El público bramó.
Kurata permaneció allí, erguido, con una adusta sonrisa de satisfacción en su rostro. Asentía con la cabeza mientras la asamblea aplaudía.
—Debemos recordar que estamos en guerra contra el mundo que quiere manchar nuestras manos y nuestra sangre —continuó Kurata, mientras en la sala se hacía de nuevo el silencio.
»Somos un pueblo divino, ¿por qué sino el kamikaze, el viento divino, nos habría salvado tantas veces, habría mantenido la inmundicia alejada de nuestras costas? ¡Porque estamos bendecidos! ¡Estoy convencido de que el kamikaze vendrá de nuevo para barrer y limpiar la inmundicia y desterrar a nuestros enemigos!
De nuevo, hizo una pausa para que el público pudiese vitorearle.
—Todos debemos hacer nuestra parte para ganarnos la intervención divina. Tenemos que luchar, no debemos ablandarnos, no debemos transigir. Todos debemos recordar las palabras de nuestro amado
Showa Tenno
, el emperador Hirohito, que pronunció con motivo de su ochenta y cinco cumpleaños. Aquel día, después de estar en íntima comunión con los espíritus del santuario Yasukuni, explicó a la nación que cuando llegue el día que Japón se alce de nuevo en guerra contra el mal que se despliega contra nosotros, los espíritus de Yasukuni se alzarán con su ejército divino.
Un silencio sepulcral llenó la sala cuando Kurata bajó la voz.
—Vosotros sois el ejército del emperador.
¡Banzai
! ¡Diez mil años de vida al emperador!
—
¡Banzai
!—secundó la multitud, una y otra vez como balas de mortero explotando.
Akira Sugawara estaba atónito ante el hecho de que unos simples sonidos pudiesen ser tan dolorosos.
El tráfico de las últimas horas de la mañana avanzaba fluido y recorría la avenida Pennsylvania y la intersección con la calle Dieciséis, justo al oeste de la Casa Blanca. Lara Blackwood estaba junto a las ventanas del quinto piso del edificio de la intersección, en la oficina que hacía esquina en el New Executive Office Building, y observaba la parte superior de los coches, los taxis y los autobuses que se movían al compás silencioso del metrónomo del semáforo. Como un tic nervioso, su muñeca derecha parecía alzarse y girar de motu propio, llevándole el reloj a la altura de sus ojos.
—¡Maldición! —murmuró de nuevo.
El tiempo transcurría más lento que los continentes empujados por la corriente; la interminable noche se había convertido en una mañana interminable. Bostezó, se cubrió la boca, se frotó los ojos cerrados un momento, y luego los abrió, casi esperando despertarse de una pesadilla.
Justo antes del amanecer se había quedado dormida con un sueño inquieto, después de trazar un esbozo de las alternativas que tenía y repasar con cuidado los recursos que podía utilizar contra Kurata. Había hecho una lista de las personas y las agencias que no controlaban Kurata o la Casa Blanca, y señaló aquellas en las que podía buscar protección. Era una lista deprimentemente corta.
Apartándose ahora de la ventana que daba a la avenida Pennsylvania, Lara se dirigió a la mesa de su despacho y bebió otro sorbo de café. Estaba frío; hizo una mueca y vació el contenido de la taza, en espera de que la cafeína la ayudase a librarse de la persistente sensación de surrealismo que había planeado sobre ella desde el momento en que Kurata salió del Salón Azul. Se sentía distante, como si estuviese flotando en algún punto brillante, sobrenatural, como si no estuviera dentro de sí misma y pudiese verse como observador y al mismo tiempo observada.
No sabía qué hacer, cómo sentirse. Su padre había sido un hombre sorprendentemente inteligente, físicamente imponente y emocionalmente reservado.
Era un hombre solitario, con pocos amigos, y la convicción de que era mejor confiar en uno mismo. Y había educado a su única hija de la misma forma.
Se dio cuenta de que no tenía amigos de confianza a los que acudir, aparte de Ismail.
Entonces se sentó en la mesa de su despacho que daba a la calle de la Casa Blanca. Deseaba desesperadamente que hubiese alguien a quien pudiese pedir ayuda, que la protegiese. Ella nunca se había enfrentado con la Casa Blanca antes, y tampoco con un
zaibatsu
. Un gigantesco conglomerado global como Daiwa Ichiban tenía recursos casi inimaginables, y estaba libre de ataduras tanto legales como éticas.
Un golpe en la puerta la sobresaltó.
—¿Sí? —preguntó Lara—. Adelante —dijo, pasando la página del cuaderno que tenía encima de la mesa, para dejar una página en blanco.
La puerta se abrió.
—Acaba de llegar esto —la secretaria de Lara, Sandra Robinson, le alargó un sencillo sobre de papel manila mientras se dirigía a la mesa de Lara. Era una mujer pulcra, sencilla, que tanto podía tener treinta y cinco como cincuenta y cinco años; siempre vestía un jersey, una blusa y una falda, hiciese la temperatura que hiciese. Sandra Robinson había servido eficientemente a un flujo continuo de nombramientos de la Casa Blanca, y pensaba que su falta de opiniones políticas era su mayor virtud.
—Por correo —dijo mientras lo dejaba sobre la mesa del despacho de Lara—. Lo han pasado por rayos X, está correcto.
—Gracias —dijo Lara, mientras tomaba el sobre.
Sandra miró la taza de café de Lara.
—Tengo café recién hecho; ¿le apetece un poco más?
Lara negó con la cabeza.
—No, gracias.
La secretaria cerró la puerta tras de sí. Lara observó el sobre con su nombre y la dirección de su oficina escrito con claridad en una sencilla etiqueta blanca, sin remitente. Deslizó el dedo índice bajo la solapa del sobre y lo abrió rasgándolo.
El sobre contenía la portada de un periódico limpiamente recortada, de un tabloide japonés y una sola hoja de papel de carta normal, sin encabezado o cualquier otra marca distintiva. Con creciente ansiedad, Lara desplegó el periódico. Le costó un poco reconocer que la gran foto de la primera página era la de una rata grande, dándose un festín con una cabeza humana decapitada.
—¡Dios mío! —la apartó de un empujón del escritorio y se levantó, dándole la espalda a la grotesca imagen.
Las náuseas se retorcieron en su estómago y, poco a poco, fueron reemplazadas por fríos nudos de temor cuando, lentamente, descifró los destacados caracteres
kanji
de los titulares: «Doctores del ejército norteamericano asesinados; la policía cree que se trata de deudas de juego con la Yakuza».
Forzó la vista para apartar los ojos de los titulares y mirar de nuevo la foto y el pie de foto. «La cabeza decapitada del doctor en medicina del ejército de Estados Unidos, James Condon, fue descubierta por los basureros en un callejón que atraviesa un conocido sector de comercio de mala reputación. Su cuerpo fue descubierto por los alrededores, junto con el cuerpo horriblemente mutilado de otro doctor en medicina norteamericano, Denis Yaro».
Lara agarró el periódico de mala manera y le dio la vuelta.
—¡Dios! —sus labios se movieron silenciosamente—. ¡Dios mío!
Lara se sintió como si un camión la hubiese atropellado; se sentó entre convulsiones que sacudían su cuerpo, agarrándose a los apoyabrazos de su sillón, luchando contra las náuseas que subían por su garganta.
Frenéticamente repasó el sobre y con rapidez examinó las hojas de papel de nuevo para ver si había algún indicio de quién lo había enviado.
Después de largos segundos, se dio cuenta de que el papel de carta que había llegado con el sobre contenía una traducción en inglés del artículo, esmeradamente adjuntada, de manera que no se perdiera la traducción de una sola palabra.
Deseaba que sus manos no temblasen y apremió a su corazón para que dejase de latir en su garganta y regresase al pecho, mientras alzaba su teléfono móvil y marcaba el número del teléfono móvil de Ismail Brahimi. Sonó cuatro veces, luego escuchó el buzón de voz.
—Ismail, ten cuidado. Ve con muchísimo cuidado. Jim Condon y Denis Yaro han muerto. Un periódico japonés dice que fueron asesinados por deudas de juego, pero yo no creo ni una palabra.
Lara se sentó muy quieta y cerró los ojos, se concentró en su respiración e intentó sofocar la electricidad que crepitaba por cada centímetro de piel de su cuerpo. Al cabo de un momento, cada inspiración se hizo más profunda y regular; su corazón y sus pensamientos se regularizaron y sintió la profunda y centrada calma que la mantenía firme cuando las tormentas y los fuertes vientos la golpeaban cuando estaba en la cubierta de su navío. Alguien estaba intentando asustarla. ¿Quién? Ella sabía que sólo podía ser Kurata. Y si no podía asustarla, ¿se atrevería a ir más lejos? ¿Había sido él el responsable de las muertes de Jim y Denis? ¿Iría tras ella y sería la siguiente? ¿Qué tenía que ver el presidente con todo esto? ¿Simplemente le había prestado la Casa Blanca a Kurata para sus propósitos secretos particulares, porque le proporcionaba tantos contribuidores ricos a la campaña o estaba implicado en el asunto el Despacho Oval? Las preguntas se enlazaban unas con otras formando un enmarañado caos de duda e incertidumbre.
Lara alargó la mano, alzó el teléfono y marcó el número directo de Peter Durant. Contestó su buzón de voz.
—¡Maldición!
Marcó su móvil y obtuvo el mismo resultado.
—Peter, soy Lara. Llámame lo antes posible. Es una emergencia.
Por un momento consideró bajar al túnel bajo la avenida Pennsylvania hasta la Casa Blanca y localizarle. La conversación con Kurata le vino a la memoria y analizó mejor todo lo que habían dicho.
Cogió su cuaderno, pasó las hojas hasta llegar a la última página y leyó su plan de acción.
Tenía que hacer efectivas algunas acciones de GenIntron y añadirlo a las provisiones de a bordo que guardaba para los días difíciles. Después tenía que comprar municiones frescas. Eso era evidente. Había atravesado muchos lugares del Caribe e Indonesia donde la piratería era muy común, y por ello transportaba un arsenal de armas sólidamente seleccionado que, de forma rutinaria, disparaba por el Potomac en Arlington. Pero no importaba lo buena que fuese el arma de fuego, las municiones viejas podían deteriorarse y atascar las armas automáticas o, simplemente, no dispararse. Por supuesto, debía ir a Virginia para obtener la munición, puesto que todas las armas que tenía encerradas bajo llave en su barco eran ilegales en el distrito. A pesar de las bienintencionadas leyes sobre el control de armas, los criminales conseguían las armas que querían mientras que los ciudadanos honrados estaban desnudos y desprotegidos.
Lara sacó su todoterreno Suburban del aparcamiento subterráneo del New Executive Office Building. Esquivando a un sintecho que arrastraba tres carros de la compra repletos, atados uno tras otro como un tren, acercó el gran vehículo blindado al flujo de renuente tráfico, que se movía dando bandazos, y se dirigió a Arlington por el puente Memorial. Condujo con habilidad por el confuso laberinto de calles bloqueadas y de un solo sentido, que habían sido cerradas o redireccionadas para evitar ataques terroristas en la Casa Blanca, esquivó un maltrecho taxi blanco que se saltó un semáforo en la calle G y evitó un
skater
que cruzó la calle disparado sin mirar.
—Darwin te recibirá con los brazos abiertos, imbécil descerebrado —murmuró mientras miraba al ocupante del monopatín, vestido con un gorro de punto y ropas anchas, bajando a toda velocidad en dirección contraria por el cruce de una calle de dirección única.
Mientras conducía, la mente de Lara trabajaba con intensidad, planteándose preguntas sin respuesta. Cada vez más, sin embargo, sus pensamientos empezaron a instalarse en órbitas caóticas alrededor de una cuestión profundamente inquietante: el trabajo de su vida, las ideas y los procesos que había creado para salvar vidas, habían sido convertidos en un arma mortal. La culpabilidad se instaló pesada y oscura en su corazón, mientras se preguntaba cuánto tardaría el mercado negro de tráfico de armas en incluir entre su arsenal viales de bombas genéticas junto con misiles Stinger, AK-47s y tanques de Napalm. No cabía duda de que, cuando las bombas genéticas se perfeccionasen y probasen ser efectivas, se venderían en el mercado abierto.
El vacío crecía en su interior cada vez más frío, más profundo, a medida que se daba cuenta de que, si se usaban con discreción, las bombas genéticas permitirían al agresor hacer la guerra sin que las víctimas se diesen cuenta de que habían sido atacadas, hasta que ya fuese demasiado tarde, si es que algún día llegaban a darse cuenta. En una era en la que emergían nuevas enfermedades como la fiebre Ébola o la bacteria estafilococo «comedora de carne», que ocupaban grandes titulares en los medios de comunicación, un ataque masivo con una bomba genética podría aniquilar furtivamente poblaciones enteras en un santiamén sin que se supiera quién había sido el causante.
—¡Dios mío! ¿Cómo ha podido suceder? —Lara se estremeció.
Pensando en ello ahora, con perspectiva, cada uno de los pasos seguidos, la fundación de GenIntron, la elección de la investigación, el baile financiero con el First Mercantil American Bank & Trust que la había conducido a la crisis financiera que había desembocado en su venta a Daiwa Ichiban Corporation, que en su momento le pareció tan inocente y lógica, ahora resonaba con vibraciones siniestras. Ella había sentido aquellas vibraciones, pero había escogido ignorarlas; en realidad no había tenido elección si quería que su compañía sobreviviese.
Por fin, al llegar a la avenida de la Constitución puso el intermitente para girar a la derecha y entonces su teléfono móvil sonó. Esperaba contra todo pronóstico que fuese Ismail, sin embargo, sus esperanzas se desvanecieron cuando agarró con rapidez el teléfono de su bolso y lo descolgó.
—¿Lara? —era la voz de Peter Durant, cargada de preocupación.
Su corazón se hundió.
—Tengo que verte, Peter. Necesito hablar contigo.
Y le informó de las muertes de los dos doctores del ejército.
—No sé, parece que te estás preocupando por algo que parece un accidente —dijo Durant sin convicción.
—Si es así, entonces, ¿por qué alguien me envía los recortes e intenta asustarme?
La estática llenó su pensativa pausa.
—¿Has informado a seguridad de ello? El servicio secreto y el servicio de protección ejecutiva vigilan la Casa Blanca y sus edificios de oficinas.
—No —contestó Lara.