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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (7 page)

Bajo las presiones políticas de las dos Coreas, China y otras naciones asiáticas, los cargos oficiales japoneses habían emitido ligeras «disculpas» por los libros de texto y otras actividades apoyadas por el Estado, que negaban que se hubiese producido la expoliación de Manchuria y que describían el papel que desempeñaron los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial como de «liberación». Se habían multiplicado los pleitos contra las corporaciones japonesas que habían usado prisioneros de guerra como fuerza laboral de esclavos, y contra el propio gobierno por su sanción de esclavizar mujeres coreanas para ser utilizadas como prostitutas para las fuerzas armadas.


Hai
,Kurata-
sama
—reconoció el hombre. Kurata observó al político, cuidadosamente seleccionado, y se preguntó si la nueva generación estaba forjada con el acero adecuado. Millones de jóvenes japoneses se habían empezado a unir al fervor nacionalista en la década de 1990, y continuaban uniéndose a las filas de aquellos que reconocían precisamente lo especial, diferentes y superiores que eran los miembros de la raza japonesa.

—Le pido disculpas, sabio señor —dijo el primer ministro—. Estas expresiones son para el consumo extranjero, puesto que los gobiernos se contentan con facilidad con palabras. Puede estar completamente seguro de que no cambiaremos nuestros libros de texto y que continuaremos guiando al país hacia los mejores progresos como nación.

Kurata asintió ligeramente.

—Así lo espero.

Hizo una pausa.

—El amansamiento está lleno de peligros, para usted y para nuestra gente especial.

La cortina de lluvia que el viento azotaba golpeaba el pavimento mientras uno de los guardias de seguridad de Kurata hablaba por un micrófono que llevaba en la solapa y, seguidamente, escuchaba su auricular inalámbrico. Luego se dirigió a los dos hombres. Se inclinó, permaneció a una respetuosa distancia y esperó a ser reconocido. Kurata asintió y el hombre avanzó hacia él.

—Le ruego que me disculpe, Kurata-
sama
, pero creo que sería más seguro para usted que subiera al coche por la entrada trasera. Allí no hay muchedumbre.

Sin dudar ni un instante, Kurata negó con la cabeza.

—Apreciamos muchísimo su preocupación, pero un verdadero hijo de Yamato no escapa del peligro. Le da la bienvenida.

—Como el señor desee —el guardia de seguridad dijo, mientras hacía una profunda reverencia.

Se trataba de una conversación ritualizada que se había repetido innumerables veces en miles de lugares. Era algo más que un desafío mantener vivo a un hombre que insistía en acudir a los brazos de la muerte.

—Por favor, avise también al conductor de Kishi-
san
que subirá al coche conmigo —añadió Kurata—. Conversaremos de camino a su despacho y luego me llevará al aeropuerto de Narita.


Hai
,Kurata-
sama
—repuso el guardia de seguridad con una profunda reverencia. Sabía por experiencia que cuando debían discutirse los asuntos más delicados, las palabras eran más seguras cuando se pronunciaban dentro de la limusina de Kurata. Consciente de todo esto, el guardia de seguridad murmuró unas palabras en el micro de la solapa y miró con atención hacia la multitud para asegurarse de que sus hombres habían despejado discretamente el camino delante de la gente. Cuando comprobó que estaban en sus puestos, el guardia habló de nuevo por el micrófono de la solapa. Segundos después, la limusina blindada Mitsubishi llegó a la entrada, seguida por el coche del primer ministro y la comitiva de seguridad.

El corpulento guarda de seguridad que iba sentado en el coche, al lado del conductor de Kurata, saltó de la limusina antes de que ésta se detuviese y corrió a abrir un gran paraguas, luchando para mantenerlo en el sitio mientras el viento se empeñaba en arrastrarlo.

Un grito surgió de la multitud cuando Kurata apartó el paraguas y, con Kishi a su lado y Sugawara siguiéndoles detrás, caminó orgullosamente bajo el azote de la lluvia, pasó de largo por la puerta abierta de su limusina y fue directamente a la multitud, cuyos gritos de adoración se elevaron por encima de los aullidos del viento y la lluvia.

Mientras la lluvia golpeaba de forma intensa su cabeza, Kurata se inclinó, estrechó manos y dio las gracias a todos aquellos que le desearon toda clase de bienes; les dijo que intentaría mantener su fe y justificar la confianza que habían depositado en él. La mayoría de ellos no prestó atención alguna al primer ministro.

—La gente le adora —le dijo el primer ministro cuando ya estaban dentro de la limusina de Daiwa Ichiban Corporation. Sugawara estaba sentado en el asiento plegable, delante de su tío. Los hombres se limpiaron las cabezas y los rostros con cálidas toallas que les proporcionó el conductor.

Kurata miró al primer ministro.

—Ah, pero simplemente soy un símbolo. Ellos no me adoran a mí, sino a la restauración de
Yamato damashii
, el espíritu de Japón,
¿neh
?

Encorsetada en su blindaje, hermética y protegida por los vehículos de seguridad por delante y por detrás, la limusina se alejó con elegancia del templo Yasukuni.

El primer ministro observó cómo la multitud del santuario se perdía de vista a través del cristal ahumado del automóvil. Movió un poco la cabeza, y luego se dirigió a Kurata.

—Por favor, le ruego que me disculpe, pero mi opinión es que es a usted a quien ellos quieren —dijo Kishi, trastornado.

A los oídos de Kurata…, el tono de la frase resultó ¿envidioso? Por otra parte, Kurata también reparó en que el primer ministro había recuperado su acento natural de Osaka
ben
, un claro indicio de que estaba cansado y tal vez preocupado. El Osaka
ben
se consideraba una variación ordinaria del Kansai
ben
hablado por los habitantes de la región de Osaka-Kioto-Kobe. Algunos consideraban que el dialecto era ofensivo. Además, la influencia de alcance nacional de Kishi había luchado por mantenerse a flote hasta que contrató a un lingüista que le enseñó a hablar, impecablemente, el japonés «estándar», en la actualidad un dialecto de Tokio. En contraste, Kurata hablaba Kioto
ben
, considerado la forma más elegante del lenguaje, la única considerada «en verdad» japonesa por los puristas del lenguaje y el nuevo movimiento neonacional.

Kurata pensó que la envidia en la voz del primer ministro era una indecorosa y decepcionante pérdida de control personal, pero Kurata no demostró que se había dado cuenta de ello y, tampoco, expresó emoción alguna.

—Usted inspira —dijo Kishi—. Yo tan sólo administro.

Kurata permaneció en silencio un momento, mientras la limusina se introducía en el intenso tráfico de la avenida Uchibori, avanzando con lentitud hacia el edificio del Diet.

—Uno debe creer para inspirar —dijo Kurata, y después calló de nuevo un instante.

—Usted y yo somos partes diferentes del camino que conduce al mismo objetivo. Existe el viento, la cometa, y la mano que guía la cuerda.
Yamato damashii
es el viento; yo soy la cometa, usted es la mano. Sin estos tres elementos no se podría volar. «Y Daiwa Ichiban Corporation guía su mano de manera que yo vuelo donde yo deseo».

—Amigo mío, usted y yo hemos hablado a menudo de renovar el espíritu nacional, de limpiarnos de la erosión cultural que proviene del exterior —continuó Kurata—. Sin un mito común de quiénes somos y de dónde provenimos, no podemos seguir siendo grandes. Una cultura se define a sí misma a través de sus ilusiones compartidas. Sin el mito, no hay cultura. Y sin pureza, lo único que queda es contaminación. Sólo tiene que observar a los norteamericanos: incluso han permitido la contaminación genética de sus líneas sanguíneas, permitiendo matrimonios interraciales. Durante muchos años fueron una gran nación porque sus diferentes gentes estuvieron de acuerdo en hacer que sus orígenes personales fuesen secundarios a la ilusión nacional compartida de quienes eran. Ahora han cambiado por completo, como sucedió en los Balcanes, porque nadie quiere ser en primer lugar un estadounidense; todos los grupos insisten en la primacía de sus propios orígenes, sus rituales, su propia cultura y su etnicidad.

El primer ministro Kishi asintió con solemnidad. Miró por la ventana cómo caía la lluvia torrencial que les golpeaba con sus ráfagas, tamborileando como un redoble de tambor sobre el techo de la limusina.

—Por supuesto —dijo Kishi al fin—, la mezcla de tantas gentes tan dispares esparce las semillas de su destrucción. No podemos permitir que esto suceda aquí.

En aquel momento sonó el teléfono. Kurata asintió, de acuerdo con la afirmación de Kishi y alzó el auricular. La pantalla LED indicaba que aquella llamada, como la mayoría de las que recibía, estaba encriptada para bloquear escuchas externas.


Moshi-moshi
—dijo Kurata al micrófono.


Hai
—respondió.


¡Hai, hai, ichiban
!Colgó el teléfono.

Kishi no prestó atención a que Kurata hubiese entablado una conversación telefónica, por muy corta que ésta hubiese sido. Reconocerlo habría sido una descortesía, una invasión a su privacidad.

—El proceso de limpieza procede según lo programado —dijo Kurata. Kishi alzó las cejas.

—Éste es el décimo día, no hay más casos de lepra coreana. Tal como mis científicos me aseguraron. Y no hay ningún nuevo caso, ni uno siquiera, entre los japoneses.

—Que me dice de…

—Ningún japonés, en absoluto —añadió Kurata con rapidez—. Todos los miembros de aquella familia eran coreanos; intentaron pasar con documentación falsificada. Engañaron al gobierno. Engañaron a sus vecinos. Pero no pudieron engañar al Ojo de fuego.

—Enhorabuena —asintió con la cabeza Kishi.

—Esto ha hecho hincapié en la población en general de los peligros que conlleva permitir a los
gaijin
que vivan de forma permanente entre nosotros y…, en el error de aceptarlos. Es un gran logro para Japón lo que usted ha hecho.

»La historia señalará cada año este día de junio como el momento en que empezó el
kiyome
.

Kurata movió la cabeza.

—La purificación aún no se ha llevado a cabo, apenas ha empezado —dijo Kurata.

A continuación miró fijamente a Sugawara con una seria expresión, como si quisiera decirle «asegúrate de que has grabado esta conversación fielmente».

Sugawara asintió con la cabeza, esperando que su expresión no traicionara la sombría tristeza que le oprimía el pecho.

El Canal C&O que atravesaba Georgetown estaba abarrotado de gente, como todos los domingos; unos hacían
footing
, otros, excursiones, pero también había transeúntes, niños pequeños, ancianos con caminadores y bastones. Los ciclistas avanzaban sorteando a bebés en cochecito y a los adolescentes que se toqueteaban. Todos ellos hacían crujir el suelo mientras recorrían sus distintos senderos, pisando la grava por los surcos ocre del camino de sirga. Los árboles que bordeaban ambos lados del sendero extendían sus ramas y los arcos que éstas formaban creaban un túnel con un follaje otoñal tan brillante que parecía estallar en llamas cada vez que el resplandeciente sol del mediodía asomaba entre el cielo parcialmente nublado.

Edward Rycroft y Jason Woodruff caminaban hombro con hombro, dando caladas ávidamente a los cigarrillos Players, que el inglés fumaba uno tras otro.

—Bonito día —dijo Woodruff.

—Doy por sentado que todo esto es por algo más que un día agradable —repuso Rycroft, lanzándole una mirada. Detestaba las conversaciones triviales.

—Por supuesto —Woodruff contestó a la defensiva. Caminaron media docena de pasos más.

—Ayer, uno de mis clientes privados del banco saudí me pidió un favor.

—De alguna manera tiene algún indicio de lo que sucedió en Tokio.

Rycroft se encogió de hombros.

—Aún hay más especulaciones sobre el asesinato de JFK. ¿Qué tiene que ver esto conmigo?

Esquivaron a una joven que hacía
footing
y empujaba un cochecito, con el pelo color caoba y piernas bien torneadas, vestida con unas mallas elásticas de color púrpura brillante. En silencio, los dos hombres pasaron a media docena más de personas, esperando a que no hubiese tanta gente y, luego, continuaron la conversación.

—Quiere que hagamos algo, que actúe de la misma forma con los judíos —dijo al fin Woodruff.

—Es completamente comprensible —dijo Rycroft.

—Está dispuesto a pagar una ingente cantidad por el material suficiente para borrar del mapa a todos los judíos de Israel.

Una ligera sonrisa suavizó el rostro de Rycroft.

—Hay muchos judíos en Israel.

—Hay muchísimo dinero en la cuenta corriente de este cliente.

—¿Es una cuestión del gobierno saudí? Woodruff negó con la cabeza.

—No oficialmente pero…

—Pero los fondos del gobierno han encontrado una vía en la cuenta de tu cliente.

—Tú lo has dicho.

Prosiguieron en silencio durante, tal vez, medio minuto. Luego Woodruff habló de nuevo.

—Tu parte del trato está valorada en dos veces el valor de tus opciones de compra de las acciones de GenIntron. En metálico. Anónimo. En una cuenta numerada. Sin impuestos. Por fin podremos obtener el dinero que nos merecemos.

Rycroft asintió cuando llegaron al final del camino de sirga, y dieron la vuelta bajando por la colina hacia el río.

—Puedo hacerlo —dijo Rycroft, cuando alcanzaron la base de la colina y dieron la vuelta a la izquierda, bajo la autopista elevada Whitehurst.

—Especialmente ahora que nos hemos librado de aquella maldita zorra y ya no tiene acceso a las instalaciones.

—Aún queda aquel gilipollas mojigato de Brahimi —le recordó Woodruff.

Caminaron en silencio varios minutos y llegaron a la orilla en la que se encontraba el carril para bicicletas, paralelo al extremo meridional del Rock Creek Parkway, y se dirigieron hacia el sur al Kennedy Center.

—No hay ningún problema —dijo Rycroft.

—La producción real se hace en Tokio. Desde aquí él no tiene acceso a los datos.

—¿Pero la fórmula no se hace aquí? —preguntó Woodruff—. Creía que el laboratorio de Rockville era el único que realmente preparaba las secuencias específicas que se centran en los grupos étnicos.

—Es cierto, pero esto se hacía en el laboratorio de Blackwood. Y ahora yo soy el único que tiene acceso a él. Puedo preparar las secuencias personalmente.

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