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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (30 page)

—¡Aquí!

Nina y Kari acudieron junto a él de inmediato, en una esquina de la sala. En el suelo, en una esquina, había una pequeña ranura vertical. No era muy grande, pero en comparación con las precisas junturas de los demás bloques, estaba claro que se trataba de algo hecho a propósito más que un descuido.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Kari.

—No tengo ni idea, es tan pequeño que no puedo meter la mano. Nina, tienes unos dedos bonitos y delicados, inténtalo.

—Y me gustaría que siguieran siendo bonitos —se quejó Nina, pero se arrodilló junto a la ranura de todos modos—. Oh, Dios. Espero que no haya ninguna máquina que me rebane los dedos o un escorpión…

Introdujo la mano con cautela entre los bloques de piedra. Un poco más… más…

Tocó algo con la punta de los dedos. Se estremeció; tenía miedo de que fuera algún mecanismo que soltara el lecho de pinchos. Pero el trío estaba a salvo.

De momento.

—¿Qué es? —preguntó Kari.

—Hay algo metálico.

—¿Una palanca?

—No lo sé… espera. —Nina intentó alcanzar el objeto—. Podría ser.

Chase se acercó más.

—¿Puedes tirar de ella?

—Déjame a mí —dijo Kari—. Nina, deberías esperar en el pasillo por si algo sale mal.

—Si no funciona, los tres moriremos tarde o temprano —replicó la doctora—. Salid de la sala. ¡Vamos! —añadió, antes de que ninguno de los dos pudiera oponerse. Respiró hondo varias veces mientras retrocedían hasta la entrada—. Bueno, ahí va…

Agarró la pieza metálica, se detuvo un instante para preguntarse qué demonios hacía, y tiró de ella.

Clink.

El armazón de pinchos se quedó quieto.

Se oyó otro sonido metálico más fuerte, al otro lado de la puerta de piedra. Nina lanzó un resoplido.

—Creo que ha funcionado…

—Salid de la sala —les ordenó él, que le hizo un gesto a Kari para que se detuviera mientras él se acercaba a la puerta. Nina obedeció encantada. Chase se preparó y empujó. La puerta se abrió con un chirrido. Ante ellos apareció otro pasillo.

—¡Lo has logrado! —exclamó Kari.

—Buen trabajo —dijo Chase—. Pero tenemos que darnos prisa porque solo nos quedan veintiún minutos.

—Entonces es mejor que nos pongamos en marcha. —Nina le dio una palmada en el brazo a Chase al pasar junto a él—. Tenías razón sobre lo del pensamiento lateral.

—Formamos un buen equipo, ¿verdad? —dijo él—. Tú tienes el cerebro, yo el músculo y Kari…

—¿La belleza? —sugirió Nina. Kari sonrió.

—Iba a decir agilidad, pero también tienes razón. —Le cogió la linterna a Nina—. Bueno, hemos superado los tres retos. ¿Y ahora qué?

—Ahora tenemos que dejar el artefacto en su lugar, y luego salir de aquí —dijo Nina, mientras avanzaba por el pasillo.

Castille miró hacia el oeste, hecho un manojo de nervios. Hacía rato que el sol había caído bajo las copas de los árboles, pero los rayos de luz aún perforaban el denso follaje.

Sin embargo, estaba muy cerca del horizonte. Y el cielo empezaba a teñirse de azul oscuro a medida que avanzaba el anochecer…

Volvió la vista hacia la entrada del templo. No había movimiento alguno en el cuadrado oscuro de la entrada desde que los últimos destellos de la linterna de Chase habían desaparecido cuarenta minutos antes.

—Date prisa, Edward —dijo para sí.

—¿Y si están muertos? —preguntó Philby, asustado y con la cara empapada en sudor. Los tres prisioneros estaban arrodillados frente a la cabaña de los ancianos, rodeados por varios cazadores.

—Lo conseguirán —respondió Castille con un tono que transmitía mayor seguridad de la que sentía.

Un inesperado y misterioso ruido acalló los murmullos de los indios y el canto de los pájaros. Procedía de las mochilas.

—Equipo de reconocimiento, ¿me recibe? Aquí Pérez. ¿Me recibe? Corto.

Los indios reaccionaron con la previsible sorpresa, se pusieron en posición defensiva y apuntaron con las armas más allá del perímetro de la aldea, como si esperaran un ataque.

—Equipo de reconocimiento, adelante, adelante, cambio.

—Si respondemos, podría avisar a un helicóptero —dijo Di Salvo en voz baja—. Con apoyo.

—¡Y armas! —añadió Philby, esperanzado.

—Si los convencemos de que nos den la radio —dijo Castille. Los indios ya habían adivinado de dónde procedía el sonido e investigaban las mochilas con gran cautela, pinchándolas con las lanzas.

—Equipo de reconocimiento, no sé si me oyen… —Uno de los miembros de la tribu clavó la lanza en la mochila de Castille, con lo que logró acallar el
walkie-talkie
un instante—… compañía. Oigo como mínimo un helicóptero, tal vez dos, que se aproximan hacia mi posición. No son de los nuestros, repito, no son nuestros helicópteros. Responda, por favor.

—¿Militares? —preguntó Castille, preocupado.

—Me lo habrían dicho si hubieran planeado operaciones en la selva —contestó Di Salvo.


Merde
. —Castille tenía un horrible presentimiento sobre a quién podían pertenecer los helicópteros—. Agnaldo, intenta convencerlos de que nos acerquen la radio. Tenemos que…

Uno de los indios sacó el
walkie-talkie
. La voz de Pérez se oía con mayor claridad.

—¡Equipo de reconocimiento, veo uno de los helicópteros! ¡Es… joder!

De pronto, el atronador zumbido de las interferencias sustituyó a la voz del primer oficial. El indio tiró la radio, asustado. Philby miró a Castille y a Di Salvo, confundido.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido eso?

Castille le lanzó una mirada adusta y volvió la cabeza hacia el río. Al cabo de unos segundos les llegó un rumor lejano, parecido al ruido de un trueno.

—Era el
Nereida
, que ha explotado —respondió.

—¿Qué?

—Es Qobras. Nos ha encontrado.

Chase miró la hora.

—Solo nos quedan dieciocho minutos.

—Pues no podemos detenernos —dijo Kari. Sacó el brazo del sextante—. Hay que averiguar dónde va esto.

—Quizá podríamos dejarlo aquí y fingir que lo hemos puesto en el lugar que le corresponde —dijo Nina, que no bromeaba del todo.

—Creo que es probable que lo comprueben —respondió Chase sarcásticamente.

—Bueno, era una idea… Oh.

Habían llegado al final del pasillo.

Chase levantó la linterna. Incluso su haz de luz se perdía en el inmenso espacio que se abría ante ellos.

—El templo de Poseidón —susurró Nina.

Chase lo observaba, sobrecogido.

—Joder.

Según los cálculos de Nina, la gran sala debía de medir unos sesenta metros de largo, la mitad de la longitud del edificio, y casi lo mismo de ancho. El techo de piedra abovedado, con adornos de oro y plata, se alzaba como la cúpula de una catedral, sostenido por contrafuertes a ambos lados de la gran sala. En el espacio que quedaba entre cada pilar se alzaba una estatua, que resplandecía con los destellos inconfundibles del oro. Había docenas de ellas, hileras de una riqueza inimaginable.

Sin embargo, no eran nada en comparación con lo que captó la atención de los tres exploradores. En el extremo más alejado de la sala, había otra estatua que llegaba hasta el punto más alto del techo, unos dieciocho metros.

Poseidon.

—Dios mío —dijo Nina mientras se acercaba a ella, sin pensar en posibles trampas—. Es tal como la había descrito Platón…

—«Había una del dios en un carro, el auriga de seis caballos alados, y de tal tamaño que tocaba el techo del edificio con la cabeza». —recitó Kari junto a ella.

—En eBay pagarían una pasta por eso —añadió Chase.

—Esas deben de ser las cien nereidas —dijo Kari, que no hizo caso del inglés, y señaló un círculo de estatuas más pequeñas dispuestas alrededor del carro de Poseidon.

—No me parece que haya cien —replicó Chase mientras se dirigían hacia la estatua gigante.

—Estoy convencida de que hay sesenta y cuatro —comentó Nina—. En base ocho, sería un número tan importante como lo es el cien en base diez. Platón usó una palabra traducida de un sistema numérico distinto, pero el verdadero número que representaba era otro…

—He contado setenta y tres —la interrumpió Kari.

—¿Cómo? ¿Setenta y tres? —exclamó Nina con incredulidad—. ¿Qué maldito sistema usaría el setenta y tres como número importante?

—¿Nina? ¿Hablas en serio? No nos importa —dijo Chase—. Estamos aquí, así que hagamos lo que hemos venido a hacer antes de que nos maten a todos, ¿vale?

—Vale —respondió Nina, con un mohín—. Pero no le encuentro el sentido…

Tras la enorme estatua había una abertura que daba a una escalera. La subieron y encontraron otra sala, más pequeña que la del templo principal, pero más recargada y extravagante. Aunque era más baja, tenía el techo abovedado, como el otro. Pero mientras que el de fuera era de piedra, este estaba hecho de un material muy distinto.

—Marfil —dijo Kari, que frunció el ceño, mientras Chase iluminaba con la linterna hacia arriba—. Según Platón, todo el techo del templo debía estar recubierto de marfil…

—Este no es el templo de Poseidon —dijo Nina—. Es una réplica. Los atlantes intentaron recrear la ciudadela de la Atlántida en su nuevo hogar. Supongo que aquí no abundaba tanto el marfil, por lo que tuvieron que utilizar los materiales que tenían más a mano… ¡Ostras! —Se detuvo bruscamente—. Eddie, pásame la linterna. —Se la arrancó de las manos—. Hemos hallado lo que nos ha traído hasta aquí.

Enfocó la linterna hacia la pared posterior de la sala. Un cálido reflejo inundó la sala. Oricalco.

La pared entera estaba recubierta de ese metal, finas láminas abarrotadas de texto arcaico. Nina enseguida se dio cuenta de que era una variante de la lengua, más antigua, pero no menos avanzada.

Sin embargo, no era aquello lo que había captado su atención. Enfocó la linterna hacia la gran ilustración que dominaba la pared; seguía unas líneas distorsionadas pero familiares…

—¿Eso es un mapa? —preguntó Chase, con incredulidad.

—Es el Atlántico —susurró Nina—. Pero abarca más extensión.

A pesar de que algunos detalles no eran muy precisos, las formas de los continentes resultaban inconfundibles. Las costas este de Norteamérica y Sudamérica a la izquierda, Europa y África a la derecha. Y más allá de África, el mapa proseguía hasta el océano Indico, y trazaba la forma de India y algunas zonas más de Asia. Había unas líneas finas que unían varios puntos, como si trazaran las rutas entre puertos y hasta diversos asentamientos tierra adentro.

La mayoría de las líneas convergían en un punto del Atlántico oriental, en una isla cuya forma no aparecía en ningún mapa moderno…

—Joder. —Por un instante Nina se sintió como si el corazón se le hubiera parado—. La hemos encontrado. La Atlántida. Justo donde yo dije que estaba.

—Cielo santo —exclamó Kari, que se acercó para observarlo de cerca—. ¡La has encontrado! ¡Nina, la has encontrado!

—La hemos encontrado —repuso la doctora, compartiendo su entusiasmo—. ¡Lo hemos logrado, hemos encontrado la Atlántida! —Estuvo a punto de ponerse a chillar, hasta que fue consciente de la situación—. Eddie, ¿cuánto tiempo nos queda para volver?

—Catorce minutos. La parte más complicada será atravesar las barras de pinchos; podemos hacerlo en ocho, si vamos rápido. —Chase se apartó del mapa al vislumbrar algo curioso en la esquina posterior de la sala.

—¿Entonces solo nos quedan seis minutos para explorar? Mierda. ¡Mierda! —Nina se golpeó los muslos con los puños, en un gesto de frustración—. ¡Necesito más tiempo!

Kari sacó el objeto de oricalco.

—Averigüemos dónde va esto. Si regresamos a tiempo a la aldea, quizá podamos convencerlos para que nos dejen volver al tiempo que prometemos que no robaremos nada. Solo necesitamos fotografías…

—No basta —se quejó Nina, que tenía la sensación de que se le empezaba a escurrir de las manos todo aquello por lo que tanto había trabajado. Sabía que los indios no les permitirían, de ninguna de las maneras, regresar al templo, eso suponiendo que no los mataran para mantener su existencia en secreto.

—Eh. —Al principio Chase creyó que había encontrado otra salida, un pasadizo que descendía. Pero enseguida se dio cuenta de que estaba bloqueado, obstruido por unas rocas. No se le escapó que aquella especie de escombros no se ajustaban a los exigentes niveles de perfección del resto del templo, pero entonces vio algo más interesante—. Aquí.

Nina y Kari corrieron junto a Chase y encontraron un altar, un bloque alto de una piedra negra bruñida, sobre el que había varios objetos, hechos todos de oricalco.

—Debe de ser la otra parte del sextante —dijo Kari, que señaló una pieza llana y triangular, con forma de pedazo de pastel, en la que había grabados varios números atlantes. Nina se quitó el colgante y lo puso junto a la parte inferior del sextante. Tenían la misma curvatura.

—Dios, durante todo este tiempo he llevado encima una parte de uno —dijo y volvió a ponerse el colgante—. Dame el brazo.

—¿Cómo es posible que los nazis robaran esa pieza, pero no las demás? —preguntó Chase.

—Quizá los hombres que llevaban las otras eran los que vimos en el río. —Nina colocó la pequeña protuberancia que había en la parte inferior del brazo en el agujero correspondiente sobre el triángulo, y lo hizo girar de modo que la punta de flecha se deslizaba sobre la superficie y se alineaba con la marca de cada número—. Funciona —dijo, con una mezcla de alegría y tristeza por no poder mostrarle a nadie su descubrimiento—. Fuera lo que fuese lo que usaron como espejos, no están, pero se ven claramente los huecos donde iban. Cielos, sabían calcular la latitud hace más de diez mil años…

—Bueno, pues ya está, vámonos —dijo Chase.

Nina le hizo un gesto con la mano.

—¡Espera, espera!

—¡Nina, van a matar a Hugo, a los demás y también a nosotros si no movemos el culo!

—¡Un minuto, solo un minuto! ¡Por favor!

—Déjela —dijo Kari, con firmeza. Chase accedió a regañadientes, pero sin bajar la mano del reloj.

—El mapa —añadió Nina, atropelladamente, en sus prisas por hablar—. Mirad, los destinos al final de las rutas comerciales, o sean lo que sean, tienen números y otras indicaciones para brújula al lado. La desembocadura del Amazonas, aquí— la señaló—, dice siete, sur y oeste, como en el brazo del sextante. —Se trasladó a la representación deformada de África y marcó el extremo sur del continente—. ¡Pero mirad esto! ¡El cabo de Buena Esperanza también está marcado! ¡Muestra su latitud en relación a la Atlántida!

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