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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (31 page)

Chase sacudió la muñeca y le mostró el reloj.

—¡Vamos, Nina! ¡Al grano!

—¿Es que no lo veis? ¡Ya sabemos dónde se encuentra la desembocadura del Amazonas en relación a la Atlántida, siete unidades de latitud, y ahora también sabemos dónde ubicaban el cabo! De modo que como conocemos sus posiciones en relación unas con las otras en unidades de medida modernas, podemos usar la diferencia para averiguar el verdadero tamaño de la unidad de latitud atlante, y luego, a partir del Amazonas, ¡encontrar la propia Atlántida! Ahora que entiendo su sistema, ni tan siquiera necesitamos el artefacto… ¡Lo único que nos hace falta es tiempo para poder hacer los cálculos!

—No tenemos tiempo —dijo Chase, que con su tono le dejó bien claro que no había lugar para discusiones—. Tenemos que salir de aquí. ¡Ahora! —Le quitó la linterna—. ¡Usted también, Kari! ¡Vamos!

Salieron corriendo de la sala y pasaron junto a la estatua colosal de Poseidon. Nina aguzó el oído ya que le pareció percibir un ruido.

—¿Qué es eso? ¡Oigo algo!

Chase también, un zumbido a baja frecuencia, cada vez más fuerte.

—Mierda, suena como un helicóp…

El templo entero tembló cuando una explosión abrió un agujero en el techo.

Capítulo 16

—¡AL suelo! —gritó Chase, que se tiró sobre Nina en el momento en que cayó una lluvia de piedras sobre ellos. Del boquete del techo se desprendieron unos bloques enormes que estallaron en añicos con un estruendo ensordecedor al impactar en el suelo.

Una fuerte ráfaga de viento entró por el agujero y creó remolinos de viento. Chase se apartó de Nina y miró hacia el cielo crepuscular, que quedó oscurecido casi de inmediato por algo.

Algo grande.

El rugido de los motores del helicóptero y el zumbido de las aspas de los rotores eran tan intensos que podía sentirlos. Un Mi-26 Halo de fabricación rusa, el helicóptero más grande del mundo, diseñado para transportar grandes cargas y con mucha autonomía.

Grandes cargas o un gran número de tropas.

El helicóptero se cernió sobre el agujero. Se abrieron las puertas y en cualquier instante caerían unas cuerdas por las que descenderían varios hombres al templo…

—¡Vamos! —gritó, a pesar de que apenas se podía oír su voz debido al estruendo del Halo. Ayudó a las mujeres a ponerse en pie—. ¡Al túnel! ¡Ahora!

—¿Qué demonios está pasando? —chilló Nina.

—¡Es la Hermandad! ¡Meteos en el túnel! ¡Vamos! —Agarró del brazo a Nina, que no salía de su asombro, y echó a correr, seguido por Kari.

Seis líneas negras cayeron del Halo. Ondearon unos instantes en el aire antes de enderezarse cuando unos hombres vestidos con ropa de combate negra y protecciones antibalas descendieron por ellas con gran habilidad. En el pecho unos potentes haces de luz blanca. Chase echó una fugaz mirada que le bastó para darse cuenta de que eran profesionales, ex militares.

Además, cada hombre iba armado con un subfusil Heckler & Koch UMP-40, y seguramente con otras armas.

Llegaron al pasillo. Chase iba delante con la linterna en la mano. El ruido del helicóptero aún se oía claramente mientras corrían desesperados y cruzaban la puerta que daba a la sala que albergaba el reto de la mente.

—¿Cómo es posible que nos hayan encontrado? —preguntó Kari.

—No lo sé —respondió Chase mientras se adentraban en el siguiente túnel—. Quizá nos pusieron un localizador en el barco.

Nina se había quedado sin aliento ya que no estaba acostumbrada a aquel ritmo.

—¿Qué quieren?

—Lo mismo que nosotros —le dijo Kari—. Sin embargo ellos quieren destruirlo, asegurarse de que nadie pueda usar la información para encontrar la Atlántida.

—Y destruirnos también a nosotros —añadió Chase.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Nina—. ¿Y Jonathan y Hugo?

—Espero que fueran directos al templo y no pasaran por la aldea —respondió Chase con amargura.

Alcanzaron el último tramo del pasillo antes del puente levadizo que cruzaba la piscina. Oyeron pasos en el túnel, tras ellos.

—Id a la salida —dijo Chase. Le dio la linterna a Kari mientras cruzaban el puente, que se combó con su peso—. Y esperadme.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Nina.

—Intentar evitar que nos atrapen. ¡Vamos! —Se detuvo al final del puente y dejó que Kari y Nina continuaran. Entonces agarró el último tablón e intentó levantarlo del borde antes de empujarlo hacia un lado con todas sus fuerzas. El puente se combó y crujió.

Con un gruñido de dolor Chase lo empujó hacia la piscina. La estructura de madera intentó recuperar su forma original cuando la soltó, y chocó contra la pared. Chase le dio una patada que provocó que uno de los extremos se hundiera en el agua. Entonces apareció el caimán que quedaba con vida y mostró un gran interés por lo que sucedía.

—¡Venga, vámonos! —gritó y se dirigió hacia la salida. Kari echó a correr, pero Nina dudaba mientras esperaba a que Chase las atrapara.

—Con su peso harán que caiga al río —dijo el inglés mientras avanzaban por el pasillo—, y entonces comprobaremos si el cocodrilo aún tiene hambre.

—Creía que era un caimán —dijo Nina, entre jadeos.

—¡Da igual! Ya hemos llegado a la prueba de la fuerza. Kari, usted primera, luego pasará Nina.

A pesar de que no tenían que enfrentarse a la presión acuciante del techo, sortearon las barras de pinchos más rápido de lo que le habría gustado a Nina, que se hizo varios arañazos. Al final las dejaron atrás y llegaron a la entrada de la sala del reto de la fuerza. Chase encabezó el grupo de nuevo.

—Muy bien —dijo mientras corrían—, en cuanto salgamos, quiero que las dos os adentréis en la selva. Alejaos del templo, encontrad un escondite y quedaos en él.

—¿Y tú? —preguntó Nina—. ¿Y los demás?

—Los buscaré. Tan solo espero que los indios se hayan cabreado con Qobras por haber volado su templo y hayan atacado el helicóptero. Si tenemos suerte, apenas quedarán guardas.

—¿Y si no la tenemos? —inquirió Kari.

—¡Entonces, supongo que estamos jodidos! —Doblaron la última esquina y vieron unos tenues rayos de luz más adelante—. ¿Listas?

—No —protestó la doctora.

—Puedes hacerlo, Nina. Kari, cuide de ella. Os atraparé en cuanto pueda.

—Lo haré —prometió Kari. Estaban casi en la entrada.

—Muy bien, preparados… ¡Vamos!

Salieron corriendo…

Y frenaron en seco. No había dónde ir.

Se toparon con diez hombres ataviados con ropa de combate negra que los estaban apuntando, dispuestos en semicírculo frente a la entrada del templo. Entre las cabañas vieron los cuerpos de cuatro indios; del resto de la tribu no había ni rastro. Castille, Di Salvo y Philby aún eran prisioneros, arrodillados en línea delante de…

—Hola, Eddie —dijo Jason Starkman.

No tenía el mismo aspecto que cuando Nina lo había conocido en Nueva York. En lugar de traje iba ataviado con ropa militar, protecciones antibalas, un chaleco en el que llevaba munición y un cuchillo de monte, y algo que parecía un garfio colgado de la espalda. Además, tenía el ojo derecho tapado con un parche. Se estremeció al recordar el momento en que hundió el dedo en algo blando y húmedo.

—¡Ah del barco! —dijo Chase con una sonrisa maligna mientras levantaba las manos—. Veo que te gusta el estilo pirata.

Starkman lo fulminó con la mirada.

—Veo que tu sentido del humor es tan pésimo como siempre.

—Supongo que lo verás a medias, ¿no?

A Starkman se le crispó la cara, antes de mirar a Nina.

—¡Doctora Wilde! Me alegro muchísimo de volver a verla.

Chase y Kari se situaron frente a ella, llevados por su instinto de protección.

—Déjela en paz —le espetó Kari.

Starkman enarcó una ceja.

—Kari Frost. Y yo que creía que nunca llegaría a conocerla en persona. Hayyar debería haber aceptado la oferta de Giovanni, nos habría ahorrado muchos problemas. —Hizo un gesto con el arma a sus hombres, que se adelantaron. Sobre ellos, el helicóptero daba vueltas en círculos, acompañado de un segundo Halo. La corriente descendente causada por los dos enormes aparatos azotaba los árboles como un huracán.

—¿Qué les ha pasado a los indios? —preguntó Nina.

—La mayoría huyeron —dijo Starkman, que miró hacia los cadáveres—. Los más listos, como mínimo. Algunos creían que podían enfrentarse a nosotros.

Los demás hombres empezaron a registrar a Chase, Kari y Nina.

—¿Qué piensa hacer con nosotros, Starkman? —preguntó Kari, que aguzó los ojos—. ¿Matarnos?

—Pues sí. —El tono coloquial con el que respondió hizo que a Nina se le helara la sangre—. Pero primero, quiero averiguar qué hay en el templo. —Se volvió, cogió el
walkie-talkie
del cinturón, lo que permitió que Nina viera mejor el gancho que llevaba en la espalda. Era un garfio, tal como le había parecido, pero sobresalía de lo que parecía una escopeta con el cañón ancho. La mayoría de sus hombres iban equipados de igual modo.

—Jefe Águila a equipo de entrada, adelante.

—¿Qué demonios os pasa a los yankis con las águilas? —se burló Chase—. Creía que te iban más los periquitos.

Starkman chasqueó los dedos. Uno de sus hombres, un armario empotrado de músculos, casi treinta centímetros más alto que Chase, le dio un puñetazo en la base del cuello, que lo hizo caer de rodillas.

—¡Eddie! —gritó Nina.

Starkman pareció sorprenderse.

—¿Te tuteas con los clientes, Eddie? ¿O… hay algo más? Deberías ir con cuidado, ya sabes lo que pasa.

—Cierra el pico, imbécil —gruñó Chase. Starkman le regaló una sonrisita burlona y, cuando parecía que iba a decir algo, lo interrumpió el
walkie-talkie
.

—Equipo de entrada a Jefe Águila —dijo el otro hombre—. Estamos en el templo y hemos localizado el artefacto robado. Se encuentra en una sala más pequeña, tras una estatua. ¡Jason, este lugar es increíble!

—Estoy convencido —replicó Starkman, con desdén—. ¿Qué más habéis encontrado, Günter?

—No te lo creerás, pero hay un mapa, ¡un mapa de verdad! Está grabado en una lámina inmensa de oricalco, colgada de la pared. ¡Muestra la ubicación de la Atlántida!

Starkman se mostró menos displicente.

—¿Es muy preciso?

—La forma de los continentes aparece bastante deformada, pero aun así son reconocibles. Y hay algo más. El mapa… muestra las posiciones de ciertos puntos en relación con la Atlántida. ¡Podemos usarlos para averiguar el emplazamiento exacto de la isla! —El hombre hablaba cada vez más emocionado—. La desembocadura norte del Amazonas aparece marcada en la latitud siete sur, tal como aparecía en el artefacto que robó Yuri, y el cabo de Buena Esperanza se encuentra… hay seis puntos y una V invertida. Gracias a nuestros archivos sabemos que este símbolo aparece después de ocho unidades sencillas, por lo que debe representar el número nueve. Nueve más seis es igual a latitud quince.

—El cabo está a treinta y cuatro grados sur —le recordó Starkman—. La parte superior del delta del Amazonas, a un grado norte, más o menos.

—Una diferencia de treinta y cinco grados, así pues, quince menos siete igual a ocho unidades atlantes de longitud entre ellos. De modo que una unidad es treinta y cinco dividido entre ocho… —La radio permaneció en silencio unos segundos mientras hacía el cálculo—. ¡4,375 grados!

—¿En qué latitud se encuentra la Atlántida entonces? —preguntó Starkman.

—Déjame comprobarlo en el portátil… 4,375 multiplicado por siete son 30,625 grados, y hay que añadirle un grado para compensar la posición del delta… ¡La Atlántida está situada en algún lugar entre los treinta y un y los treinta y dos grados norte!

Starkman le lanzó una mirada burlona a Nina.

—Eso está bastante más al sur que el golfo de Cádiz. Supongo que, al final, no teníamos que preocuparnos tanto por su teoría.

Nina no abrió la boca. El mapa del templo situaba la Atlántida claramente en el golfo de Cádiz. Las formas de los continentes no eran precisas, pero no era posible que los atlantes estuvieran tan mar adentro.

Günter volvió a hablar.

—Aun dejando cierto margen de error, el sistema atlante no es tan preciso como el nuestro. Si barremos la zona con un sónar, solo tardaremos unos días en encontrarla.

—Y luego podremos asegurarnos de que nadie encuentre la Atlántida —dijo Starkman con una emoción cada vez mayor—. Buen trabajo, Günter. Pon las cargas de termita y prepárate para la evacuación. Vamos a arrasar el templo.

—¿Va a destruirlo? —exclamó Kari, horrorizada.

Starkman la fulminó con la mirada.

—Haremos todo lo que sea necesario para evitar que gente como usted y su padre encuentren la Atlántida.

—El mayor descubrimiento arqueológico de la historia, ¿y lo único que le preocupa es destruirlo para que el chalado de su jefe no lo comparta con nadie? —le espetó Nina, cuya indignación superaba con creces su miedo—. Me da asco.

Starkman dio un resoplido de incredulidad.

—Joder, no tiene ni idea de lo que está ocurriendo, ¿verdad?

—¿Por qué no me ilumina? —replicó con desdén.

—¿Cree que su amiguita Kari y su padre están buscando la Atlántida por afición? —preguntó Starkman—. ¿Sabe cuánto dinero han gastado? ¡Decenas de millones de dólares, quizá cientos! ¡Incluso para un multimillonario, es un pasatiempo muy caro!

—Lo hacemos por un buen motivo —dijo Kari—. A diferencia de Qobras.

—Sé cuáles son sus motivos. Por eso acepté la oferta de Giovanni. —Lanzó una mirada inquisitiva a Nina, y luego a Kari—. ¿Pero lo sabe ella? ¿Se ha molestado tan siquiera en contarle por qué está tan desesperada por encontrar la Atlántida?

—Mientras no quieran destruirla, me da igual —respondió Nina. Kari le lanzó una mirada de admiración.

—Quizá habría cambiado de opinión —dijo Starkman, cuando su radio cobró vida de nuevo—. Aunque ahora ya no tendrá la oportunidad de hacerlo.

—Jefe Águila, tenemos todo lo necesario. Estamos preparando las cargas —dijo Günter.

—Bien. —Starkman alzó la vista. Los dos Halos seguían dando vueltas en círculos, a unos sesenta metros del suelo. Cambió el canal de la radio—. Helicóptero dos, aquí Jefe Águila. Acuda a punto de recogida.

—De acuerdo —respondió el piloto. Uno de los helicópteros se dirigió lentamente hacia el templo y cayeron varias cuerdas por uno de los costados.

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