Aún era noche cerrada. No se veía la luna. Las altas nubes que habían cruzado el firmamento después de la puesta de sol cubrían incluso la luz del satélite.
Lara conducía la camioneta blanca por la carretera de dos carriles, detrás de las otras tres camionetas que formaban el convoy. Al frente de la procesión, Victor Xue conducía la primera furgoneta. Sugawara iba sentado al lado de Lara, dando cabezadas. Era sorprendente, pensó Lara, cómo la herida de un disparo relativamente sin importancia y un fuerte y saludable cuerpo se combinaban para conseguir tan rápida recuperación. Pero, a pesar de ello, él se fatigaba con más rapidez de lo normal y le había pasado el volante a ella al cabo de dos horas de salir de Osaka.
Más adelante, la procesión redujo la marcha. Los intermitentes parpadearon brillantes a la derecha. Xue los hizo salir de la carretera principal y entrar en una carretera llena de curvas que les conduciría por la cresta que dominaba la propiedad de la comuna. Akira bostezó. Sin poder evitarlo, Lara bostezó también. Los ojos, que le escocían, agradecieron las lágrimas del bostezo.
Resopló y siguió conduciendo, mientras el alba empezaba a librar su batalla con la noche. El paisaje se esbozaba más brillante con la aparición de la luz del nuevo día, y los colores brotaban donde las sombras del gris habían gobernado. Lara tenía la extraña sensación de desempeñar una parte muy conocida de un antiguo drama, repleto de odio, sin catarsis. Era una función que continuaría al margen de lo que ellos consiguiesen aquel día.
Pasaron junto a un granjero que empujaba un carro vacío. Al verle, Lara sintió pena por él, y por otros como él que vivían allí; aprendieron a caminar, estudiaron, dieron a luz, trabajaron, envejecieron y murieron en aquel lugar. Se apiadó de los estrechos horizontes que los limitaban y que abarcaban sólo lo que les era familiar, y ungido como superior, y rechazaban lo diferente, y considerado inferior. Eran gente como aquélla, diferente no de una manera física importante, sino que se habían divorciado de la riqueza del mundo, de la riqueza de la experiencia. Lamentó su oportunidad perdida, su potencial frustrado.
¿Todo por qué?
Todo por una serie de gente ansiosa de poder que utilizaba a su propio pueblo para subyugar y destruir a otros que arbitrariamente definen como «inferiores». Serbios y bosnios, judíos y árabes, irlandeses e ingleses, la lista se alargaría más allá de la capacidad de comprensión de una mente.
Lo que Lara tenía claro, mientras conducía bajo la luz del amanecer, era que la gente era buena y las culturas malvadas, las personas eran las mismas pero las culturas eran diferentes y divisorias. No obstante, no había gente sin cultura. El bien y el mal se necesitaban mutuamente para sobrevivir. La ciencia era clara, no había superioridad racial o cultural, sino diferencias artificiales creadas de tal manera que los ambiciosos tenían campo libre e incluso se les animaba para saquear a los definidos como diferentes y despreciables. El robo y la muerte en nombre de la superioridad. Las divisiones entre la gente no eran sobre la raza o sobre lo que estaba bien o mal, sino sobre el poder y el reparto de la riqueza y los recursos. Un antiguo juego que podría continuar tanto como las especies sobreviviesen.
Sugawara rompió el hilo de sus pensamientos.
—Justo allí, ¿ves aquel grupo de árboles? Da la vuelta allí —indicó Sugawara.
Como habían planeado, las otras camionetas continuaron hacia las posiciones seleccionadas a partir de las fotos aéreas y los mapas topográficos. Mientras las otras tres desaparecían entre las primeras luces neblinosas del amanecer, Lara giró a la derecha y entró en la carretera estrecha y empinada que Akira le indicara.
Lo miró. Una gran parte de ella quería dar media vuelta al vehículo y marchar, desaparecer. Ellos no podían detener el odio y la violencia que comportaba. ¿Pero qué sucedería con lo que ellos pudieran cambiar? ¿Aquella mañana? ¿En aquel momento? Lo único que ella quería es que la dejasen sola con él, en paz. Era extraño, pensó, que a lo largo de la historia la paz raras veces la habían conseguido los pacifistas. Bien intencionados pero ignorantes de la naturaleza humana, apaciguaban a la gente e invitaban a la agresión. Su paz era el involuntario servilismo impuesto por el vencedor, los Balcanes bajo la hegemonía soviética o los pueblos subyugados bajo el gobierno del Imperio romano. No, disfrutar de la paz con algún nivel de dignidad humana llegaba a través de la fuerza superior; sólo era posible a través de la disposición a usar la violencia. Cualquier paz que ella y Akira pudiesen disfrutar, tendría que llegar después de luchar por lo que ellos consideraban correcto.
Inspiró el aroma que se desprendía de él, y recordó su tacto, lo sentía como el avance de lo que sería el futuro contacto con ella. Entonces sintió que el temor crecía en su interior: el temor a perderle. Era raro pero, el temor a morir palidecía al lado del temor a no tener la vida común que ella sabía que podían vivir. Él le daba un sentido de pertenencia, el sentido de no volver a estar sola nunca más. No importaba, sabía que era una ilusión y que la muerte los destrozaría tarde o temprano. Tarde, rogó ella.
—Para aquí, al lado de esta arboleda —ordenó Sugawara.
Lara redujo la velocidad y salió de la carretera. Sugawara llevaría un M-16 y un móvil seguro y encriptado, e iría andando el resto del camino hasta el terraplén, para vigilar la pista de aterrizaje. Ella aparcaría la furgoneta con las puertas traseras abiertas y dirigidas hacia la pista. Bajaron las ventanillas. Cuando Lara apagó el motor, el sonido que escucharon los sorprendió tanto como sólo un sonido podía hacerlo: el sonido de motores de avionetas que provenía de lo alto del terraplén.
La oscuridad de la noche de Kioto reinaba en la casa de té de la residencia ancestral de Kurata. Éste estaba sentado en silencio, en el porche de la casa de té, observando el amanecer. A su lado, Toru Matsue estaba sentado, tan silencioso, que Kurata tenía que mirar de vez en cuando para asegurarse de que el viejo sirviente de la familia no se había ido. Un hombre sabio, pensó Kurata, pero a veces extraño, como su curiosa y urgente insistencia para que viajasen a la residencia de Kioto durante la operación Tsushima.
El corazón de Kurata continuaba latiendo con intensidad, furia, y rápido. No encontraba su centro. No había grillos a los que escuchar en el seco frío; por el contrario, se escuchaba el insistente timbre del teléfono en el distante edificio principal. Nunca antes lo había escuchado. Sabía quién le llamaba y esto hacía que aún se enfureciese más. Primero había sido el
Asahi Shimbun
. Luego los periodistas de la televisión, y luego más reporteros de la prensa escrita. Después la prensa extranjera, todos preguntando por los mismos documentos que habían recibido de forma anónima.
El teléfono sonó otra vez. ¿Por qué esta noche? ¿Por qué ahora, cuando necesitaba meditación para acallar la desagradable agitación que sentía en su interior? ¿Por qué su oído se había vuelto tan agudo que hasta podía escuchar el débil sonido del teléfono en la noche?
Kioto siempre le había centrado, le había ayudado a vencer la furia, el miedo y la frustración. Mientras intentaba visualizar el jardín de rocas en la oscuridad, intentó ver en su mente la gran roca escondida en la noche, la roca que había sido el navío que siempre lo transportaba a aguas tranquilas. Mientras intentaba conseguir todo esto, supo que Kioto le había fallado por primera vez en su vida. Ese fallo era algo trascendental. Lo sabía de sobras. Estaba preñado de significado. Kurata suspiró y, por el rabillo del ojo, vio que Matsue giraba la cabeza. Entonces intentó visualizar los cuerpos de los coreanos horriblemente mutilados por la enfermedad; con ello, su centro retornó como aceite suavizando la superficie de su ansiedad. Bien. Todo saldría bien. Su legado más imperecedero, la obra de toda una vida terminaría antes de que la noche llegase. Nada más importaba. El defensor de Yamato daría su mayor golpe a favor de la pureza y protección de su raza.
Edward Rycroft, forzosamente, había tenido que aceptar que algo había salido horriblemente mal con el vector Ojo de fuego, cuando ampollas llenas de sangre empezaron a cubrir su rostro. Cuando los extremos de sus dedos se volvieron azules, luego grises y empezaron a pudrirse por la falta de riego sanguíneo, estaba seguro de que iba a morir. Las predecibles series de hemorragias cerebrales del Ojo de fuego dejaban fluir sus pensamientos en una mezcla de realidad y vagos recuerdos de su infancia.
A través de la neblina de su cerebro se sintió caer, intentó sujetarse en el lavabo, con los dedos demasiado heridos para sostenerse en el resbaladizo borde de porcelana. Cayó al suelo del cuarto de baño y vomitó sangre arterial de un rojo brillante; sabía que iba a morir pronto. Entonces visualizó Singapur, con sus padres y los japoneses. En lugar de sus propias arcadas y gemidos, escuchó los gritos mortales de sus padres; en lugar del terrible dolor que le provocaba el Ojo de fuego al rebañar sus entrañas, sintió el temor de un niño pequeño a punto de ser descubierto por los asesinos de sus padres. A continuación, una cálida y oscura paz lo inundó cuando se dio cuenta de que los jodidos y sucios japos también morirían pronto. El rictus final de la muerte dibujó una sonrisa en sus ensangrentados labios.
Lara tomó su móvil y marcó con rapidez el número de Xue. Su corazón latía alocadamente, los extremos de sus dedos se estremecían resonando con el sonido de los propulsores del avión. Xue contestó al segundo pitido.
—¿Estáis lo suficientemente elevados para ver el avión en la pista? —preguntó Lara sin ningún preámbulo—. De acuerdo —escuchó un momento—. ¿Puedes liquidar ahora a esos cabrones?
Lara permaneció en silencio un momento.
—Mierda. Está bien. Haremos lo que podamos.
Su rostro era adusto cuando colgó el teléfono y lo deslizó en el bolsillo de su chaqueta. Sugawara la miró expectante.
—Ellos también lo han oído —dijo Lara—. Están intentando ponerse en posición, pero dos de las otras tres camionetas están en valles que no pueden apuntar con claridad la pista.
—Muy bien, haremos el mejor disparo que podamos para dejarlos fuera de combate. Conduce lo más rápido que puedas colina arriba. Hacia el complejo —dijo Sugawara.
Ella puso en marcha el motor y pisó a fondo el acelerador. La camioneta rugió al subir la inclinada ladera. Lara conducía a gran velocidad, la parte trasera de la Nissan se separaba del suelo y se deslizaba por las estrechísimas curvas cerradas. El motor corría raudo. Las gomas torturadas de los neumáticos chirriaban.
—¡Oh, mierda! —exclamó Lara.
Sugawara miró hacia ella mientras manejaba el volante, virando bruscamente para esquivar a una gran cabra que rondaba por la calzada. La camioneta fue de un lado a otro un momento antes de ir de nuevo en línea recta. Luego, como si el asustado animal hubiese advertido la colisión, salió disparado por el camino. Al temido choque, le siguió un balido truncado; instantes después, el cuerpo de la cabra se levantó por el capó y golpeó el parabrisas con un ruido empañado de blanco sucio de pezuñas y sangre.
—¡Oh, mierda! —exclamó Lara cuando el cuerpo del animal bloqueó su visión; pisó el freno a fondo; el mecanismo de los frenos ABS les hizo detenerse tan en seco que la cabra salió despedida por encima del capó. Todo pasó en cuestión de segundos. Lara maldijo entre dientes y pisó a fondo el acelerador. Pasó junto al cuerpo del animal, esquivándolo, intentando ver algo a través de las grietas que se habían formado en el vidrio del parabrisas.
—Cuando llegues a lo alto no reduzcas la velocidad, conduce directamente hacia la puerta. Si llegamos a tiempo, bloquearemos la pista, abre las puertas y corre como si te persiguiese el diablo, antes de que encienda los explosivos —gritó Sugawara.
Apoyándose en la manecilla de la puerta mientras Lara lanzaba la camioneta por la próxima curva, Sugawara cerró los ojos un momento y rezó. Rezó primero para que tuviesen éxito y luego para que no tuvieran que disparar a nadie. Los pilotos no eran mala gente, ellos no tenían ni idea de que iban a transportar una carga mortal.
Eran inocentes en ese aspecto, pero culpables por otro lado. Eran culpables de prestar su talento a la creación de una atmósfera de odio racial. ¿Pero acaso merecían morir por ello? Akira creía que no, pero él los mataría, si eso significaba contener el Ojo de fuego. Era mejor encerrar a una sección de desafortunados marineros en un compartimiento estanco y dejarles morir antes que dejar que se hundiese todo el barco. También rezó por Lara y por él mismo. Miró a Lara y observó una intensa concentración en su rostro, la forma tan hábil en que se lanzaba a la batalla desesperada contra la muerte en masa. La camioneta casi se separó del suelo por completo cuando llegó a lo alto de la colina. Lara luchaba con el volante y mantenía el acelerador a fondo.
El centinela de la puerta giró como un molino y se volvió hacia ellos, con los ojos abiertos de par en par. Después echó a correr. Sugawara sintió que se le encogían los testículos en la entrepierna cuando vio lo que había delante de ellos. En la distancia, uno de los aviones estaba al final de la pista y había empezado a recorrerla para despegar.
Sugawara alzó el M-16, lo preparó en la posición de automático y sacó el cuerpo por la ventanilla. A medida que se acercaban a la verja y al final de la pista, el avión cada vez ganaba más velocidad y empezaba a elevarse.
A continuación, desde las colinas llegó una atronadora explosión. Luego otra. De pronto el motor de la camioneta se detuvo.
—¡Maldición! ¿Y ahora qué? —exclamó Lara. Sugawara apenas notó el silencio del motor bajo el cañoneo del M-16.
Con una indescriptible euforia, vio que el avión se balanceaba un momento, y luego descendía con las ruedas arrancando nubes de polvo. El cargador del M-16 estaba vacío. En el silencio que siguió, el ruido más intenso llegó de los neumáticos de la camioneta crujiendo sobre la grava, mientras Lara luchaba por mantener el control del vehículo con el motor apagado. Akira colocó con fuerza un nuevo cargador dentro del M-16 y se preparó para saltar de la furgoneta cuando se detuviese.
Lara consiguió detener el vehículo. En la distancia, el avión que había empezado a despegar rodaba despacio hacia la alambrada de tela metálica, al final de la pista. Se produjo un chirrido cuando la valla de tela metálica se expandió al detener el avión y luego un crujido cuando rebotó.