—La llamada telefónica,
maruta
, dijo que la policía estaba en camino, que les habían dicho que tal vez me tenía prisionero, como rehén —se echó a reír brevemente con una risa que sonó como si tosiera. Lara reconoció el sonido ahora como la forma que tenía DeGroot de intentar disimular un defecto del habla.
—Obviamente es una excusa para enviar a alguien a buscarla —sentenció.
Se escucharon tres chasquidos por los altavoces del aparato de radio; DeGroot se inclinó hacia delante, alzó el micrófono y presionó el botón del transmisor dos veces.
—Falk está detrás de nosotros y alguien detrás de Falk. Alguien que no es la policía —dijo DeGroot.
—¿No es la policía? —preguntó Lara.
DeGroot hizo un gesto de asentimiento.
—Gracias a nuestro señor
Maruta
, hemos representado una bonita escena para la policía tan pronto han llegado. Después de esconderla en el armario judío, Falk y yo hemos salido con Noord y VanDeventer, hablando sobre la encantadora tarde que habían pasado y cómo nos gustaría que se uniesen a nosotros a tomar un café. Fue un bonito cuadro que ilustró a la perfección que no estábamos en peligro. Se ofrecieron a dejar un guardia por si aparecías; les dije que Falk y sus guardaespaldas pasarían unos días conmigo de visita y que no era necesario.
Más chasquidos en la radio, dos lentos siguieron a cuatro rápidos.
Se acercaba una salida; el conductor giró rápidamente por la E10 hacia Plesmanlaan. DeGroot miró hacia la oscuridad y dijo:
—Mi laboratorio está cerca de aquí. Esa zona es conocida como Leeuwenhoek. El neerlandés que inventó el microscopio es de esta región —hizo una pausa—. Me encanta el sabor a historia, de continuidad, que siento al trabajar aquí.
El Citroën rugió, ahora más despacio. Tres chasquidos rápidos sonaron en el altavoz.
—Aún nos siguen. No hay duda alguna de que nos siguen —afirmó DeGroot.
Rodaron en silencio varios minutos. Todos pensaban en el coche o los coches que les seguían. El Citroën avanzó por una rotonda. Dejaron atrás la estación de ferrocarril, luego giraron para entrar en una calle con otro nombre que parecía un trabalenguas: Wilem DeZwijerlaan. Se escucharon tres chasquidos más en el altavoz. Seguidamente, el Citroën redujo la velocidad y giró a la izquierda por una estrecha calle. El rótulo decía «Leidseweg». Momentos después, tres chasquidos más, una pausa, luego dos más.
—Aún nos siguen. Dos de ellos —dijo DeGroot.
Lara miró por el cristal ahumado trasero y vio las luces delanteras de tres vehículos.
—Pero no por mucho tiempo —avanzó DeGroot, con voz enigmática de…; «y ahora…», llena de satisfacción, anticipación.
—Noord y VanDeventer ya estarán en posición —dijo de forma misteriosa.
—Hemos practicado esto bastante tiempo, pero nunca creí que llegáramos a utilizarlo.
Lara lo miró con una mirada socarrona.
—Espere y verá. Muy pronto comprobará cómo el ratón cae en la ratonera —auguró DeGroot.
La niebla nocturna se amontonaba en el pólder Boterhuis, al este de Leiden; se arrastraba por las aguas del Joppe, deslizándose por los campos cerrados por los diques como un edredón acolchado.
Los jirones de niebla, levantados por una suave brisa, se separaban como diáfanas sombras fantasmagóricas y avanzaban con languidez por el estrecho Leidseweg. Éstos eran los eternos y originales
poltergeists
del mundo germánico que significaban «fantasmas del pólder». Los neerlandeses los llamaban
poldergeests
.
Encorvada en el asiento de atrás de un Mercedes serie 900 alquilado, con las luces apagadas, Sheila Gaillard intentó ver algo a través de la noche, concentrada en las luces traseras de los coches que tenía delante, sin reparar ni un instante en el hecho de que era testigo de un antiguo ciclo que, por sí mismo, había inspirado la mitología de varias naciones en todo el mundo. Aparte de ella y el conductor, un belga flamenco que le habían cedido en la OTAN, el Mercedes iba vacío.
Un BMW atravesaba veloz la niebla, 800 metros delante de ellos y, más allá, a otros 800, avanzaban las luces traseras de un gran y oscuro Chevy Suburban. Un poco más lejos, apenas visible ahora, el abollado Citroën.
—Que les jodan a todos —murmuró mientras las luces desaparecían de nuevo entre un banco de niebla. El conductor redujo la velocidad.
—Más deprisa —ladró Sheila.
—Pero está oscuro…, voy sin luces —se quejó el conductor—. Podemos tener un accidente y morir.
—Tal vez lo hagamos —gruñó ella—. Tienes mucha razón.
Hizo una pausa y captó su mirada un momento por el espejo retrovisor.
—Pero si los pierdes, te aseguro que tú morirás —Sheila sonrió—, muy despacio.
El Mercedes aumentó la velocidad y atravesó el
poltergeist
.
Gaillard no obtuvo ninguna satisfacción en ganar el pequeño pulso con el conductor. Por el contrario, la rabia la consumía por la humillación que sufrió al ver a DeGroot salir de su casa, ver cómo se reía ante la sugerencia de que podía estar en peligro, de haber visto a la policía reírse con él…, de ella. Incapaz de soportar la humillación por más tiempo, Sheila les había pedido que la dejasen en la estación de ferrocarril, donde se subió a un taxi y regresó con los equipos de vigilancia que controlaban la casa de DeGroot. Dos equipos de vigilancia improvisados a toda prisa con efectivos de habilidades dispares, con los que nunca antes había trabajado; mal equipados y con poco personal.
—Que los jodan a todos —murmuró Sheila. El conductor le lanzó una mirada preocupada que casi la hizo sonreír.
—Joder, joder, joder.
Con el dinero y la influencia de Kurata que la respaldaban, casi nunca le habían faltado recursos ni cooperación, pero las cosas habían sucedido demasiado rápido para prepararse en un país donde la gente era casi incorruptible.
—Jodido orgullo neerlandés, y su jodido y quisquilloso sentido del deber.
No eran perfectos pero —pensó con arrepentimiento— era una buena razón por la que la organización de Kurata tuviese muchos menos efectivos en ese país que en cualquier otra parte del mundo.
—Jodidos neerlandeses —murmuró en voz alta, pasando por alto la mirada ansiosa del conductor. Éste aceleró, pensando que era lo que ella quería.
Y maldito Kurata.
—Aparenta cooperar. Que te jodan, Tokutaro —murmuró.
Revés doble: sin recursos y sin escándalo. La culparía a ella si perdían a aquella zorra de Blackwood. Se removió en el asiento de atrás, e intentó estirar los entumecidos músculos de sus pantorrillas y muslos. Demasiado tiempo sentada, demasiado tiempo inactiva.
—¿Qué sucede? —preguntó cuando vio que, al frente, brillaban luces de freno, primero el Suburban y luego el BMW.
—Han reducido la marcha —repuso el conductor.
Instantes después, los altavoces de la radio junto al asiento de Sheila chasquearon, primero con un tono de encriptación y luego se escuchó una voz.
—El Suburban se ha detenido, informó una voz desde el BMW.
—Detente tú también —Sheila reaccionó con rapidez—. Si no se mueven en un par de segundos, da la vuelta y espera en algún lugar cerca de Leiden. No quiero que te descubran.
—De acuerdo —contestó la voz.
Sheila ordenó a su conductor que se detuviese y se escondiese en una pequeña zona, al lado de una caseta. Con el Mercedes oculto por la pequeña estructura, Sheila salió del coche y observó la escena que se desarrollaba delante de ella. Mientras las luces traseras del Citroën desaparecían en la distancia, Sheila vio que el BMW daba la vuelta hacia ellos y luego pasaba de largo. Poco después, las luces de freno del Suburban se atenuaron. Sheila corrió hacia el Mercedes.
—Rápido, vamos —ordenó, golpeando con fuerza la puerta después de entrar—. Lo más rápido que puedas.
Atravesando a toda velocidad los bancos de niebla, el Mercedes derrapó por la estrecha y basta carretera; las luces traseras del Suburban se movían veloces. Entraron en una pequeña aldea, Warmond.
—No te acerques tanto ahora —ordenó Sheila, mientras miraba con atención la carretera, buscando alguna pista del Citroën. Blackwood tenía que estar allí, ella y los mamones de
Shinrai
.
—¿No van a ser tan tontos, los hombres del Chevy, para llevarnos hasta el otro coche ahora que lo hemos perdido de vista, verdad? —El conductor se atrevió a decir en voz alta la idea que Sheila había estado evitando.
Ella lo ignoró.
Que los jodan a todos, pensó mientras el Suburban recorría un pequeño pueblo y salía por el otro lado, moviéndose con cautela, aparentemente haciendo caso omiso a la vigilancia. Había señales que indicaban un
jachhaven
, «puerto para yates», dos de ellos.
El terror que sentía en su vientre le decía que tal vez en aquel momento Blackwood podría estar embarcándose en un bote y que no habría forma de seguirlo.
—Continúa siguiéndoles. No tenemos nada que perder —dijo Sheila.
El conductor se encogió de hombros.
Allí donde el pueblo terminaba, la carretera giraba bruscamente y perdieron de vista al Suburban un momento. A continuación, cuando el Mercedes pasó la curva, Sheila vio al Suburban traspasar un pequeño puente levadizo que, inmediatamente, empezó a abrirse.
—¡La madre que los parió!
El Suburban desapareció de su vista con rapidez, al otro lado del puente. —¡Cabrones!
Cuando el Mercedes se detuvo en el puente, Sheila salió al exterior. Molensloot rezaba el cartel, refiriéndose, dedujo Sheila, al pequeño canal que parecía tan estrecho que casi se podía atravesar con un salto. Mientras estaba allí, una barcaza avanzaba decidida y lentamente hacia el puente. Por supuesto que se movía lentamente —pensó Sheila.
Procurando mantenerse en la sombra que le proporcionaba el puente, bajó hasta el nivel del agua mientras la barcaza se acercaba. A la luz de la luna, anotó el número de registro del bote. Después, por primera vez en toda la noche, sonrió.
La luz del amanecer acariciaba el avión del vuelo 747 de KLM a 300 metros de altura, sobre las estepas siberianas, al noroeste del Lago Baikal. Dentro del avión, en la primera cubierta, casi delante de todo en la cabina de primera clase, el ligero sonido de la alarma del reloj digital de Sugawara lo arrancó de una pesadilla. Kurata estaba probando nuevas hojas de cuchillo en él, le cortaba los dedos de las manos, de los pies, le rebanaba limpiamente los brazos y las piernas, centímetro a centímetro. Cada golpe atroz hacía que brotasen grandes chorros de sangre, y él suplicaba a gritos a Kurata que terminase con su sufrimiento y lo matase de una vez. Cada súplica era correspondida con una risa burlona de Kurata; con cada nueva espada que quería probar, la carne de Sugawara se curaba y estaba a punto para ser mutilada de nuevo.
Se despertó asustado, con la mente aún arrastrando el ácido residuo del miedo y sus extremidades palpitando con el dolor punzante que había sentido en sueños. Miró a su alrededor, con los ojos empañados por el sueño, y vio el asiento vacío a su lado. El resto de la sección de no fumadores estaba casi vacío; el aire limpio que respiraba finalizaba abruptamente cuatro hileras atrás, donde grandes volutas de humo de cigarrillo se alzaban alrededor de los pasajeros, en su mayoría japoneses.
Sugawara inspiró profundamente, intentando tragar el nudo que tenía en la garganta provocado por el temor; se irguió y consultó su reloj, las 8:51 de la mañana, hora de Tokio. Se frotó el rostro, pulsó el botón que incorporaba su asiento y pulsó también el que solicitaba la atención del asistente de vuelo.
Sólo entonces se inclinó y tocó el termo especial que llevaba en su bolsa, también especial. Por suerte pasó sin ningún problema por las máquinas de rayos X del aeropuerto, y además cabía fácilmente en el espacio que había bajo el asiento del avión: transportaba muerte.
Se incorporó en el asiento, erguido, y alargó la mano para tomar el caro teléfono que estaba en la parte de atrás del respaldo del asiento que tenía delante. ¿Iban ya a por él? ¿Ya había saltado la alarma para que en Ámsterdam lo recibiesen con hostilidad? Akira marcó el número de Tokio y, momentos después, entró su nombre de usuario y su contraseña para acceder al sistema de correo de voz en el que Gaillard dejaba sus informes de situación para él y Kurata. Frunció el ceño al escuchar los evidentes progresos que había realizado la diabólica mujer.
Si ella alcanzaba el éxito, él era empujado cada vez más cerca del fracaso.
—¿
Hai
? —el asistente de vuelo preguntó—. ¿En qué puedo ayudarle?
Sugawara alzó la vista para mirar al altísimo hombre rubio, vestido con el uniforme de KLM. Hablaba perfectamente japonés. Siempre le sorprendían los neerlandeses, con su facilidad para los idiomas y adaptarse a culturas diferentes. «Es muy útil para los negocios», un ejecutivo de Philips le explicó un día durante una conferencia sobre electrónica en Tokio. «No tiene sentido intentar hacer negocios con alguien, si no hablas y entiendes su idioma y conoces su cultura, ¿verdad?». Sugawara había asentido con la cabeza, con cortesía, al hombre.
Escuchó con atención cualquier pista que le indicase que Gaillard o Kurata iban tras él, y luego desconectó la llamada.
—Creo que me dormí durante el desayuno —dijo Sugawara al asistente mientras colocaba de nuevo el teléfono en el soporte del respaldo—. Tomaré café.
—Por supuesto —respondió.
—¿Quiere que le sirva el desayuno completo? Se lo hemos guardado.
—Sí, gracias, me apetecería desayunar.
Sugawara miró de nuevo su reloj, las 8:53. La cobertura televisiva de la inauguración en Tokio ya debía de haber empezado, pero Kurata no estaría allí hasta las nueve en punto. Akira tiró de la pequeña pantalla del televisor personal unida al apoyabrazos central, la manipuló hasta quedar en la posición adecuada y luego lo puso en marcha. Las primeras imágenes mostraban la velocidad del 747, la posición, la hora local y la temperatura ambiente fuera del avión. A continuación apareció un mapa con un pequeño icono con la forma del 747, que mostraba su posición sobre Siberia. Sugawara cambió rápidamente de canal, uno tras otro, hasta encontrar el satélite con la señal en vivo que le llegaba desde Tokio, utilizando la nueva antena desplegada de televisión diseñada para la recepción de señales en vuelo, en directo. La imagen era confusa y borrosa pero tolerable; la pantalla mostraba una disculpa que informaba a los espectadores que la actividad solar perjudicaba la calidad de la emisión en esos momentos. En pantalla vio largas hileras de limusinas aparcadas junto a la entrada del santuario Yasukuni. Al fondo, un grupo reducido de manifestantes gritaba: «¡No perdón para los criminales de guerra!». Los ministros del gabinete permanecían alejados. La imagen cambió cuando las cámaras enfocaron un desfile de hombres vestidos con colores oscuros que se reunían en una zona vacía, justo al lado del Kudan Kaikan Hotel.