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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (33 page)

—¡Acabad con él! ¡Mierda!

Observó el helicóptero. Un hombre asomó la cabeza por la puerta de la cabina y lo miró. Luego volvió a meterse dentro y reapareció al cabo de unos instantes con un arma en las manos.

Esta vez no era una ametralladora, sino un rifle de francotirador M82, con el que se le podía pegar un tiro en la cabeza a un hombre desde ochocientos metros; ¡y Chase estaba a apenas quince del helicóptero!

—¡Nina! —Kari la atrapó, con el fusil en las manos.

—¡Van a dispararle desde el helicóptero! —gritó la doctora.

Kari analizó la situación. El inmenso helicóptero se había situado sobre Starkman para que pudiera agarrarse a una de las cuerdas y subirse a bordo; mientras, uno de los ocupantes del aparato apuntaba a Chase con un rifle de francotirador…

Kari levantó el fusil y vació el cargador en el fuselaje del helicóptero.

El francotirador se tambaleó y se precipitó al vacío después de soltar el rifle. Starkman se apartó para evitar que le cayeran encima. El cañón del arma impactó en las gradas de piedra del templo y su antiguo propietario cayó encima de cabeza, de modo que la culata le atravesó la clavícula y se le hundió en el pecho. El cuerpo descendió dando volteretas grotescamente por el lado del templo, empalado por el arma.

Starkman se recuperó y cogió una de las cuerdas con el brazo derecho mientras se echaba al hombro el fusil y le ordenaba por radio al piloto que ascendiera.

—¡Eddie! —gritó Kari. A pesar del estruendo de los motores, Chase la oyó y se volvió—. ¡Tome! —Le lanzó su Wildey.

Chase cogió la pistola con una mano mientras se ponía en pie, se dio la vuelta y apuntó al helicóptero mientras Starkman se balanceaba en el aire. El Halo ganaba altura rápidamente. Tenía el morro inclinado, preparándose para sobrevolar la selva.

Chase apuntó al piloto y disparó dos veces. Ambos disparos impactaron en el vientre del aparato, cerca del morro, pero la corriente descendiente impidió que alcanzaran su objetivo. El helicóptero no sufrió ningún daño importante.

Starkman se aferraba con ambas manos a la cuerda, mientras los hombres del helicóptero la recogían.

Otra de las cuerdas pasó junto a Chase, como una serpiente de nailon negro azotada por el viento. El inglés no se lo pensó dos veces y la agarró.

—¡Oh, Dios mío! ¡Será idiota! ¡No! —gritó Nina en vano cuando lo vio salir volando.

Aferrado a la cuerda con la mano izquierda, Chase levantó la Wildey con la derecha y apuntó arriba a Starkman. Aún le faltaban varios metros para alcanzar la seguridad relativa de la cabina.

—Te la voy a meter por el culo, cabrón…

La Wildey escupió dos balas. Azotado por el viento, Chase no sabía dónde había impactado la primera, pero la segunda agujereó el fuselaje, por encima de Starkman, y lo salpicó de pintura.

Starkman miró abajo y vio a Chase balanceándose. Por un instante el inglés creyó que su enemigo intentaba coger el UMP para dispararle…

Hasta que entendió que era el cuchillo lo que buscaba.

De pronto Chase se dio cuenta de su precaria situación. Estaba agarrado con una mano a una cuerda que colgaba de un helicóptero, a más de veinte metros del suelo, mientras el Halo se dirigía hacia la selva.

Sus miradas se cruzaron. Starkman sonrió y cortó la cuerda de Chase, con un único y brutal tajo.

—¡Oh, mierda! —fue lo único que tuvo tiempo de decir antes de desplomarse sobre la interminable bóveda de la selva.

Capítulo 17

Aún agarraba la cuerda con la mano izquierda. En la fracción de segundo antes de caer sobre las primeras hojas, Chase soltó la pistola y agarró la cuerda de nailon negro también con la derecha.

Las ramas lo aporrearon a medida que se desplomaba entre ellas, cada vez más gruesas y rígidas. Una le golpeó en el hombro y Chase le lanzó la cuerda.

De pronto estaba en caída libre, sin nada entre él y el suelo… La cuerda se tensó.

Se agarró con ambas manos y gritó cuando la fricción le abrasó las palmas. El descenso era cada vez más lento…

Al final la cuerda se le escurrió entre las manos y desapareció. Estaba en caída libre, y las copas de los árboles se alejaban rápidamente… Impacto. Oscuridad.

Una voz lejana, que resonaba como si estuviera dentro de una cañería, y que decía algo familiar… Pronunciaba su nombre.

—¿Eddie? —Una voz femenina, cada vez más próxima—. ¡Eddie!

Chase abrió los ojos de golpe*Entre el denso follaje de la selva vio varios trozos del cielo del atardecer, y un agujero más grande justo sobre él.

Tardó varios segundos en verbalizar el pensamiento que se había formado en su cabeza.

—¡He caído por ahí! —dijo con un grito ahogado, mientras intentaba incorporarse.

Algo que lamentó de inmediato. Le dolían todos los músculos, como si le hubieran dado una paliza. Se dejó caer de nuevo, con un gemido de dolor.

—¡Eddie!

—¿Nina? —Parpadeó cuando ante él apareció una cara, que lo miraba con inquietud—. Dios mío, qué guapa estás…

—Bueno, como mínimo aún puede ver —dijo otra voz. Kari asomó tras la doctora y lo miró antes de volver la vista hacia los árboles. Estaba cayendo una nevada de hojas verdes—. Debe de haber caído más de veinte metros…

—¡Cielos! —dijo Nina, que se le acercó más—. ¡No puedo creer que hayas sobrevivido!

—No es tan fácil matarme, Doc —dijo y esbozó una dolorosa sonrisa. Le dolían hasta los músculos de la cara.

Ella lo miró fijamente. Una avalancha de emociones se apoderó de la doctora que, de repente, le golpeó el pecho con las manos.

—¡Eres un idiota! ¡Un perfecto y absoluto idiota! ¿En qué demonios pensabas? ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué te pasa?

—¡Ay, ay! Son muchas cosas… —Chase levantó la cabeza con cuidado. Sintió dolor en todo el cuerpo, pero en ningún caso una punzada, o el entumecimiento, de un hueso roto.

Bueno, salvo por la nariz.

Para asombro de Nina y Kari, se puso a reír. Una risa socarrona y entrecortada de alivio por estar vivo.

—Dios, me he hecho mucho, mucho daño. ¡Y ni tan siquiera me he cargado a ese cabrón! —Hizo una mueca al incorporarse lentamente. Nina se arrodilló para ayudarlo—. ¿Qué ha pasado? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—No mucho —respondió Kari—. El helicóptero se ha ido, en dirección noreste.

—Puede que tengas una conmoción cerebral —le advirtió Nina—. No te muevas.

En ese instante Chase vio algo que hizo que se olvidara de inmediato del dolor.

—Creo que esa es la última de nuestras preocupaciones —dijo muy lentamente.

Nina miró en la misma dirección. Y se quedó paralizada.

Estaban rodeados por indios.

Nina y Kari se vieron obligadas a regresar a la aldea y a llevar a Chase a hombros.

A pesar de que no se mostraban abiertamente hostiles, aún, Nina notaba que los indios estaban furiosos. Lo cual no la sorprendía, teniendo en cuenta que muchos miembros de la tribu habían muerto, que se habían quedado sin casas y que el templo que sus antepasados habían protegido durante miles de años era ahora un montón de ruinas humeantes. De hecho, le sorprendía que los demás exploradores aún estuvieran vivos.

Su sorpresa aumentó cuando llegaron a la aldea. Habían encendido una hoguera y Di Salvo yacía junto al fuego, todavía vivo y consciente. Le habían cortado la ropa manchada de sangre para aplicarle vendajes en las heridas de bala. A su lado, Castille, con la ayuda de Philby, daba los primeros auxilios a uno de los indios.

—¡Edward! —exclamó al verlos llegar—.
Mon Dieu
! ¡Aún estás vivo!

—Por los pelos —murmuró Chase—. ¿Qué es esto, MASH?

—Hemos hecho amigos. Bueno, quizá amigos no es la palabra adecuada. No, beligerantes sería más apropiado. —Castille señaló con la cabeza a los indios.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Nina mientras Kari y ella dejaban a Chase en el suelo. Los indios que las escoltaban retrocedieron y las observaron con cautela.

—Parece que, cuando nos vieron enfrentarnos a Jason y sus hombres, cambiaron de opinión. ¿Cómo dice el refrán? ¿«El enemigo de mi enemigo es mi amigo»? Ingenuo, tal vez, pero nos ha salvado la vida.

Nina miró a los indios. Algunos de ellos estaban revisando los objetos que les habían quitado a los hombres de Starkman. Parecía que estaban haciendo una especie de inventario. Los habían dispuesto en distintos montones y hacían unas marcas en un trozo de corteza. Sentían una especial fascinación por las balas; dos de las mujeres las estaban sacando de los cargadores con los pulgares y las observaban a la luz de la hoguera.

—¿Es una buena idea dejarlos jugar así con balas?

—Es mejor que dejarlos jugar con armas cargadas —gruñó Chase—. ¿Cómo está Agnaldo?

Castille miró a su paciente.

—He tenido que ponerle una inyección, pero aún es capaz de traducir. Edward, tenemos que pedir ayuda. Estoy convencido de que han destruido el barco y de que el capitán Pérez y Julio están muertos. —Kari se quedó consternada.

—Oh, no —dijo Nina en voz baja—. Un momento, si Starkman ha hundido el
Nereida
, ¿cómo vamos a pedir ayuda?

Chase logró esbozar una sonrisa.

—Del mismo modo en que pediríamos una pizza. Por teléfono. Hay un móvil por satélite en una de las mochilas.

—Todo eso está muy bien —dijo Philby, con un tono brusco provocado por la frustración—, ¿pero soy el único a quien le preocupa que un hallazgo arqueológico de valor inestimable haya volado por los aires? ¡Esto es peor que lo que hicieron los talibanes en Afganistán!

—Pues no viste el interior, Jonathan —dijo Nina, tristemente—. Era increíble. Una réplica del templo de Poseidon, tal como lo describió Platón. Incluso tenía un mapa que mostraba la ubicación de la Atlántida…

Se calló. El mapa. Tenía algo raro…

—Por desgracia, esos matones amigos tuyos ya deben de estar de camino —dijo Philby. Nina no le hizo caso. No podía dejar de pensar en lo que había visto en el templo.

—¿Qué te pasa, Nina? —preguntó Kari.

—El mapa… Estoy convencida de que la Atlántida estaba en el golfo de Cádiz —insistió Nina—. El hombre de Starkman se equivocaba por fuerza. Los atlantes podían cruzar océanos… ¡Es imposible que erraran en la ubicación de su propio hogar por cientos de kilómetros! Se nos ha pasado algo por alto. Algo sobre el sistema… atlante… —Miró a las mujeres que contaban las balas. Fue el modo de contar lo que le llamó la atención y le abrió los ojos.

Se acercó a Di Salvo.

—¿Agnaldo? ¿Me oye?

El brasileño tenía el rostro empapado en sudor, pero reaccionó a pesar de los analgésicos.

—Sí, ¿qué pasa?

—Necesito que me traduzca.

—Lo haré lo mejor que pueda… ¿Qué quiere que diga?

—Primero necesito saber si puedo acercarme a esas mujeres y ver qué están escribiendo. —Con la voz entrecortada, Di Salvo pidió permiso a los dos ancianos supervivientes, y después de escuchar la respuesta, le hizo un gesto de asentimiento a Nina. Con las manos en alto, la doctora se acercó lentamente a las mujeres, que reaccionaron con sorpresa y un poco de miedo, pero no tardó en convencer a una de ellas para que le dejara examinar la corteza.

Nina tenía razón, era una especie de inventario. Lo acercó a la luz de la hoguera para intentar ver mejor los símbolos emborronados, pero entonces vio una barra de luz química entre el equipo que habían llevado. La dobló y emitió una intensa luz azul. Las mujeres indias se apartaron, pero enseguida se le acercaron, fascinadas. Los otros miembros de la tribu la rodearon, hechizados por la luz. Nina les lanzó una sonrisa tranquilizadora, y se centró de nuevo en los números.

Kari se arrodilló junto a ella.

—¿Qué pasa?

—¿Recuerdas que yo creía que el sistema numérico atlante usaba una base ocho? —dijo Nina, mientras señalaba una de las columnas con cuidado para no emborronar las marcas hechas con carbón—. Pero no nos sirvió para superar el reto de la mente, ¿verdad? Y las estatuas de las nereidas del templo, según Platón tendría que haber habido cien, pero tú contaste setenta y tres.

Kari asintió.

—¿Ya has averiguado el motivo?

—No estoy segura… —Nina miró las balas que había en el suelo. Al lado había un montón de cargadores vacíos. Cogió uno—. ¡Eddie! ¿Cuántas balas caben en un cargador de estos?

—¿De un UMP? Treinta.

—Entonces aquí hay más de cien, muy bien… —Cogió una de las balas—. Bueno, a ver…

Se arrodilló, se aproximó a la india que estaba más cerca y le dirigió una mirada que esperaba que fuera interpretada como un gesto amable y no amenazador. La mujer reaccionó con cierto recelo, pero no se alejó cuando Nina cogió un trozo de carbón y un pedazo de corteza, en el que hizo una pequeña marca: el símbolo de una unidad. Luego alzó la bala, señaló la marca y enarcó las cejas de modo inquisidor.

—Una, ¿sí? ¿Una?

La mujer la miró extrañada un instante, antes de sonreír y murmurar algo.

—Dice que sí —tradujo Di Salvo.

—¡Fantástico! Muy bien… —Nina cogió un puñado de balas, las dejó en el suelo, junto a sus rodillas, y puso dos al lado de la corteza, antes de añadir una segunda marca a la primera—. ¿Dos?

La mujer asintió de nuevo. Nina añadió seis balas más y dibujó más marcas. Ocho en total…

La india hizo un gesto afirmativo. La doctora sonrió y cogió una novena bala, la puso en la primera hilera y añadió otra marca a las anteriores.

—¿Nueve?

La mujer negó la cabeza. Nina borró las nueve marcas, dibujó una V invertida y señaló las balas.

—¿Nueve?

Respuesta negativa de nuevo, esta vez acompañada por una expresión algo exasperada y algo que sonó como un comentario burlón dirigido al resto de las mujeres. Unas cuantas se rieron, al igual que Di Salvo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Nina.

—Que no puede creerse que no sepa ni contar —contestó, con una sonrisa a pesar de lo cansado que estaba.

La mujer le cogió el pedazo de carbón, añadió una única marca a la izquierda del símbolo y señaló las nueve balas.

—De modo que el nueve se escribe así —dijo Nina, pensativamente.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Kari.

—El hombre de Starkman creía que el símbolo circunflejo por sí solo representaba el nueve —dijo Nina, que no paraba de darle vueltas a la cabeza—. Pero no es así. He empezado a darme cuenta al ver cómo contaban. No usan los dedos, sino los huecos entre ellos. Mira. —Apartó una bala de las demás y se tocó entre el pulgar y el índice con un dedo de la otra mano—. Uno. —La mujer india la miraba fijamente, sin saber qué hacía. Nina puso una segunda bala junto a la primera y se tocó de nuevo entre el pulgar y el índice, y luego entre el índice y el dedo corazón—. ¿Uno, dos?

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