—Lo siento —Van Dyke carraspeó y consultó otra vez sus notas.
—Como ya he dicho, observé que cinco personas salían de este negocio desde el momento que llamé a la central hasta que llegaron los efectivos.
Sheila lo miró en silencio.
—Todos eran hombres que iban desnudos o parcialmente vestidos.
Ella asintió con la cabeza. Aún en silencio, aún esperando. ¿Preparada para picar? Se preguntó el agente.
Tras él y en lo alto de las escaleras, escuchó el ruido que hacían los detectives y los técnicos del laboratorio forense al registrar el hotel en busca de pruebas.
Otra vez explicó lo que había encontrado: además de los cuerpos, los equipos habían encontrado una.380 automática en el suelo, en la parte trasera de una casa adyacente al canal, y un único casquillo de bala de la.380 en el suelo de la habitación 410. También pelo en la almohada de la habitación 410 y, en el callejón, un solo pendiente con uno de los zafiros en forma de estrella más sorprendentes que ninguno de ellos hubiera visto, incluyendo al viejo Wilhem de la estación, que estuvo destacado en la India y era experto en zafiros. También había huellas de pisadas frescas y marcas de neumáticos en el callejón. Habían conseguido muestras de las huellas de pisadas y las dactilares de la habitación 410 y la llave. Estaban a la espera de recibir un expediente con todos los datos del FBI para comprobar si alguna de las huellas concordaba con las de la fugitiva norteamericana, Lara Blackwood.
—Sí, sí, esto ya lo he escuchado antes. Movió su ya menguado cigarrillo, esparciendo el hedor por la habitación que se pegaba como el furgón de miel de un granjero.
—Quiero saber qué es lo que vio. Gente, vehículos, todo lo que estaba fuera de lugar a aquella hora de la mañana.
Con un gesto inútil, el agente de policía consultó sus notas; no había nada escrito sobre lo que le preguntaba. Movió la cabeza con la sensación de que, tal vez, aquello sería el funeral de su carrera. ¡Luego le vino a la cabeza algo que no había recordado con anterioridad!
—Una furgoneta —dijo vivamente.
—¿Recuerda el color?
Van Dyke movió negativamente la cabeza.
—Oscuro —se excusó.
Cerró los ojos e intentó visualizar el vehículo.
—Lo conducía un anciano. Era alguien que me resultó vagamente familiar —dijo Van Dyke al fin. El policía miró a la mujer—. Pero, a partir de cierta edad, muchos ancianos se parecen.
—Gracias, agente, por esta última y perspicaz observación —dijo Sheila mordaz—. Puede marcharse.
Van Dyke miró a su jefe con aire vacilante. Ella asintió con la cabeza y dio su consentimiento. Van Dyke salió a toda prisa al exterior, donde inspiró ávidamente grandes bocanadas de aire no contaminado por el vapor tóxico del tabaco quemado que contaminaba el hotel.
Mientras el agente estaba en la puerta, dos de los técnicos forenses que habían registrado antes el lugar y los servicios salieron de la furgoneta de la unidad móvil en la escena del crimen y se dirigieron al hotel.
Sheila Gaillard se desperezó, perfectamente consciente de los efectos que sus firmes y bien contorneados pechos causaban en los hombres que estaban a su alrededor; todos ellos intentaron sin éxito apartar la vista. Su mirada se cruzó con la del alcalde de Ámsterdam y le dedicó una ligera e insinuante sonrisa. Puede serme útil, pensó.
En aquel momento, dos hombres uniformados, vestidos de blanco, se aproximaron al reservado.
—Disculpen pero nos ordenaron que contactásemos con ustedes cuando tuviésemos los resultados preliminares —dijo uno de los uniformados.
Sheila se dio la vuelta.
—¿Sí?
—Las huellas digitales de la sospechosa concuerdan con las más recientes que hemos encontrado en la habitación, en la llave, el alféizar, la escalera de emergencia y el Colt.380 que encontramos en el callejón.
Un murmullo recorrió la habitación. Al fin, el alcalde preguntó a Sheila:
—Comprendo que Daiwa Ichiban la envíe a usted, miembro de su personal de seguridad, para que nos ayude a seguir la pista de alguno de su compañía que ha cometido esos crímenes odiosos, después de todo usted tiene acceso a las personas que la conocen mejor. Pero quisiera preguntarle si tiene alguna idea…, alguna idea al fin y al cabo, de lo que ha podido provocar que alguien con tanto talento y tan brillante como Lara Blackwood cambie tanto de repente y se convierta en una criminal. Al fin y al cabo, la recuerdo bien cuando la conocí antes de su competición olímpica…, participó en muchas regatas aquí y yo personalmente la condecoré —. Su voz sonaba triste, reacio a creer.
Gaillard movió la cabeza y disimuló la alegría que sintió al ver que ellos habían caído en la trama de la historia que había urdido.
—Tal vez se trate de un problema médico —dijo Sheila generosamente—. ¿Tal vez una lesión cerebral? —Movió la cabeza de un lado a otro, lentamente, con burlona tristeza—. Nunca se sabe.
El alcalde asintió con la cabeza.
Sheila se dirigió al jefe de policía de Ámsterdam y le dijo:
—A la luz de este reciente incidente, ¿sería posible que usted emitiese el bosquejo de un retrato robot y un informe de caza y captura?
El policía asintió y luego se levantó.
—¿Sólo para la policía o también para los medios de comunicación?
—Para todo el mundo —dijo Sheila—. Así no habrá un lugar en el mundo donde pueda esconderse.
Lara estaba sentada en una mesa de cristal y cromo en un extremo de una inmaculada cocina revestida de baldosas blancas y plástico. La estancia y el mobiliario estaban tan limpios que hacían daño a la vista. A su lado estaba sentado Falk, al otro lado de la mesa dos personas más, Beatrix VanDeventer, una neerlandesa miembro del Tribunal Internacional de la Haya, y a su lado Henry Noord, el enlace neerlandés con la Interpol y jefe del departamento de policía de Rotterdam.
Al lado de la puerta, dos jóvenes con el pelo cortado a lo militar estaban en posición de descanso, mientras ellos comían. Cuatro más de ellos estaban desplegados por los alrededores de la casa y la calle. Uno tenía una venda sobre la nariz, que Lara había roto dolorosamente.
A la cabeza de la mesa, DeGroot hablaba a su pesar de sus experiencias durante la Segunda Guerra Mundial, a manos de los japoneses. Una miríada de cicatrices y manchas dejaban entrever gran parte de la dura experiencia a la que había sobrevivido. Les contó que era el único superviviente de un virus que había matado a todos los demás conejillos de indias humanos. En general, el índice de mortandad de los experimentos era del 100%, porque mataban a todos los supervivientes para diseccionarlos y averiguar por qué no habían muerto.
—Pero yo fui un hombre milagro y me mantuvieron vivo por allí como una especie de mascota, golpeándome, pinchándome, sacándome sangre, me recortaron muestras de tejido de todas partes, todo sin el beneficio de la anestesia, por supuesto.
Por otra parte, su atenta observación de los investigadores médicos japoneses y el acceso al estado de «mascota» que le dieron le permitió absorber técnicas experimentales y procesos de laboratorio que luego aplicó a muchas de sus patentes farmacéuticas.
Igual que Noord, Falk y VanDeventer, DeGroot, de entre setenta y ochenta vigorosos y enérgicos años eran la prueba viva de que la edad y la tortura brutal no conducían de forma inevitable a la incapacidad.
—Después de la guerra, en la universidad, pensaron que yo era un chico maravilloso —dijo DeGroot—. Desarrollé tres patentes de vacunas incluso antes de licenciarme. Pero recuerden, Japón tenía en marcha una operación de guerra bacteriológica funcional que usaron para matar ingentes cantidades de chinos, con ántrax, peste, cólera y muermo. Ellos, sin embargo, debían desarrollar y probar vacunas para protegerse de sus propias armas. Lo que mis profesores y compañeros pensaron que eran brillantes introspecciones en el proceso biológico eran, simplemente, el resultado de mis observaciones y los recuerdos grabados en mi mente de los horribles experimentos efectuados sobre inocentes e indefensos seres humanos.
Se había casado y divorciado dos veces.
—Es difícil vivir con un hombre que grita en sueños a causa de las pesadillas, incluso durante el día y cuando está despierto —dijo con toda naturalidad.
Sus patentes le habían proporcionado millones; sin embargo, sólo se quedó una pequeña parte para él. El resto lo invirtió en la financiación de
Shinrai
o en el cuidado de los supervivientes que fueron víctimas de los japoneses.
—Puesto que ni los japoneses ni los norteamericanos, ni ningún otro país levantará ni un dedo manchado de sangre para ayudar a esos pobres desdichados —afirmó el anciano.
DeGroot alzó su tenedor y comió unos pocos vegetales al curry que había traído Falk y VanDeventer.
—Sorprendente; es extraordinario —dijo Lara, mientras sorbía un poco de vino—. La red, esta
Shinrai
, es verdaderamente sorprendente.
Encogiéndose de hombros, DeGroot tragó lo que tenía en la boca, y bebió un poco de vino.
—Ayudamos a los demás, porque tenemos la obligación de hacerlo.
Bebió un poco más de vino y luego continuó.
—Verá, somos como los efectivos de Kurata, pero justo en el lado contrario de la gente de Kurata, que está distribuida por muchos gobiernos y empresas, seducida por el dinero. Nosotros no somos tantos como ellos, pero nos seducen otras cosas, nos movemos por convicciones y no por dinero.
—Somos los polos opuestos de la gente de Kurata —dijo VanDeventer.
—Como los polos magnéticos, ninguno de nosotros existiría si no existiese el otro.
—Somos muy parecidos a la organización de Kurata. Estamos situados en los mismos niveles de responsabilidad y poder. Ocupamos cargos en los que observamos fluir la información pertinente; estamos en posición de dirigir ciertos efectivos y entrar en acción bajo el disfraz de actividades oficialmente sancionadas —añadió Falk.
—Por supuesto, nuestra gente ocupa precisamente cargos que Kurata está deseoso de subvertir. Como consecuencia de ello, se han acercado a muchos de nuestra congregación y, después de consultarlo, les hemos permitido que sean reclutados, de manera que así hemos podido controlar sus actividades más de cerca —dijo DeGroot.
En el silencio que siguió a continuación, se escuchó el canto de un pájaro que gorgojeaba alegremente; la brisa susurraba acariciando los árboles; los cálidos aromas de las hojas quemándose flotaban en el ambiente como débiles sombras sobre los días nublados.
—Increíble —murmuró Lara—. Mundos completamente secretos, esferas de influencia en lucha, en guerra realmente, todo ello sucediendo a la sombra —. Movió la cabeza.
—Es una larga tradición que se remonta a siglos y siglos atrás —VanDeventer se limpió la boca con su servilleta—. El mundo occidental moderno se ha engañado a sí mismo al pensar que sólo porque se supone que los gobiernos y la gente deben comportarse de una manera determinada se comportarán de esa manera —negó con la cabeza.
—Yo era una joven abogado asistente de Roling, gran hombre y juez neerlandés en el juicio por los crímenes de guerra en Tokio. Aprendí entonces que la civilización es un fino barniz, que de forma inadecuada amortigua a los animales que tenemos en nuestro interior. En especial en los japoneses.
—¿Por qué en especial? —preguntó Lara mientras clavaba el tenedor en el último trozo verdura al curry.
—Porque intentan agasajarnos con sus piadosas afirmaciones sobre lo muy civilizados que son ellos y, sin embargo, sus atrocidades médicas superaron incluso las que realizaron los nazis: ¡comieron carne humana! Eso no es civilización; es hipocresía —afirmó VanDeventer.
—Sabemos ahora —dijo Falk—, que los japoneses tenían un programa muy avanzado sobre la bomba atómica. Habían logrado más que los alemanes y planeaban incinerar Los Ángeles. Y, sin embargo, tocan sinfonías completas sobre las sangrantes fibras sensibles del mundo, ¡Hiroshima! ¡Nagasaki! ¡Oh, pobres de nosotros! Y no cuentan a nadie que ellos seguramente hubiesen usado su bomba atómica primero si hubiesen podido. No hay duda alguna que si no se hubiesen lanzado las bombas atómicas y las tropas no hubiesen invadido Japón, nos hubiésemos enfrentado a un masivo contraataque de armas biológicas.
—El hombre de Ishii encargado de la producción, Karasawa, tenía sus sistemas en marcha veinticuatro horas al día; fabricaban peste, ántrax, tifus y cólera entre otras plagas. Los archivos de su país, Lara, en Fort Detrick, estiman que los japoneses habían fabricado lo suficiente para infectar a medio planeta.
—Además, grabaciones hechas al alto mando japonés demuestran que no tenían ningún escrúpulo moral en usar las nuevas armas. Nadie se retorció las manos como sucedió en Estados Unidos. En su mundo racista, todos, excepto los japoneses, son inferiores, animales que deben ser masacrados cuando sea necesario para la gloria del emperador —continuó Falk.
—No estoy seguro de haberlo mencionado —dijo DeGroot—, pero las armas de la Unidad 731 casi frenan totalmente el avance norteamericano en el Pacífico.
Lara negó con la cabeza.
—No, no mencionó nada de eso.
DeGroot asintió.
—Tal vez recuerde que la marea de toda la guerra contra Japón dio un giro con la feroz batalla sobre Saipán, en 1944.
Lara se encogió de hombros y movió la cabeza vagamente.
—Las clases de historia parecen empezar con el ataque a Pearl Harbor y pasan directamente a Hiroshima, sin precisar ni hablar de mucho más de lo sucedido entre esos dos acontecimientos.
DeGroot frunció el ceño, y luego continuó.
—Pues bien, hay más. Se produjo una sangrienta batalla con catorce mil estadounidenses y veinticuatro mil japoneses muertos en la contienda. Otros miles de coreanos más también murieron. Éstos eran básicamente esclavos comprados en las islas como trabajadores comunes. Pero, cuando la batalla empezó, los japoneses los masacraron a todos: hombres, mujeres y niños, porque temían que se rebelasen y apoyasen a los norteamericanos.
—¡Dios mío! —exclamó Lara en voz baja.
—Bueno, la Unidad 731 de Ishii había preparado una sorpresa a los invasores. Equipó un inmenso equipo de asalto con armas de peste bubónica. El barco con el equipo de asalto fue hundido por un submarino estadounidense antes de que pudiese alcanzar Saipán. De otro modo, la guerra habría sido muy distinta.