—Tenemos suerte de que las mutaciones son una incidencia diaria en nuestros genes, puesto que mi investigación ha revelado el descubrimiento de un intrón retrovirus particularmente letal. Este intrón es la prueba viviente indiscutible de un retrovirus que casi exterminó a toda la especie humana en una epidemia que alcanzó el grado de cataclismo, un desastre global, la extinción total de la especie, frenada sólo por una mutación casual. Ese virus era un exterminador y, en su forma no mutada, era mortal en un 100%.
Una diapositiva opaca llenó el espacio de nuevo, dejando otra vez la habitación en una extraña oscuridad. Las personas allí reunidas se removieron inquietas en sus asientos. La voz de Rycroft llenó la oscuridad.
—En la actualidad, todo humano vivo transporta el gen Ojo de fuego letal en cada una de sus células —Rycroft continuó—. Todos nosotros transportamos el Ojo de fuego con la misma mutación de una base de nucleótido. Todos tenemos esa mutación porque los que no la tenían murieron.
Hizo una pausa. El salón se llenó de susurros cuando los presentes se removieron en las sillas incómodos, al pensar en la muerte primitiva que albergaban en cada una de sus células.
—Se trata, en el sentido más amplio de la palabra, de una infección transportada a través de los eones, desde los albores de nuestra especie; la muerte cuidadosamente preservada por la vida.
Hizo una pausa para dejar que sus palabras calasen.
—Cuando descubrí el gen Ojo de fuego mutado, el trabajo no hizo más que empezar. No fue sencillo para mí desarrollar un método para recuperar el gen inicial de manera que produjese los efectos originales e invariablemente letales del Ojo de fuego. Si fuera tan sencillo, la especie humana no habría sobrevivido tanto tiempo. En los laboratorios de GenIntron, de máxima contención de bioseguridad, comprobé que el Ojo de fuego podría ser activado con una forma de ADN sintético que usase seis bases en lugar de las cuatro habituales. Y no sólo eso, sino que también descubrí que cuando el patógeno sintético activaba el Ojo de fuego, se hacía agresivamente contagioso de un miembro de la población objetivo a otro, de esta forma se asegura el máximo impacto con el mínimo de recursos iniciales. Este vector casi indetectable transporta el factor que reconoce a la población objetivo y el desencadenante que lanza al Ojo de fuego hacia su trayectoria mortal. Se trata de una partícula pequeña, inestable, completamente sintética, principalmente basada en proteínas, que se parece a una minúscula célula de levadura. Vive en el medio ambiente un día o dos como máximo. Es tan inestable que todas las técnicas de laboratorio, excepto la especial que yo he desarrollado y que podría usarse para detectar esa partícula, la destruye. Recuerden, el vector Ojo de fuego no es un virus. No es infeccioso por sí solo. Lo único que hace es desencadenar la resurrección de un gen antediluviano que es el que en realidad mata. Para terminar mi exposición, me gustaría rendir homenaje al doctor Shiro Ishii, cuyos trabajos pioneros sobre la dispersión por aerosol de muermo y otros vectores de enfermedades hacen que el aspecto físico de nuestro trabajo sea posible. La investigación en la dispersión por aerosoles ha desempeñado un papel fundamental en el inhalador revolucionario de NorArm para el suministro respiratorio de medicamentos. Nosotros, en GenIntron, hemos autorizado esta tecnología para el suministro de nuestras terapias genéticas. Este trabajo fue cuidadosamente probado y sutilmente mejorado por el ejército y por la CIA, en las décadas de 1950 y 1960, con pruebas a gran escala, que implicaron la liberación de bacterias inofensivas, entre otras muchas áreas, por el sistema de metro de Nueva York y en los vientos preponderantes del noroeste del área de la bahía de San Francisco. Una pequeña extensión de este trabajo pionero hará posible que liberemos el Ojo de fuego a la población coreana de Japón, cuando la operación Tsushima empiece dentro de menos de dos semanas a contar a partir de hoy. Después de esta prueba sobre el terreno, nosotros —miró a Woodruff—, estaremos en contacto con ustedes para hablar de sus particulares necesidades específicas.
A continuación, Rycroft se inclinó ante su público.
—Esto concluye mi exposición.
Hizo una mueca cuando las luces se encendieron. La habitación estalló con una multitud de preguntas entusiasmadas.
En la residencia de Kioto de Tokutaro Kurata, en la habitación del piso superior que su tío le había asignado, Akira Sugawara estaba sentado con las piernas cruzadas en la oscuridad, sobre un tatami, mientras escuchaba cómo la lluvia golpeaba los árboles en el exterior.
Intentó pensar en cualquier otra cosa que no fuese Sheila Gaillard, Horst Von Neuman y los asesinos a sueldo que habían contratado para matar a Lara Blackwood. El ataque, según ella le había informado, había sido un éxito. Blackwood había escapado en su barco, pero incluso una gran embarcación particular como la de ella sería destruida por el inminente huracán con toda seguridad.
Movió la cabeza como un caballo expulsándose las moscas, como si de alguna forma el movimiento pudiese evitar el sentimiento de desazón que sentía, porque su muerte, e incluso todas las muertes que se habían producido antes de la de ella, estaban muy mal.
El esfuerzo hizo que aún se sintiese peor. Tales pensamientos no eran honorables; al contrario, deshonraban su deber para con su tío. ¿Pero cómo había llegado a adoptar esa postura? A menudo le parecía que simplemente siempre había sido así, pero él sabía que las cosas habían sucedido poco a poco; había caído sutilmente arrastrado hacia la red de Kurata, realizando primero un trabajo y luego otro. Cada acto por sí solo parecía inocente, envuelto como siempre en el sentido del deber, la lealtad familiar, los imperativos culturales. Pero ahora pensaba que, cuando lo consideraba como un todo, el curso de los acontecimientos le había arrastrado inexorablemente hacia él y conducido, en algún punto concreto, de la inocencia a la maldad.
Paso a paso, Kurata lo había arrastrado cada vez más profundo, cada acto era más oscuro que el anterior, más incriminatorio. Las amenazas, los
giri
, las recompensas materiales prodigadas a sus padres como recompensa por sus buenas actuaciones, ataban a Sugawara al camino que le había trazado su tío. Había intentado armarse de valor para luchar contra el significado de lo que estaba haciendo. Durante un tiempo, los trucos burocráticos usuales: no se trata de personas, tan sólo son «unidades», «parásitos», «vidas que no merecen la pena vivir» o una «enfermedad que es necesario erradicar».
Pero cuando sus rostros escapaban de la tiranía de los números y los eufemismos —tal como lo hicieron el día que, con lágrimas en los ojos, vio las emisiones en televisión, la agonía de familias enteras en el césped del hospital, en Tokio—, el dolor penetraba en él y cortaba como el filo de un puñal los compromisos que lo ataban de forma tan profunda a Kurata y su causa.
Sugawara pensó en los crímenes de guerra y la culpabilidad y supo, con toda certeza, que en la actualidad ya era culpable de muchas cosas. Se escuchó el sonido de la madera pulida que se deslizaba con suavidad sobre otra madera, por encima de la charla de la radio y el constante repiqueteo de la fuerte lluvia sobre el tejado. Conocía bien ese sonido; alguien abría la pantalla
shoji
de su habitación. El corazón le dio un vuelco. Nadie había llamado antes de entrar. Tenía que ser Kurata.
—Buenas tardes, Kurata-
sama
—dijo Sugawara cuando abrió los ojos.
La débil iluminación de las luces de seguridad del exterior, que se filtraban por la habitación, dibujaron de forma vaga la silueta de un hombre que entraba en el cuarto. El corazón de Sugawara se aceleró, propulsado por la culpa y el temor. Era como si el anciano pudiese leer sus pensamientos y hubiese venido a recordarle que regresase al camino correcto.
—Buenas tardes, sobrino —respondió Kurata, mientras deslizaba la pantalla para cerrarla. Se acercó a Sugawara. A pesar de la poca luz era posible vislumbrar un paquete en su mano.
—He oído que los acontecimientos progresan bien —dijo Kurata mientras se arrodillaba junto a la mesa y se sentaba.
—Sí, honorable tío. Pronto todo habrá terminado —confirmó. Hizo lo que pudo para ocultar la decepción de su voz.
Durante unos minutos, los dos hombres escucharon la charla operacional que emitía la radio, sin hablar. Los efectivos pronto se reunirían en el puerto deportivo.
—Me has servido bien. Te has ganado mi confianza —dijo Kurata al fin.
—Sólo soy su humilde servidor, mi señor —repuso.
Kurata asintió en la oscuridad, aceptando su reconocimiento.
—Sí. Lo has hecho bien. Pero no podrás hacerlo mejor a menos que sepas más; más sobre nuestro objetivo final, más de la estrategia para alcanzar el objetivo.
Sugawara quería gritar: «¡No! ¡No me digas nada más! ¡El conocimiento sólo me arrastra más profundamente, me da otra confianza más que traicionar! ¡Me carga con más
giri
!
En lugar de expresar lo que pensaba, Sugawara dijo lo que se esperaba de él:
—Me honra su confianza, Kurata-
sama
.
—Sí. Entonces escucha bien —dijo Kurata. Hizo una pausa y luego preguntó:
—¿Estás familiarizado con
hakko ichiu
?
—Las ocho esquinas del mundo bajo un techo, el techo de Yamato —dijo Sugawara de inmediato.
—Muy bien. Puesto que éste es nuestro objetivo —dijo Kurata.
Luchando por controlar la rabia que le hacía hervir la sangre, el temor, la frustración y el sentido de la inminente muerte que llenaba su corazón, Sugawara replicó:
—Mil disculpas por mi impertinencia, mi señor, pero ¿no era el objetivo del gobierno nacional antes de la Guerra del Pacífico?
—Por supuesto. Un objetivo honorable llevado a cabo lamentablemente con una mala ejecución —dijo Kurata.
Contestando como pensó que su tío esperaba, Sugawara preguntó:
—Por favor, ilústreme, mi señor.
—Los generales no tuvieron éxito en llevar a cabo el
hakko ichiu
porque actuaron demasiado pronto. También porque se apartaron de sus raíces y cayeron en la trampa occidental de la confrontación abierta.
Sugawara contuvo el aliento, estaba sorprendido. Como el resto de japoneses nunca antes había escuchado a Kurata pronunciar ninguna palabra que no fuesen alabanzas hacia los militares y el gobierno en tiempos de guerra. Era, al fin y al cabo, el gran Kurata-
sama
que había liderado la consagración de Tojo y otros generales en el santuario de Yasukuni, liderado los cargos contra los políticos que se atrevieron a sugerir que Japón debía una disculpa al mundo por sus acciones en la Guerra del Pacífico.
—Sí, escucho tu preocupación —Kurata continuó—. Aquéllos fueron grandes hombres con honorables intenciones. Pero, como muchos de nuestros grandes hombres de aquella época, dejaron que sus pensamientos se nublasen con pensamientos occidentales, se confundieron con los principios occidentales y se encorsetaron con las estrategias occidentales. Primero hubiesen tenido que escuchar al gran Shumei Okawa.
Sugawara asintió, familiarizado con el doctor Okawa, un héroe para los japoneses conservadores contemporáneos. Aunque no mantenía ninguna postura formal, sus conceptos habían guiado a los neonacionalistas durante la década de 1930.
Desempeñó un papel fundamental en el asesinato de dos primeros ministros japoneses y en la invasión de Manchuria. Acusado por los Aliados de criminal de guerra de clase A, junto con Tojo, no fue ejecutado sino puesto en libertad, en 1948, y considerado un hombre libre.
—Okawa conminó a Tojo y a los demás a que esperasen —continuó Kurata—. A que esperasen el momento oportuno. Pero se dejaron seducir por sus armas y estaban impacientes por usarlas. Olvidaron la primera regla del samurái: «la espada más hábil nunca abandona su vaina».
—
¿Un wa yusha o tasuku
? —Sugawara preguntó, citando un antiguo proverbio que significaba «el destino ayuda al valiente».
—
Hai
—replicó Kurata—. El destino ayuda al valiente, pero el destino no tiene paciencia con los imprudentes. No
aru taka wa tsume o kakusu
. La filosofía occidental de la confrontación abierta no es nuestra manera de actuar, viola nuestro principio que aconseja que debemos actuar sin parecer que actuamos, hasta que la victoria está garantizada. El halcón inteligente esconde sus garras.
Como todos los niños japoneses, Sugawara había sido educado para aborrecer la confrontación directa. Incluso la forma directa de responder «sí» o «no», casi una segunda naturaleza de los occidentales, era inaceptable. Ello provoca que se deje constancia de algo demasiado pronto y, de ese modo, se causa desprestigio si se diese el caso de que se tuviese que cambiar de opinión. Las confrontaciones directas se debían evitar, porque hacían inevitable desde su inicio que habría un evidente y público ganador, y también un perdedor. Perder significaba perder prestigio, y perder prestigio era mucho peor a largo plazo que ganar o perder la discusión que había provocado la confrontación inicialmente. Un hombre humillado era un hombre peligroso que finalmente buscaría venganza. Por consiguiente, si uno estaba preparado para enfrentarse de forma abierta con otro y ganar la confrontación, también debía estar preparado para matar al perdedor. Era la única forma de conseguir la paz a largo plazo.
—Por esa razón los valientes pero equivocados hombres de la Guerra del Pacífico no consiguieron
hakko ichiu
, porque lucharon contra los blancos con las reglas del hombre blanco, y perdieron. Ahora estamos ganando, porque hemos regresado a la sabiduría de nuestros ancestros.
La radio seguía graznando desde la mesa.
—Y esa sabiduría y esa estrategia es lo que yo deseo que forme parte de tu mismo ser, sobrino mío, puesto que eres tú quien heredará los frutos de nuestro trabajo.
Sugawara cerró los ojos y se inclinó profundamente.
—Estoy intensamente honrado por su confianza y sobrecogido por la responsabilidad que deposita en mí.
«Yo no la quiero», pensó Sugawara en silencio. «No me cuentes nada más».
—Bien —dijo Kurata—. Recuerda que las semillas de nuestra nueva victoria se sustentan en la cobardía de los estadounidenses y sus aliados. Aunque su tecnología llevó al fin del conflicto, ellos no tienen
dokyo
, no tienen estómago, ni nervio para la victoria. En lugar de desempeñar el papel que corresponde al victorioso, el gobierno de Estados Unidos vio una oportunidad para, como dirían ellos, establecer acuerdos. No tienen principios. Eso nos ha permitido manipularles, nos ha permitido emprender acciones contra ellos sin que pareciese que entrábamos en acción. Libraron a nuestros científicos de ser procesados en intercambio de una pequeña parte de su investigación. El débil juicio por crímenes de guerra no condenó a los miembros de las sociedades ultrapatrióticas, ni a los jefes de la Kempeitai, ni a la policía secreta, ni a los miembros de los
zaibatsu
: Mitsubishi, Mitsui, Yasuda, Kawasaki, Sumimoto, a pesar del hecho de que todos participaron de forma extensa en lo que los norteamericanos llamaron atrocidades.