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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (11 page)

Gaillard aceptó el expediente.

—Gracias. Estoy segura de que me será de utilidad.

—Desde que la llamé, ha ocurrido otro incidente que hace que su intervención sea necesaria —dijo Kurata; de nuevo, hizo un gesto para que su sobrino continuase la explicación. Sugawara sacó un delgado cuaderno del interior de un bolsillo de la chaqueta y lo abrió.

—Entre las obligaciones que tengo el honor de realizar para Kurata-
sama
se encuentra la producción de un archivo histórico de la operación Tsushima. Como parte de esas obligaciones, estuve presente en la zona del Hospital General de Otsuka, siguiendo el despliegue del test del vector de la lepra coreana. Sugawara tragó saliva en una pugna contra los amargos recuerdos, cuando aquel olor volvió a su memoria de repente. Y, con ellos, le vinieron a la cabeza las imágenes de las apenadas familias y, lo peor de todo, las miradas de inocente asombro en los rostros de las víctimas más jóvenes, demasiado jóvenes para interpretar el horror que surgía alrededor de ellos y en sus cuerpos, demasiado jóvenes para comprender su propia e inminente muerte.

—Observé que allí había dos extranjeros. Después de investigar, me enteré de que eran doctores estadounidenses del Campo Zama, que habían ido al hospital a investigar el brote. Pasé esa información al servicio de seguridad de Daiwa Ichiban, que más tarde identificó a los hombres y ya han controlado sus actividades.

—Hoy he recibido un comunicado en el que se informa que uno de los doctores ha establecido contacto con la señorita Blackwood, y ha solicitado su ayuda para identificar el patógeno de las muestras que ellos consiguieron.

—Eso es completamente imposible —interrumpió Rycroft—. Cerramos de forma definitiva su acceso a los recursos de la corporación.

Sugawara movió la cabeza.

—Cierto, al menos hasta el momento.

—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Rycroft bruscamente.

—Simplemente que sus bien conocidos recursos son la causa de que esté bajo vigilancia permanente.

—¡Recursos! —resopló Rycroft; luego, reacio, permaneció en silencio.

Kurata se puso en pie y caminó hacia una piedra grande del tamaño de una mesa, cubierta por una gruesa capa de musgo que había brotado de las cápsulas de esporas. Miró fijamente el riachuelo, dando la espalda a sus invitados.

Al final del mediodía, la brisa removía las copas de los árboles, arrancándoles las primeras hojas del otoño.

—Por ahora, quisiera que controlase para nosotros a la señorita Blackwood, para determinar si es necesaria una intervención directa.

De nuevo se volvió hacia ellos.

—Esta noche voy a volar hacia Washington con el primer ministro para reunimos con el presidente norteamericano, en un encuentro previamente concertado. A causa de los acontecimientos recientes, he arreglado las cosas para tener la oportunidad de reunirme con ella, y ver si es posible alguna forma de obtener aunque sea un poco de cooperación por su parte.

Luego, señalando a Gaillard con la mirada, dijo:

—Creo que deberá intervenir rápida y decisivamente con esos doctores del ejército estadounidense. Usted y su colega.

Las ráfagas de viento soplaban afiladas y frías, removiendo las hojas con danzas arremolinadas.

—Hai, Kurata-
sama
—replicó ella.

Capítulo 8

La oscuridad se cernía sobre los árboles de la propiedad de Tokutaro Kurata. Akira Sugawara se sentó en el banco de piedra favorito de su tío, y se esforzó para escuchar las notas que emitía la piedra colocada allí, aquel mismo día, horas antes.

En lugar de escuchar el susurro, oyó los gritos de angustia, los apagados y entrecortados ruidos de la muerte que cubrían las laderas del hospital cuando el grotesco experimento terminó de arrasar un bloque completo del gueto coreano de Tokio. Sugawara apretó las manos contra sus oídos, pero el ruido no hacía sino aumentar.

—¡Maldición! —murmuró en voz baja.

Los sonidos de la lepra coreana no le habían abandonado ni un solo segundo, ni dormido ni despierto, ni cuando comía, ni siquiera cuando iba al baño. Siempre estaban allí, acompañándole con una sintonía de notas negras que sonaban siseando, chillando, llorando, que se acrecentaban en su corazón, día tras día, y se hacían más intensas y agudas a medida que transcurrían los segundos.

Sugawara observó fijamente los elegantes bosques, y se esforzó en encontrar la belleza de los musgos allí plantados. Pero en lugar de relajarle, encontró toda la escena trivial y obscena comparada con el sufrimiento causado por el Ojo de fuego.

—Tu tío está muy orgulloso de ti.

Sugawara se dio la vuelta para mirar la doblada figura de Toru Matsue, que caminaba despacio hacia los esculpidos jardines, por el estanque
koi
. Sugawara se levantó y fue hasta él.

—Buenas tardes,
Sensei-san
—Sugawara se inclinó.

Los dos hombres permanecieron en silencio durante un largo minuto, observando las lentas ondulaciones que dibujaba el
koi
. Ambos formaban una rara pareja; Sugawara medía más de metro ochenta, era delgado, musculoso, joven, ágil, erguido. Matsue, entrecano, acartonado, doblado por la edad y la artritis, de forma que parecía incluso más bajo de su metro sesenta.

—Tu tío está orgulloso de ti —repitió.

—Me alegro pero soy indigno de sus elogios —contestó Sugawara.

Los dos hombres hablaban japonés en deferencia a las preferencias del anciano y por su falta de dominio de lo que él denominaba «la lengua del demonio».

—Quiere que te transmita sus palabras de ánimo.

—Precisamente —Sugawara comentó.

Miró al más anciano de los sirvientes de la familia. Matsue había servido al clan durante más de sesenta años, primero como criado del padre de Sugawara y, después de su muerte, Kurata lo empleó para que le enseñase al joven los elementos fundamentales del espíritu japonés.

—Progresas satisfactoriamente; Kurata-
sama
cada día deposita más confianza en ti.

—Agradezco tus amables palabras —dijo Sugawara—. Intentaré hacer lo posible para no deshonrarte.

Después de haber realizado sus estudios de doctorado en Stanford, había regresado a Japón, donde fue considerado un
kikoku-shijo
, «un hijo que regresaba a su país». Cada vez con más frecuencia, estos hijos regresaban trayendo consigo influencias occidentales, «contaminación», como muchos lo denominaban, y por esta razón se les observaba con suspicacia.

Ese fenómeno se convirtió en un problema creciente en la década de 1950, y no había hecho más que empeorar cuando las maneras de comportarse y la forma de hablar occidentales se filtraron, creando una completa cultura
kikoku-shijo
. Los tradicionalistas temían que esto acabase, finalmente, por eclipsar las verdaderas costumbres.

Kurata había estado preocupado durante mucho tiempo por las inquietantes tendencias
kikoku-shijo
de su sobrino.

Para llevar al joven por el camino correcto y asegurarse de que Sugawara era adecuado para asumir finalmente el manto de jefe de uno de los más antiguos clanes de Japón, Kurata escogió a Matsue como sirviente, guía y maestro de Sugawara en
Nihonjinron
: el arte de ser japonés.

El
Nihonjinron
era un antiguo código, un conjunto de modales y gestos estrictamente prescritos y sustentados por un igualmente rígido conjunto de creencias culturales e imperativos morales que habían evolucionado a través de los años en algo que los extranjeros erróneamente pensaban que era lo mismo que el Bushido, el código del guerrero samurái. Pero el
Nihonjinron
subsumía el Bushido e iba más allá, y además era mucho más profundo. Para una línea genealógica ancestral como la de Kurata era la forma, la única forma de llegar a ser verdaderamente japonés. Empezaba con los genes y terminaba con la férrea dedicación al
Nihonjinron
.

Finalmente, Sugawara habló:

—Estoy preocupado,
Sensei-san
.

Matsue volvió la cabeza hacia el joven y alzó las cejas.

—Por favor excusa mi impertinencia al atreverme a expresar en voz alta estos pensamientos que me preocupan —empezó Sugawara—. Como sabes, le debo un gran respeto a Kurata-
sama
pero, ¿acaso no es cierto que es obligado hablar cuando uno siente que las acciones de su señor tal vez no sean sabias?

—Raras veces es apropiado —repuso Matsue—, y en todo caso después de mucho reflexionar.


Hai
—estuvo de acuerdo Sugawara—. Esta noche no he dormido, reflexionando acerca de la operación Tsushima.

—¿Qué te preocupa?

Demasiadas cosas pensó Sugawara. Por ejemplo, el concepto de matar personas. Cerró los ojos durante un breve instante de reflexión y, en su oscuridad particular, vio los rostros jóvenes y redondos, los ojos llenos de inocencia, llenos de lágrimas y, finalmente, ya cerrados por la muerte. Quería descargar sus dudas y sus temores, pero sabía que Matsue no lo comprendería. Abrió los ojos y dijo:

—Me pregunto si ésta es la forma más…; —hizo una pausa, buscando la palabra que reflejase, de la forma más precisa, su pensamiento, sin dejar paso a sus verdaderos sentimientos—, la forma más eficiente de solucionar el problema coreano.

—¿Puedes ofrecer una alternativa? —preguntó Matsue.

—Pensaba que, tal vez, podrían ser reubicados —dijo Sugawara—. Enviados de regreso a Corea.

—¿Y si no quieren marcharse?

Sugawara miró a lo lejos, al estanque.

—Lo siento muchísimo, Matsue-
san
, pero no tengo la respuesta.

—No tienes que albergar ninguna duda sobre tu deber —dijo Matsue, recordando a Sugawara una de las obligaciones centrales incrustadas en todos los hijos japoneses y fielmente seguida hasta la edad adulta.

«Puedes ofrecer, respetuosamente por supuesto, tu opinión sobre la mejor manera de completar una tarea, pero no es a ti a quien corresponde cuestionar la sabiduría o la corrección de llevar a cabo la tarea, cuya corrección ha sido determinada por consenso por la sabiduría colectiva de muchos hombres muy respetados.


Hai, Sensei-san
—dijo Sugawara, mientras se inclinaba profundamente para indicar una sinceridad que no sentía del todo.

—Así está bien —dijo Matsue.

—De otro modo parecerías un
narikin
.

A menudo aplicado de forma peyorativa para señalar a los nuevos ricos japoneses surgidos en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, un
narikin
hace referencia a un peón que se ha convertido en reina. En el seno de una cultura donde todo el poder se derivaba de la conformidad y la aceptación por la sociedad, un
narikin
, rico o distinto, era menospreciado como un vaquero solitario, una persona importante pero sin ninguna autoridad legítima para ejercer su recientemente adquirido poder. Ese tipo de gente era rechazado, familias enteras aisladas en una sorprendente soledad que no hacía más que llevarlos de regreso al montón, excepto a los más empedernidos solitarios.

Matsue se alejó del estanque y caminó arrastrando los pies hacia un gran bronce de Rodin. Sugawara lo siguió. Mientras andaba, Matsue le preguntó al joven:

—¿Puedo dar por supuesto que no necesito recordarte tu on hacia Kurata-
sama
?

—Por supuesto que no,
Sensei-san
. Kurata-
sama
es mi tío, mi familia. Eso me ata con
gimu
, una deuda que no podré pagar ni con diez mil obligaciones en toda esta vida —dijo Sugawara, como un acólito que recita su catecismo—. También es mi señor que me ata mediante el
giri
, que debe ser devuelto igualmente a la obligación asumida. Me consideraré afortunado de haber devuelto, aunque sea la mitad de esa obligación el día que llegue mi muerte. Sólo mi obligación hacia el emperador supera la de Kurata-
sama
.

—Muy bien —dijo Matsue, mientras se acercaba al bronce.

Se detuvo y observó las expresiones de los rostros de las figuras del bronce.

Cuando Sugawara se unió a él, Matsue dijo, aún mirando el bronce:

—Observa las expresiones de los rostros. Mira las crudas, primitivas expresiones de emoción.

—Sí,
Sensei-san
—dijo Sugawara.

—Las expresiones son como las de los monos y otros simios peludos —dijo Matsue—. Sus músculos faciales y los cerebros que contienen sus cráneos no están tan evolucionados como los nuestros; no son capaces de entender las sutilezas y las expresiones como nosotros,
¿neh
?

—Esto es lo que se considera correcto,
Sensei-san
—respondió de forma evasiva.

Su respuesta, menos que absoluta, mereció un fruncimiento de ceño del anciano.

—Nunca olvides, joven Sugawara, que por tus venas corre la sangre de Yamato —dijo Matsue con severidad—. Nosotros somos
shido minzoku
; las otras razas no son más que simios. Nosotros somos pura raza, la raza más pura del mundo. La investigación del ADN realizada en los laboratorios de Kurata-
sama
lo ha demostrado sin lugar a dudas. La secuencia Yamato está en cada gen, y la transporta nuestra raza y no otra. Incluso otras áreas de la ciencia apoyan el poder de la pureza. Sólo tienes que ver el rayo láser. Es poderoso porque es puro, una única frecuencia de luz. Puede quemar y cortar porque no está contaminado por distintos colores. Y lo mismo sucede con la
Yamato minzoku
, la raza de Yamato. Y por lo que respecta a los coreanos, los bangladesíes, los mugrientos filipinos y los desechos del continente, son alimañas, amenazan la pureza de nuestra raza. Tenemos que permanecer puros para seguir siendo poderosos. No hay otra elección, sino eliminar la amenaza. ¡No lo olvides!

El anciano repitió las consignas que habían finalmente salido de las salas de reuniones de los más fieles seguidores de las creencias neonacionalistas y habían empezado a filtrarse y calar en las políticas del Diet, la oficina del primer ministro y en cada una de las ramas del gobierno.

La mente de Sugawara no paraba de dar vueltas en un remolino de conflictos. En el más profundo de los niveles estaba obligado por
giri
y
gimu
a cumplir las peticiones de su tío. La regla era clara, las obligaciones de uno siempre tenían que preceder a su sentido sobre el bien y el mal. Esto facilitaba su decisión. En un nivel inmediato, Sugawara temía la falta de piedad de Kurata, su rapidez en castigar o eliminar a todos lo que se le oponían. Y, tal vez más que otra cosa, él necesitaba la protección que el poder de Kurata le ofrecía. Al fin y al cabo era culpable de muchas cosas que ya había hecho al servicio de su tío.

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