Sin responderle directamente, Sugawara le siguió, ponderando las implicaciones que el jefe de producción de la operación Tsushima había dejado colgando en el aire.
Potencia, vida limitada, especificidad genética: eran los tres distintivos de la bomba étnica que habían producido. Por tercera vez aquella mañana, Yamamoto había mencionado las primeras dos y no la tercera. Sugawara siguió al anciano hacia el terminal del ordenador. El corazón de Sugawara se iluminó cuando pensó en que podría utilizar un defecto del proceso para posponer la operación Tsushima. Ahora sentía haberse resistido inicialmente a hacer aquella visita.
Yamamoto había insistido en que realizase esa visita cada día durante casi dos semanas. Sugawara la había pospuesto día tras día. Había visto todo lo de ese monstruo que le interesaba ver y, simplemente, no podía reunir la energía psicológica que requería visitar las entrañas de la bestia de nuevo. La llamada le había dejado vacío, exhausto.
De nuevo se preguntaba cómo había llegado a pensar de esa forma. Maldijo los acontecimientos o la mutación genética que habían hecho que él pensase de forma tan distinta, tan independiente de la forma en que había sido educado, la forma cómo su familia vivía, la forma en que se esperaba que se comportase. ¿Tal vez había sido su estancia en Estados Unidos?
Durante las últimas semanas había permanecido con la vista fija en la oscuridad mientras los demás dormían, intentando recorrer los marcos que delimitaban su vida anterior, buscaba el punto preciso, el momento exacto en que había cambiado, cuando había ido por el mal camino. Tal vez, si lograba concretar el momento o la causa precisa en su mente, le permitiría cambiar de nuevo y volver a pensar de la forma en que estaba obligado.
Pero, por más que lo intentaba, no encontraba la causa. No podía recordar una época en la que no hubiese sido exactamente quien él era ahora. Era posible que hubiese empezado a aceptar que siempre había sido imperfecto, pero capaz de sobrellevarlo sin que demasiada gente se diera cuenta. Hasta ahora. Tal vez había sido preciso algo tan horrible como la operación Tsushima para focalizar sus pensamientos, para forzar la decisión que debía tomar; tenía que guardar sus impulsos individualistas occidentales tras él o debía escindirse de las costumbres de su gente, traicionar a su familia, rebelarse contra los
giri
que le unían a todos ellos. No podía ver siquiera el más ligero atolón en el golfo que le separaba de esas dos decisiones. El fracaso en hacer el salto completo le dejaría en una ciénaga agnóstica, sin rumbo, sin compromisos, desleal a cualquiera de los polos que se aferraban a su corazón.
Quería estar solo para luchar contra esos pensamientos, batallar contra la pesadilla que se había apoderado de él. Dar otra vuelta por las instalaciones era lo último que necesitaba Sugawara, pero el anciano no aceptaría un no por respuesta.
—Tú eres los ojos y los oídos de Kurata-
sama
, y sus piernas jóvenes y fuertes —Yamamoto había insistido—. Tienes que poder responder a cualquier pregunta que nuestro señor pueda hacerte. Es tu obligación. No querrás decepcionarle.
«Sí —pensó Sugawara—, quiero decepcionarle pero no tengo el valor de hacerlo». Al final se dio cuenta de que la insistencia del anciano y la creciente estridencia en urgirle la inspección tal vez significaba que quería comunicarle algo, pero de esa forma, porque no podía hacerlo directamente.
Sugawara siguió a Yamamoto por un corto tramo de escaleras hacia una plataforma del entresuelo que descansaba al abrigo de un alto tanque de acero inoxidable.
Sugawara sabía que si él se dirigía a Kurata y le contaba directamente que había un problema en el proceso, entonces forzaría a que todo el tema saliese a la luz, con el resultado de que alguien debería ser culpable, humillado. Ese tipo de gente podía ser peligroso. Y aún más, Sugawara sabía que podía estar equivocado acerca de que hubiese un problema con el proceso. Yamamoto podría contestar sinceramente: yo nunca he dicho esto. Sugawara sabía que entonces él sería humillado, perdería la credibilidad, su influencia en la organización. Probablemente, se le negaría el acceso a la información que necesitaba para seguir el desarrollo del proyecto.
Los dos hombres se detuvieron en la pequeña plataforma del entresuelo, que no era más grande que una mesa de ping-pong. Yamamoto encendió una luz colgante y, bajo la iluminación que proporcionaba la bombilla desnuda, señaló un pequeño tubo de cristal por el que recorría un líquido incoloro.
—Éste es el suero final antes de que sea incorporado a los microsomas respiratorios —dijo Yamamoto.
Cortésmente, Sugawara se inclinó hacia delante, aunque sabía que había poco que ver, sólo un flujo de muerte, apenas visible, mientras se movía por la maquinaria patentada que encapsularía partículas del vector Ojo de Fuego en motas de polvo especiales, microscópicas, que podían ser aerosolizadas sin dañar el vector.
Desarrollado en primer lugar por el doctor Ishii y después perfeccionado y patentado por NorArm Pharmco como forma de proporcionar medicamentos orgánicos delicados, vía inhaladores pulmonares, el microsoma era un caparazón protector de no más de unas pocas moléculas fuertemente envueltas alrededor del vector. El tamaño de la partícula estaba fabricado con extremo cuidado para que tuviese el tamaño perfecto para ser transportada a lo más profundo de los pulmones con cada inhalación, directamente a los alvéolos, donde una única capa de células separa el aire de los capilares donde el oxígeno y el dióxido de carbono se intercambian. Allí, el microsoma se disolvería instantáneamente y liberaría el vector Ojo de Fuego que pasaría de forma directa al torrente sanguíneo.
El proceso pasó por la mente de Sugawara mientras observaba el flujo de líquido.
—Las cantidades son exactamente las necesarias —dijo Yamamoto—. Por favor, hazle saber a Kurata-
sama
que he seguido fielmente las instrucciones de Rycroft-
san
, al pie de la letra.
El anciano le tocó ligeramente en el hombro. Cuando Sugawara se dio la vuelta, vio que Yamamoto lo miraba directamente a los ojos.
—Al pie de la letra, fielmente.
Luego el anciano esperó un momento, y se inclinó un poco.
—Al pie de la letra, fielmente —repitió de nuevo.
Después, sin pronunciar ni una palabra más, se dirigió a unas escaleras que conducían abajo.
La repetición críptica de Yamamoto captó la atención de Sugawara. Al pie de la letra, fielmente. Pensó intensamente sobre ello, entonces la niebla se disipó.
—¡Eso es! —Sugawara se dijo para sí—. Esto es lo que él quería que yo supiese. Había algo que estaba mal en el proceso y era culpa de Rycroft. Pero los japoneses más ancianos, tradicionales, nunca critican a los demás tan directamente, en especial si estas personas son sus supervisores. La rebelión abierta estaba fuera de cuestión, pero Yamamoto quería que Kurata supiese que las instrucciones erróneas de Rycroft se habían seguido fielmente, al pie de la letra.
Sin pronunciar palabra, Akira maldijo la tradicional afición por la comunicación llena de rodeos. Sin embargo, Yamamoto era de la vieja escuela y, bajo ninguna circunstancia, iría directamente al grano en una conversación que implicase acusar a su supervisor.
Sugawara permaneció allí, observando cómo Yamamoto se apresuraba hacia el área donde se llevaba a cabo el microsoma, obviamente no deseaba hablar más del asunto. Para Yamamoto, el mensaje había sido enviado y recibido; algo no funcionaba bien en el proceso, algo que era culpa de Rycroft.
Se presentaba una oportunidad para los que la estaban esperando. Esto era seguramente lo que había estado esperando. Ésta era la cuña que necesitaba para introducirse entre Kurata y la operación Tsushima y retrasarla, y tal vez le daría tiempo a hacer algo de una forma más permanente. Fantástico, pensó feliz. Es fantástico.
Sugawara siguió a Yamamoto a corta distancia. Tenía que pensar cómo usar la información, cómo construir un consenso contra Rycroft. Sabía que no se podía mover directamente contra el arrogante británico, porque ofendería a Kurata. Además, Rycroft tenía sus propios apoyos que no querrían saber nada acerca de desbaratar la operación Tsushima. El proyecto tenía vida propia, un momento que al fin tal vez sería imposible evitar.
Por un instante, Sugawara consideró la opción de no decir nada, y dejar que el gigante rodara. Se producirían muchas más muertes, japoneses igual que coreanos, pero él podría destaparlo más tarde y atraer la atención de la nación sobre lo que sucede cuando los políticos crean una atmósfera de racismo y elitismo, y las consecuencias para los ciudadanos corrientes que las secundan.
Recordó sus lecciones de historia y se dio cuenta de que su arrogancia política y un populacho dócil fue lo que había creado las condiciones idóneas para el ataque a Pearl Harbor, la Guerra del Pacífico y la humillación que siguió a esos acontecimientos. Los líderes de Japón y su población nunca habían sido obligados a reconocer su culpabilidad por la historia del pasado medio siglo. Al negar su responsabilidad, ahora iban por el mismo camino para repetirlo.
Era una idea tentadora, pensó Sugawara, mientras entraba en la limpia sala de la cámara estanca con Yamamoto y se detenía para ponerse la bata y las zapatillas.
Pero la lección para sus paisanos costaría vidas inocentes de cientos de miles de coreanos, gente que ya había sufrido bastante bajo la opresión japonesa. Además, pensó, calzándose las botas de papel y un gorro también de papel que parecía una versión retorcida del gorro de un chef, no había manera de que pudiera retener la información. No tenía ni idea de a cuanta gente Yamamoto había acompañado o quería acompañar a hacer la misma visita, para conducirlos a las mismas conclusiones. No había manera de entablar una acción directa, y tampoco había forma de evitar la colaboración indirecta con Yamamoto.
El truco estaba, pensó Sugawara mientras terminaba de atarse la bata de laboratorio de papel desechable, en ejercer precisamente la cantidad justa de presión en el lugar correcto, de manera que el resultado no fuese lo que Kurata esperaba ni lo que Yamamoto quería.
Sugawara siguió al anciano al interior de la sala higiénica. Después, cuando la puerta de ésta se cerró automáticamente tras ellos, Sugawara tuvo la sensación de que otras puertas también se cerraban de golpe en su vida.
El teléfono despertó de golpe a Lara Blackwood con un sobresalto. Primero alargó la mano buscando el.380 automático, antes de darse cuenta de que no había amenaza. Por un momento se le pasó por la cabeza la absurda visión de pegarle un par de balazos al teléfono, y así poder volverse a dormir. En lugar de eso, miró el reloj; sólo eran las dos de la madrugada.
El teléfono sonó de nuevo, pero su vibración estaba casi cubierta por las huracanadas ráfagas de viento del exterior y la consiguiente cortina de lluvia contra la cubierta.
Lara reconoció el número de teléfono del puerto deportivo en la pantalla del aparato y descolgó.
—Blackwood.
—Perdone que la moleste señorita Blackwood. Soy Sumter Jones, el vigilante nocturno. Tengo a un loco en la puerta que dice que tiene que hablar con usted. Ahora.
Al instante, Lara sintió un hormigueo en los dedos. Se sentó y balanceó las piernas por el lado de la cama.
—¿Y el loco tiene nombre? —preguntó.
—Pues sí. Un nombre importante. Peter Durant. Le he reconocido por la televisión —dijo Jones.
¿Qué podía ir tan mal para que Durant tuviese que visitarla en persona, en la oscuridad de una noche de lluvia torrencial?
—Voy enseguida —respondió Lara.
Colgó el teléfono, se puso una camiseta y unos vaqueros y se dirigió hacia el armario donde guardaba el impermeable, para atravesar los escalones de la escalera de cámara. Se puso su impermeable de Gore Tex, se colgó el móvil al cinturón, agarró las llaves y una linterna y subió unos cuantos escalones. A medio camino se detuvo y regresó al camarote para recoger la.380 automática. Luego, con la funda abrochada a su cinturón, se adentró en la noche entre la intensa lluvia azotada por el viento. Durant nunca había visitado su navío. Ella le había dejado claro al principio que lo consideraba fuera de los límites, una violación intolerable de su vida personal.
Algo tenía que ir terriblemente mal para que él decidiese acercarse hasta allí. Menos de un minuto después, Lara encontró a Peter Durant y Sumter Jones junto a la cadena de seguridad que cerraba la puerta. Jones iba vestido con un impermeable amarillo. Durant sólo llevaba unos vaqueros, zapatillas y una camiseta. Estaba empapado.
Cuando Durant vio a Lara, se abalanzó hacia delante y se agarró a la reja de la puerta.
—¡Gracias a Dios que estás aquí! —gritó como un histérico, mientras se agarraba a la puerta, con los nudillos tan blancos por la fuerza que casi brillaban en la oscuridad.
Lara sacó sus propias llaves e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a Jones, para indicarle que ya podía ir a ponerse a resguardo de la lluvia. Jones dudó. Lara miró la oscura cara del hombre; se podía decir por la mirada en sus ojos que estaba preocupado por ella.
—Todo va bien, Sumter. Yo me ocupo de él. Todo va bien —dijo Lara.
Alzó las llaves y escogió entre el montón la más larga, la que abría la verja. Jones la miró por última vez, con una mirada dudosa, luego se dio la vuelta y regresó a su departamento.
Por el rabillo del ojo vio que les observaba a través de las persianas y se preguntó si tenía aún aquel revolver oxidado que parecía una pieza de museo y que le había enseñado en una ocasión.
—Es demasiado horrible para decirlo en voz alta —Durant balbuceó casi de forma incoherente.
—He enviado a Peggy y a los niños lejos, con sus padres, por seguridad. —Luego empezó a llorar—. ¡No me he enterado hasta ahora! ¡Oh, Dios mío!
Por fin logró abrir la puerta; Lara la atravesó y se acercó a su colega sin poder hacer nada durante unos instantes.
—Baja conmigo al barco —dijo Lara, colocando su mano sobre el hombro de Durant—. Allí se está seco y caliente.
—¡No hay tiempo, no hay tiempo! —Durant se alejó y echó a correr dando traspiés hacia el aparcamiento—. No hay tiempo. ¡Vamos, vamos! —corría dando bandazos entre los coches y los camiones que se amontonaban en los espacios más cercanos a la puerta. Lara observó que se dirigía a una minivan, estacionada en un rincón pobremente iluminado de la zona de aparcamiento.