Yamamoto suspiró.
—Te lo he dicho tantas veces que si no fueras tan joven sospecharía que estás senil. En primer lugar, las autoridades no van a salir a investigar las muertes de coreanos. Las muertes resolverán un problema, y las agencias del gobierno no querrán que el problema vuelva a aparecer.
—Pero la comunidad internacional…
—No tiene influencia. Mira China, donde los bienes de consumo están hechos por esclavos laborales, bajo las condiciones más crueles posibles y el mundo continúa comprando esos bienes —negó con la cabeza—. Incluso si nos anunciásemos en páginas de propaganda en los periódicos más importantes y les explicásemos exactamente qué sucedió y quién lo hizo, el escándalo desaparecería en pocas semanas. Ten presente que la conciencia de Occidente está cegada por los bienes de consumo a los que son adictos.
Sugawara apartó la vista y miró a lo lejos para que Yamamoto no viese la consternación que bullía en su interior. Lo que Yamamoto decía era verdad; el mundo no tenía conciencia. La ONU y Estados Unidos pronunciaban tópicos sobre atrocidades, poco o en absoluto respaldadas por la comunidad internacional. Por mucho que Sugawara desease que no fuera así, Kurata parecía tener razón cuando acusaba a los norteamericanos de no estar dispuestos, de forma cobarde y sin agallas, a sacrificarse por sus superficiales credos y endebles creencias. Sugawara arrastró su concentración de nuevo a las palabras de Yamamoto.
—Los miembros de la secta no saben nada —Yamamoto continuó—. Han estado recibiendo los botes de los pulverizadores para escribir en el cielo a un precio de descuento a través de una empresa mayorista australiana, propiedad de una compañía química alemana, filial a su vez de NorArm Pharmco. La culpa, en caso de que se descubriera algo, recaería en una serie de compañías, propiedad de ojos redondos. Serían ellos los que cargarían con la culpa de un genocidio racial. Los miembros de la secta no saben nada —reiteró—. Además, los proverbios escritos en el aire han estado apareciendo durante casi un año, regularmente, sin ningún efecto adverso; la gente los adora, se han acostumbrado a ellos. Además, el período de incubación es de diez días, lo que significa que aquellos apestosos comedores de ajos empezarán a morir a mediodía de un jueves. Es tan improbable que asocien los proverbios del cielo con la limpieza coreana como que asocien el terremoto de Osaka con el resultado de que un periódico llegue a tu puerta.
Hizo una pausa, alzó la vista del ordenador y escudriñó el cielo.
—Allí, el tercer proverbio —señaló—.
Un wa yusha o tasuku
, «El destino ayuda al valiente». ¡Eso es!
«Sí, y
Ja no michi wa hebi
, Las víboras siguen el camino de las serpientes», pensó Sugawara.
Observaron la pantalla en silencio durante casi media hora, mientras los mensajes se desvanecían en la nada.
Sugawara luchó contra sus lealtades. ¿Cómo podía tener él razón sobre la maldad de la operación Tsushima y, por el contrario, todo el mundo estar equivocado sobre él? Su cabeza, sus deberes y sus obligaciones, le decían que no podía estarlo, pero su corazón le decía que sí. ¿Por qué se sentía de esa manera? Había sido educado en un hogar estrictamente japonés. ¿Cómo podía pensar de forma tan distinta a sus padres, al tío Kurata? La pregunta le había estado acosando continuamente. No sabía por qué. Algunas veces las cosas ocurrían sin motivo. Le daba la impresión de que había absolutos sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal, sobre el bien y el mal. No importa que a alguna gente le guste vivir sus vidas en una miasma de limbo relativista que justifique su propio comportamiento y sancione sus prejuicios personales, su corazón le decía que había principios universales que requerían lealtad. Pero incluso si él tenía razón y todo el mundo, incluido Kurata, estaba equivocado, ¿qué podía hacer al respecto? ¿Qué recursos tenía? ¿Qué podía hacer una sola persona? Destapar el asunto, ni hablar. Kurata tenía un inteligente plan de contingencia diseñado para el caso de que alguien sospechase que había intervención humana en lo que se suponía que tenía que parecer un fenómeno natural. Revelaría que una investigación interna había determinado que NorArm Pharmco y un grupo de un grupo de
strangeloves
del departamento de defensa estadounidense habían preparado todo el asunto sin el conocimiento de Kurata o de nadie más allá de los límites corporativos de NorArm. Para compensarlos, todos los activos de NorArm, valorados en billones de dólares, serían donados a las Naciones Unidas y dedicados a proporcionar medicamentos gratis o a bajo coste al Tercer Mundo.
El cortafuegos había sido construido, la denegabilidad establecida, las compensaciones cuidadosamente estructuradas para causar apenas una oleada en la superficie del balance final total de Daiwa Ichiban. Gran parte de ello se había hecho con la ayuda de Sugawara, y eso ensombrecía su corazón.
—¡Vamos! —dijo Yamamoto, cerrando el pequeño ordenador—. Regresemos al laboratorio y comuniquémosles las buenas noticias; el ensayo ha terminado.
«Y es hora de que yo actúe», pensó Sugawara.
Lara Blackwood se deslizó por la escotilla de la escalera de la cámara principal del
Tagcat Too
, perseguida implacablemente por un viento salvaje que la asaltaba con sus gotas de lluvia del tamaño de canicas de hierro.
—¡Maldición! —cerró la escotilla y se quedó allí un momento, en cubierta, empapada, sobre un enrejado de latón a los pies de los escalones que se escurrían hacia la sentina. El
Tagcat Too
se balanceaba con suavidad contra las amarras. Al final, Lara se dirigió a su camarote, dejó caer una pequeña bolsa de lona al suelo, al lado de la puerta, y se estiró por el dolor que sentía en la espalda y los hombros a causa del estrés y la tensión. Últimamente había tenido mucho de esto en su vida y no había hecho el suficiente ejercicio. Bajó la vista a la bolsa y pensó en la bomba que contenía, disquetes y documentos, la esencia destilada de su caso contra Kurata y la Casa Blanca. Todo estaba allí; los datos extraídos de webs de todo el mundo, los detalles de sus conversaciones con Jim Condon, con Ismail Brahimi, con Kurata en la Casa Blanca, y con el presidente en su limusina, así como con Peter Durant y el golpe de Estado que al final la había forzado a marcharse de su propia compañía.
Arriba de todo había una copia del
Post
, doblada por la página de la reseña con el reportaje sobre su conferencia sobre el genoma. El nombre del periodista que lo firmaba estaba marcado con un círculo rojo, en rotulador, junto a la hora de su cita, las diez de la mañana, al día siguiente.
Lara se desplomó contra el marco de la puerta; se frotó en las zonas donde el dolor le martilleaba la frente. Necesitaba dormir toda una noche para estar preparada para la entrevista con el
Post
. Agotada por la tensión de los pasados dos días, se dirigió de popa a proa y regresó para encender las luces y comprobar que las escotillas y los ojos de buey estaban cerrados y asegurados. Por fin fue a la estación de navegación y comprobó las imágenes de las cámaras web exteriores. Al no ver nada fuera de lo normal, Lara conectó la alarma y entró en su camarote. De debajo de la cama sacó una fina funda de pistola de piel con clip y sacó de ella el
silver
Colt.380 automático que había cargado con munición reciente pocas horas antes. Desprendió el clip, extrajo el cargador y revisó las balas, movió la corredera, presionó el gatillo y luego lo volvió a montar todo y lo colocó al lado de la cama. Después se fue a dormir, se tapó con las sábanas y apagó la luz. Durante unos segundos, se sintió culpable por no haberse lavado los dientes y, luego, cayó profundamente dormida.
Unos ojos escondidos espiaban a través de la penumbra y observaban las sombras que se movían tras las cortinas de
portlite
del
Tagcat Too
.
Al otro lado de la autopista, tras las ventanas del octavo piso de un edificio de apartamentos anodino, Horst Von Neuman estaba sentado pacientemente en una confortable tumbona junto a una maraña de equipos electrónicos. Un micrófono direccional, montado en un trípode, apuntaba directamente a la embarcación de Lara; a su lado, una antena parabólica apuntaba al mismo punto. Un objetivo compacto de visión nocturna colgaba de un cordón que pendía del cuello del hombre. El amplificador del auricular del micrófono tapaba su oído izquierdo; un cable de la radio bidireccional llegaba hasta su oreja derecha. Von Neuman asintió al mirar la antena parabólica que captaba débiles señales de radio, conocidas como radiación Van Eck, emitidas por el teclado del ordenador de Lara, la impresora y el monitor de vídeo. Desde la antena, un cable recorría la unidad de vigilancia TEMPEST, que en sí misma también era un pequeño ordenador portátil pero que había sido especialmente protegido para evitar que sus ondas de radio fueran a parar a manos de extraños. Pocos usuarios de ordenadores personales se daban cuenta de que todo lo que producían en sus sistemas podía ser captado por extraños, si utilizaban sistemas tan poco sofisticados como un aparato de televisión ordinario y un puñado de componentes de algún ordenador.
La mayoría tampoco era demasiado consciente de que los teclados podían conectarse a los delicados chips y circuitos de un ordenador medio. El hombre miró la antena parabólica dirigida hacia el portátil de Lara. Ahora estaba recibiendo datos pero, si fuese necesario, podría conectar un interruptor y transmitir una poderosa oleada de ondas de radio en banda microondas. Los circuitos del ordenador de Lara actuarían como antenas provisionales y recogerían las señales que, enseguida, colapsarían el aparato y provocarían que se estropease sin razón aparente. A unos niveles de potencia más elevados, las ondas de radio podrían causar un daño permanente en los circuitos.
Von Neuman observó cómo la pantalla de cristal líquido de la unidad TEMPEST emitía continuamente la misma información que aparecía en el portátil de Lara. Exactamente a media noche, recibió una comunicación inalámbrica encriptada y pasó toda la información a Sheila Gaillard. Informó que, aparte de una letanía de palabrotas, la mujer en cuestión no había dicho nada, no tenía visitantes, había recorrido la proa y tirado de la cadena del baño cuatro veces y luego había estado ocupada con su ordenador personal durante más de seis horas.
—Estate preparado —le dijo Sheila y luego colgó.
Akira Sugawara siguió a Kenji Yamamoto, que subía por las escaleras de metal hacia una pasarela que se ramificaba en todas direcciones, formando un sendero que serpenteaba entre la parte superior de los tanques más grandes de fermentación y los recipientes de biorreactores del Laboratorio 73.
Sugawara pensó que se parecía un poco a una bodega, algo así como una cervecería, una refinería de petróleo en miniatura, tanques, tuberías y torres de fraccionamiento se contraían para encajar en ese edificio cavernoso de metal que estaba detrás del laboratorio principal.
Sus pasos resonaban en el suelo de metal y marcaban el ritmo del zumbido y la succión de las bombas, como corazones de metal hambrientos que mantenían ese sistema biológico vivo.
A su alrededor, grandes gotas de líquido avanzaban a toda velocidad por las gruesas venas de Pyrex transparente del diámetro de las tuberías de un sumidero, dispuestas de cualquier manera pero que siempre cambiaban de dirección en codos formados por ángulos precisos de noventa grados que se dirigían a otro tanque enterrado profundamente en las entrañas de la bestia. Por un lado, en un tanque, el líquido era turbio y marrón; por otra parte, saliendo de otro precipitador, había otro de color bilis transparente; un poco más allá del color y la consistencia del zumo de piña. Por todas partes, amplios garrafones de reactivos colgaban como garrapatas hinchadas de sangre de una tubería, de los que goteaban precisas cantidades, controladas por ordenador, de su contenido en el sistema, como hormonas y jugos gástricos.
En cada empalme y cada punto crítico había una válvula que se accionaba eléctricamente, y estaba controlada por un ordenador en tiempo real que comprobaba el proceso de miles de sensores, como si fuesen nervios conectados a través de todo el aparato. El ordenador ajustaba el flujo, la temperatura, la presión y la composición química precisa. Ese sistema nervioso central orquestaba la sinapsis de cientos de relés eléctricos que chirriaban ahora como un coro de grillos mecánicos.
No era el brillante mundo de series de frascos y tubos de cristal reluciente que abarrotaban las mesas de trabajo de los laboratorios. Éste no era un lugar de experimentación, sino un lugar de trabajo; no era un sitio para plantearse preguntas sino para producir. En ese lugar, los procesos perfeccionados de los laboratorios se sellaban de forma que la industria de la muerte podía ser conducida de forma eficiente. Esto hizo temblar a Sugawara. A donde quiera que mirase, Sugawara veía pruebas de su culpabilidad. Él había diseñado el sistema de control por ordenador, había escrito gran parte del código. Su mano había guiado todos los pasos de la muerte.
A Yamamoto le gustaba decir a los visitantes que ese sistema estaba vivo, que respiraba, metabolizaba, crecía y producía residuos. Sugawara sabía que era cierto y eso le provocó escalofríos. Era como un monstruo de Mary Shelley, sin rostro que, de forma invisible, saldría arrastrándose del laboratorio y haría su trabajo antes de que los habitantes de la aldea global pudiesen encender las antorchas y asaltasen el castillo.
—Como puedes ver, el rendimiento aquí es exactamente tal como se predijo —Yamamoto se había detenido a tirar de una larga hoja de papel continuo con unos gráficos extraídos de un aparato registrador. Se la alargó a Sugawara para que la viese—. No hay ninguna duda que este lote cumple con nuestros requerimientos por lo que respecta a la potencia y la inactivación después del período de tiempo descrito.
Dejó caer el papel y se dio la vuelta para dirigirse hacia la pantalla de un ordenador.
—Como sabes, debemos ser muy precisos en la fabricación porque las diferencias genéticas entre cualquiera de dos grupos de gente son muy, muy pequeñas.
Después bajó la voz.
—Aunque no haga demasiado felices a Kurata-
sama
y a sus aliados reconocerlo, hay muy poca diferencia genética entre nosotros y los coreanos. —Se detuvo y dijo enfáticamente—: las diferencias no son numerosas, pero son importantes culturalmente,
¿neh
?