Durant se rió entre dientes inesperadamente.
—¿De qué te ríes?
—Nada, sólo intentaba visualizar cómo quedaría alguien después de intentar torcerte un brazo —sonrió.
—Mira, sé lo que tú y otros pensáis de mí —dijo en voz baja—, pero realmente me ocupo de los temas y de las personas a las que afecta todo este laberinto de la asistencia sanitaria.
Hizo una pausa, intentando buscar las palabras adecuadas. Se alejó de ella y habló vagamente hacia el techo del montacargas.
—Evidentemente, la política no es tu fuerte. Eres una mujer brillante que ha hecho enormes contribuciones a la medicina, y estoy preocupado porque tu posición en la Casa Blanca puede verse en serio peligro a causa de tu asistencia a aquellos doctores de Tokio. Te ven como un peligro incontrolado.
—Está bien —soltó ella bruscamente—. Si el presidente quiere librarse de mí, es su opción. Yo no necesito esta mierda.
Se enfrentó a él cara a cara, con la nariz casi tocando la de él. Ella esperó.
Finalmente, Durant se encogió de hombros, y se separó de ella.
—Como sabes, tengo acceso sin límites al presidente y oigo cosas. A menudo cosas que no van dirigidas a mis oídos. Y estoy preocupado porque hace unos días, sin ser consciente de ello, te has implicado en algo que es mucho más importante de lo que parece.
—Pero lo único que hice fue ofrecer un poco de ayuda sin pedir nada a cambio a un antiguo colega de universidad.
Entiendo lo que dices pero los rumores que capto dicen que estás metiendo la nariz en algo grande, algo que implica alianzas, intereses de seguridad nacional.
—¡Espera un momento! —protestó Lara—. ¿Tú no crees que tenemos la obligación, una obligación ante la salud pública, de investigar ese virus, que es algo que no concierne a Estados Unidos?
Moviendo vigorosamente la cabeza, Durant repuso:
—No conozco los detalles pero, por lo que puedo decir, es mayor, mucho mayor de lo que tú posiblemente crees.
El montacargas rechinó al detenerse.
—Tal vez no nos guste, pero para protegernos nosotros del terrorismo global, para tener la capacidad de atraparlos y detenerlos, significa que hemos tenido que irnos a la cama con un montón de gente que no nos gusta, debemos salir al exterior y establecer compromisos que antes del once de septiembre eran inaceptables. Creo que es con lo que has tropezado y es por lo que el presidente, en persona, quiere asegurarse de que te olvides de que recibiste aquella llamada telefónica. Es lo mejor para la nación, para el mundo…, y lo mejor para Lara Blackwood.
El hombre salió del montacargas cuando las puertas se abrieron, luego se dio la vuelta hacia ella. Por la forma en que se había colocado, bloqueando la abertura, su intención era que no le siguiera.
—Por favor, utiliza tu mejor criterio —dijo él mientras las puertas empezaban a cerrarse de nuevo.
Los fantasmas de vapor que surgían por las rejillas de hierro danzaban entre la oscuridad de la noche de Tokio.
Las tenues luces que llegaban desde una calle lejana alcanzaban las profundidades de un estrecho callejón e iluminaban el vapor, dándole una apariencia fantasmagórica.
El teniente coronel Denis Yaro escuchó un golpe seco tras él y se dio la vuelta, justo a tiempo de ver los destellos de una espada que surgía de las impenetrables sombras de la madrugada, y que separaba de un tajo limpio la cabeza de Jim Condon de sus hombros.
—¡Dios mío! —exclamó Yaro, las sílabas arrastradas en una sola palabra. Cayó tambaleándose sobre sus rodillas, que se derrumbaron incapaces de sostenerle, y buscó con los ojos entrecerrados entre la penumbra. El pequeño y oscuro callejón del distrito de Kabukicho no dejaba entrever demasiado, pero sí mucho a la imaginación.
—No deb'ria haber'bido l'útima —Yaro arrastró las palabras, mientras se bamboleaba vacilante. La cremallera de sus pantalones aún estaba medio abierta tras su visita al
novan kissa
, el
cofee shop
erótico al que habían ido a parar preguntando por unas direcciones.
—No vasa greer lo que viiistoen mi alu…; alucina…
El vacío dejado por la cabeza de Condon, cortada como una tajada de melón, que golpeaba los adoquines, y el géiser de sangre que brotaba de su arteria carótida cortada despejó de golpe al médico del ejército. La rápida decapitación no era una alucinación provocada por el alcohol. El cuerpo de Condon se desplomó; de forma instintiva, Yaro dio unos pasos hacia delante para sostenerle y fue recompensado con un chorro de sangre, aún expelida con fuerza por el activo pero inerte cuerpo, que bañó su rostro.
—¡Cielo santo! —dijo con claridad mientras, tambaleante, intentaba sostener el cuerpo de su amigo, acostarlo suavemente sobre los húmedos adoquines y dejarlo cerca de la cabeza.
Aún luchando para despejarse del alcohol y conseguir pensar con claridad, la mente de Yaro batalló para poner orden a aquella pesadilla. Por un ridículo instante, Yaro se preocupó por la conmoción que la cabeza debía de haber sufrido al chocar contra el suelo.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamaba.
—Vuestro dios ya no puede ayudaros —dijo una voz femenina desde el manto de oscuridad.
—¡Pero qué…! Yaro se limpió la sangre de los ojos y buscó entre la noche.
Primero vio el brillo del metal, reflejándose en la ligera luz que llegaba de la distante calle. Luego, a un hombre muy alto y delgado, que sostenía una espada y avanzaba desde las oscuras sombras. Tras él, vio el pelo rubio ligeramente iluminado como antes lo estaba el vapor y, bajo él, una mujer delgada y atlética con grandes pechos.
—No pidas ayuda o, rápidamente, te unirás a tu amigo —dijo el hombre.
Al mirarle, Yaro pensó que le parecía vagamente familiar. ¿Alguien bebiendo una copa junto a ellos en uno de los restaurantes? En el fondo de su mente, una inquietante vocecita le decía que no era buena señal que le hubiese dejado ver su cara.
Mientras el hombre permanecía de pie, quieto, directamente delante de Yaro, la mujer daba vueltas alrededor del médico. Instantes después, Yaro sintió una fría punta de metal clavándose en su nuca, quemaba como si estuviese congelada.
—No te muevas —dijo ella.
Yaro quiso asentir, aunque se lo pensó mejor.
—Ahora dime quién es tu fuente.
La mente de Yaro se aceleró.
—No sé de lo que me estás hablando —dijo finalmente.
Un momento después, Yaro sintió que su nuca quemaba y también el cosquilleo de la sangre que goteaba por su cuello.
—No juegues con nosotros, doctor —dijo el hombre que estaba delante de él, mientras ondeaba la hoja tan sólo a pocos milímetros del rostro de Yaro—. Os vieron en el hospital metiendo las narices en asuntos que no os incumben—. Os habéis enterado por alguien de lo de Tsushima, y nosotros queremos saber quién es.
—No sé nada de Tsushima —insistió—. Solamente intentábamos ayudar, tratar a los enfermos.
—¡Argg! —la hoja penetró más profundamente.
—Por favor no pienses que somos tan tontos —dijo el hombre—. Sabemos que no era casualidad que todos los demás doctores militares de las fuerzas de Estados Unidos estuviesen confinados en la base. No podemos aceptar que sólo vosotros dos os ofrecierais voluntarios para ayudar.
El hombre entonces colocó la punta de la espada en la base del ojo derecho de Yaro.
—A menos que nos digas con exactitud lo que queremos saber, primero perderás un ojo, y luego el otro —amenazó.
Yaro cerró los ojos.
—No sé…; No sé de lo que estáis hablando. El olor a sangre era caliente, metálico, en el estrecho callejón.
—Harías mejor en saberlo —dijo el hombre—. Y, ahora, date prisa.
—Tsushima —Yaro consiguió decir con voz ronca al cabo de un momento—. Estrecho de Tsushima…, 1905…; Los japoneses derrotaron a la flota rusa…, hizo de Japón una potencia mundial…
Yaro chilló cuando la espada vació el ojo derecho de su cuenca.
La oscilante luz que provenía de la crepitante chimenea danzaba contra las sombras de la tarde que se adentraban en la habitación y se instalaban en las esquinas y los recovecos del Salón Azul de la Casa Blanca. A pesar de ello, el aire acondicionado soplaba constantemente. Lara Blackwood se sentó al lado del fuego en un sillón
Bellange
, de 1817, y jugueteó con las posiciones del altímetro y el barómetro que llevaba en su reloj.
Observó las llamas y, no por primera vez en las últimas horas de aquella larga tarde, recordó una fiesta de cóctel que había celebrado el personal de la Casa Blanca, a la que había asistido hacía sólo un mes o más, en la que el mismo psiquiatra que le prescribió Prozac al presidente le había confesado a ella, en privado, que el presidente le había encargado crear, en todas las habitaciones de la Casa Blanca, «las atmósferas convenientes de apoyo emocional para otorgarle el éxito». «Fuego y hielo, yin y yang, polos opuestos en las proporciones adecuadas» eran, según él, las claves de todo éxito. Envalentonado por demasiados martinis de vodka, y apretujado contra Lara en una habitación ruidosa y abarrotada, aquel estrujacabezas medio borracho había expuesto ampliamente todas sus teorías, mientras intentaba bajar la vista al relativamente escaso escote del modesto vestido de cóctel de seda de Lara.
La abarrotada habitación se había llenado como un vagón de metro en hora punta, y él se aprovechó de ello, presionando su brazo contra sus pechos a la menor oportunidad. En opinión de Lara era un incordio relativamente menor a cambio de su aterradora introspección en una frecuentemente desquiciada Casa Blanca, ocupada por un hombre despreciado por el electorado, votado sin embargo porque rechazaban al otro candidato incluso aún más.
De nuevo, igual que había hecho una y otra vez desde que el presidente la había mandado llamar de improviso aquella tarde, Lara miró fijamente el fuego, sintió el aire frío, y sacudió la cabeza al recordar al borracho loquero que estaba detrás del presidente.
Lara se movió para intentar mantenerse despierta y consultó de nuevo su reloj. Ya había malgastado una hora y media. Miró expectante la puerta, frunció el ceño cuando no se abrió, y luego miró hacia el techo, deseando que el hombre que ocupaba el Despacho Oval, justo encima de la habitación, pusiera su trasero en movimiento.
Con un audible suspiro, que esperaba que fuese convenientemente grabado por los sistemas de escucha, que daba por supuesto que tachonaban todas las habitaciones, Lara se puso de pie, la que le parecía ya la enésima vez aquella tarde, y examinó el par de jarrones de Sevres que adornaban la repisa de la chimenea. Un folleto, que sin duda algún turista había dejado caer horas antes, por la mañana, cuando la habitación se había abierto al público, informó a Lara de que los jarrones se fabricaron hacia el 1800 y habían sido comprados por el presidente Monroe para lucir en el salón de juego, conocido como el Salón Verde. Lara observó los delicados recipientes, decorados con escenas de Passy, un barrio de París, explicaba el folleto, donde vivió Benjamin Franklin mientras fue ministro en Francia. Se preguntó dónde habían ido todos aquellos gigantes. Alejándose de la repisa, caminó formando un pequeño círculo, fijándose en los retratos que colgaban de las paredes: Andrew Jackson, John Adams, Thomas Jefferson, George Washington. Incluso el retrato de James Monroe había sido pintado por otro famoso norteamericano, Samuel F.B. Morse, el pionero telegrafista. Aquellos fueron los gigantes que construyeron una nación; ¿por qué le daba la sensación de que sólo enanos habían gobernado esos salones durante el último medio siglo? ¿Tal vez la gente se había encogido también? ¿Los mediocres sueños del electorado se cumplían simplemente en los líderes que se merecían?
Antes de que pudiera plantearse a sí misma otra pregunta sin respuesta, Lara escuchó voces que provenían del pasillo. Se dio la vuelta cuando se abrieron las puertas; dejó escapar un ligero grito ahogado de exclamación, cuando la primera persona que entró por la puerta no fue, como ella esperaba, el presidente, sino Tokutaro Kurata, presidente de Daiwa Ichiban Corporation, el hombre que la había obligado a dejar su propia compañía. Kurata iba seguido por un hombre que ella reconoció por las fotos de las noticias que hablaban de él, era el primer ministro japonés, Ryoichi Kishi; los dos hombres avanzaron media docena de pasos y se detuvieron. Sólo después de que los dos japoneses hubiesen entrado en la habitación, el presidente les siguió, cerrando la puerta tras él.
—Lara, creo que ya conoce al señor Kurata —dijo el presidente sin ningún preámbulo. Lara lo observó con atención e, incluso desde la distancia, apreció los círculos tumefactos alrededor de los ojos que le indicaban que el presidente había tomado su Prozac aquella mañana. Aunque el medicamento le había moderado sus arrebatos de rabia y cambios de humor salvajes, le privaba de cierto brillo intelectual, una vez minado su instinto asesino, que ella creía que un líder en su posición necesitaba.
Lara asintió.
—Hace algunos meses —dijo lo más educadamente posible.
—Le presento al primer ministro Kishi —anunció el presidente.
El primer ministro la saludó con una inclinación formal, muy profunda.
—¿Cómo está usted? —Lara preguntó, intentando esconder la mirada de disgusto de su rostro.
Kishi se había introducido en la política japonesa, sirviendo como presidente del partido ultranacionalista Kokuhansha. Él y sus cohortes eran verdaderos creyentes, ideólogos nacionalistas que habían promovido y luego impulsado una ola de sentimiento derechista hasta las esferas más altas del gobierno. Creían fervientemente en la pureza racial, la restauración del espíritu japonés, incluso habían pedido la muerte de aquellos políticos más moderados que, aunque tímidamente, sugerían que Japón había sido el agresor en la Segunda Guerra Mundial y que, por consiguiente, debían una disculpa al mundo.
Un corto pero incómodo silencio siguió las presentaciones. Lara recorrió con la mirada sus rostros; arriba, el presidente; abajo, el primer ministro; en el centro, y directamente a la cabeza, el más poderoso
zaibatsu
de Japón.
Kurata rompió el silencio.
—El presidente nos estaba mostrando la más histórica de las mansiones gubernamentales cuando ha mencionado que daba la casualidad de que usted estaba aquí. He insistido en que quería detenerme a presentarle mis respetos.