta. En determinadas ocasiones, el ex médico de la soberana lograba reconocerme, pero otras solo deliraba y hablaba sobre Jah-Bul-On y el siglo XX. Me apenaba profundamente verle así, pero de algún modo se lo merecía.
En cuanto al príncipe, solo cabe decir que le vigilé estrechamente hasta que falleció, a principios de 1892, cuando, acosado por su enfermedad y por la sífilis —producto de sus numerosas relaciones con prostitutas y homosexuales— se dejó morir en su cama. La versión oficial dada a la prensa hablaba de una gripe que se le complicó hasta devenir en una neumonía; nada que no fuera normal en aquella época. Como pensé cuando me llegó la noticia de su fallecimiento, "El mató a las prostitutas… y las prostitutas lo mataron a él".
El siguiente hermano del ilustre finado, George Frederik Ernest Albert —futuro Jorge V—, ocupó el segundo puesto en la línea de sucesión al trono.
Con anterioridad, Seguridad Interior se había dedicado a la exhaustiva tarea de silenciarlo todo, de una manera que incluso a mí mismo me sorprendió. Visité Christ Church tras mi regreso de Irlanda, y en ella no quedaba la más mínima gota de sangre, el más mínimo balazo o deterioro. Es más, el propio sacerdote que nos había guiado hasta el pasadizo negó mil veces conocerme y acordarse de mi cara cuando le pregunté al respecto. Temblaba como un enfermo y estaba lívido, por lo que deduje que Seguridad Interior había
hablado
con él.
Fueron numerosos los sospechosos y muchas más aún las habladurías acerca del caso. Mentí a mucha gente y falseé muchas pruebas para salvar a Natalie, cosa que no podría haber hecho, por supuesto, sin la decisiva ayuda de Sir Charles Warren y Sir Howard Livesey. Sin comerlo ni beberlo, me había convertido en uno de sus
asociados
, en un individuo más de la amplia conspiración.
Las fotografías de Michael Curtis desaparecieron de todos los archivos del periódico. Tan solo se conservaron las instantáneas del archivo policial de Maguire, las del depósito de cadáveres y las de la funeraria. En estas últimas, los cuerpos aparecían correctamente tapados y sin ninguna herida visible, excepción hecha de los de Mary Kelly y Catherine Eddows, a las que nada se podía esconder.
En cuanto a mí, solo cabe añadir que finalmente recibí el soborno, para que me callase para siempre, por parte de Livesey, Sir Charles, Monro y Anderson, y que, una vez muerto el príncipe y cuando me hube retirado de la Policía para siempre, hice venir a Natalie y a la pequeña Alice de Irlanda. Me casé con ella bajo otra identidad que adoptó al llegar a Inglaterra. En honor a su amiga Mary —que era conocida como Fair Enma—, mi amor pasó a llamarse Enma oficialmente.
Jamás le revelé a Natalie de quién era hija la pequeña Alice, al igual que nunca le conté la verdadera historia del príncipe, pues nunca lo habría comprendido. Estoy seguro de que no le hubiese inspirado lástima como a mí.
Seguí viéndome con el sargento Carnahan, con Swanson y el doctor Phillips, pero, una vez cambié de trabajo, mi relación con ellos se fue enfriando hasta llegar simplemente a limitarse a una comunicación por carta. No obstante, siempre los llevaré en mi corazón, grabados con fuego en él, al igual que todos los detalles que concernían al caso del famoso Destripador.
El sargento Carnahan siguió trabajando en la Policía hasta su jubilación, en 1914, antes de llegar el estallido de lo que luego fue la Gran Guerra. Su hijo, Dan, logró convertirse en policía.
El doctor Bagster Phillips vivió feliz durante mucho tiempo y, al jubilarse, pudo disfrutar de una hermosa casa y de varios nietos que alegraron su vejez.
No supe más de ellos.
Donald Swanson continuó con su brillante carrera policial durante mucho tiempo, pero jamás volvió a dirigir el Departamento de Investigación Criminal, en parte, gracias a mí y al Destripador. Murió algunos años más tarde. Acudí a su entierro y consolé a su viuda y a su hijo, pero no me sentí mejor por haberlo hecho. Ese día, había muerto mi mentor, mi amigo… Y yo tampoco hallé consuelo.
Después de mi temprana jubilación del cuerpo de Policía, recibí una tarjeta de un conocido norteamericano mío. En ella me ofrecía un puesto en la agencia Pinkerton, de detectives privados. Mi trabajo ahí fue excitante, debido a que me dediqué a limpiar los casinos de Mónaco.
Cada año, Natalie y yo acudíamos a Irlanda a visitar la tumba de Nathan Grey.
Jamás volví a saber nada de Carter. Seguridad Interior prácticamente le borró de la historia, al igual que su presencia en el caso o su estancia en Londres. El antiguo agente especial se había convertido en un fantasma, en un recuerdo sin nombre; no había nada sobre él que justificases su nacimiento o su muerte. Pero en mi interior, algo me dice que sigue vivo y que todavía le queda mucha vida por delante. Como a todos…
Frederick George Abberline
Mi muy querido y gran amigo:
Gracias otra vez por recopilar todo mi relato sobre la verdadera historia de Jack
el Destripador
. Espero que no me guarde rencor por no habérselo contado antes. No es que no confiara en usted, amigo mío, es que podía correr peligro, al igual que yo en su momento.
Natalie y yo estamos bien y ella le envía recuerdos. Espero que usted y Johana se encuentren igual.
Me enteré del ascenso de su hijo Dan. El mismo me lo contó hace unos días cuando me lo encontré por la calle, pero por su cara dudo que me reconociera. Es un chico muy hablador.
Debo pedirle un favor, sargento, y es que si me he equivocado en algo, hágamelo constar en una carta, pues tuve que destruir mi diario y solo puedo fiarme ya de mi memoria, de la de Natalie y de los cortos diarios de ella y Grey.
Y este, amigo mío, es el final de todo lo ocurrido verdaderamente en el caso del Destripador. Sea un buen amigo, sargento, y guarde las memorias de este anciano que ya casi no puede ni tenerse en pie.
No quiero que las publique, ni que las divulgue de ningún modo. Solo quiero que las lea y si puede ser o si está vivo todavía, que las lea el buen doctor Phillips, quien, al igual que usted, nunca ha dejado de estar en mi memoria.
Visito todas las semanas la tumba del viejo Swanson y me alegraría poder verle por allí alguna vez, aunque sé que no comulga precisamente con esos lugares.
Quiero que sepa que le aprecio como a un hermano y que nunca olvidaré los años que estuvimos juntos.
Su buen amigo y compañero,
Frederick George Abberline
Martes, 28 diciembre 1925
… a pesar de ser el asesino más famoso del mundo, la gente cree que Jack
el Destripador
es un personaje ficticio?
… le atribuyen numerosos crímenes que él no cometió?
… gran cantidad de pruebas referentes al caso de
el Destripador
fueron destruidas durante la I Guerra Mundial?
… el inspector Frederick Abberline, acérrimo perseguidor del asesino, dimitió de la Policía en circunstancias extrañas tras recibir en su cuenta bancaria una elevada suma de dinero?
… a pesar de lo macabro de sus crímenes y del elevado número de policías que lo investigaban nadie logró ver jamás al Destripador?
… el asesino basaba sus crímenes en un antiguo ritual masónico?
… si se unen en el mapa los lugares de los crímenes se perfila el contorno de un pentágono, un símbolo masón?
Quiero dedicarle esta narración a Jéssica Sarmiento, por haber aguantado los desvaríos de este loco y por permitir mis recreaciones de los crímenes del Destripador con ella; a Carlos Martín, por aplicarme algún que otro correctivo al practicar con él el movimiento
de izquierda a derecha
; a Luis Hernández, una de las personas que más aprecio, por haberse leído también este relato sin aburrirse; a Roberto Gala, mi buen Crow y el hermano sin conciencia que nunca tuve, por acompañarme en mi misión; a Laura Canabal, mi inspiración, la mujer a la que más quiero; a Virginia Carrión, por hacer de este libro el primero de toda su vida y por ser la mejor compañera sentimental que uno de mis hermanos podría tener, y por último, a mis padres, a quienes doy las gracias por no ingresarme en un manicomio después de acabar esta novela.
También quiero reconocer la colaboración, directa o indirecta, del resto de mis amigos que, aunque no participaron en la realización, sí que me dieron apoyo moral. A todos ellos, gracias.
Y por último, deseo agradecer a Patricia Cornwell su libro Retrato de un asesino; a Eddie Campbell, por sus magníficos dibujos en la novela gráfica
From Hell
, y al genial Alan Moore, su guionista. También quiero reconocer al señor Stephen Knight por sus libros Jack the Ripper:
The Final Solution
y
The Brotherhood
, y a Stewart P. Evans y a Keith Skinner por
Jack the Ripper: Letters From Hell.
Aunque discrepen de todo lo que yo cuento en estas páginas, espero que puedan sentir la ingenuidad de este humilde aficionado, cuyo talento no puede equipararse al de ustedes, mis maestros. Por ello, espero que todos coincidamos en una sola idea: si ellos no pudieron atrapar al maldito cabrón escurridizo que fue Jack, quizá nosotros podamos hacerlo algún día. Sería un objetivo interesante pero irrealizable hasta el momento. De todas formas, sueño con ello desde que comencé este relato.