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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (8 page)

Cuando llegaron al complejo Watergate, se detuvieron en el semáforo para peatones y esperaron para cruzar hacia Foggy Bottom.

—¿De cuánto estamos hablando? —preguntó Rycroft.

—Cincuenta millones. —¿Cada uno? Woodruff asintió.

—Es espantosamente barato por entregarles todo un país completamente desinfectado. Woodruff frunció el ceño.

—No seas codicioso.

Rycroft se encogió de hombros, encendió un cigarrillo con la punta del que acababa de terminar, y luego tiró la colilla a la acera.

—Pensaba que si tu tipo árabe está dispuesto a pagar tanto, me parece que podemos ganar mucho dinero si tenemos cuidado.

El semáforo cambió y los dos hombres atravesaron la calle.

—No estoy seguro de que me guste donde va a ir a parar todo esto.

—No es mi problema —dijo Rycroft lacónicamente—. Creo que deberíamos abrir esta posibilidad a una cantidad discreta de personas. Los árabes no son los únicos que querrán librarse de la gente molesta que vive inconvenientemente en una tierra a la que podrían dar mejor uso.

—¿Y cómo pretendes hacerlo? —preguntó Woodruff con cautela.

—Una pequeña reunión. Muy pequeña. Muy privada.

—No sé —repuso Woodruff despacio—. Si Kurata llegase a enterarse, acabaremos en las manos de Sheila Gaillard y su compañero nazi.

—Por eso mismo, exactamente —Rycroft rebatió.

—Va a ser así independiente de si conseguimos un millón o tres. ¿Entonces, por qué no maximizamos la recompensa por el riesgo que vamos a correr? Se trata de venderlo a los mejores postores.

—Supongo que tienes razón —dijo Woodruff de mala gana.

—¡Excelente! Te enviaré mi lista de candidatos para que hagas las invitaciones. Puedes ocuparte de los detalles. Imagino que Singapur será un lugar adecuado para la reunión.

—Pero…

—Tú te ocupas de los detalles y yo te proporcionaré el material. Extendió la mano. —¿Trato hecho? Woodruff dudó.

—¿Acaso no prefieres tener cien millones en lugar de cincuenta?

Después de una larga pausa, Woodruff sonrió, tomó la mano de Rycroft y se la estrechó.

—Trato hecho.

Capítulo 6

Acurrucada en el púlpito de la amura del
Tagcat Too
, su navío queche de acero de veinte metros, Lara Blackwood se reclinó contra la suavidad del nylon resbaladizo de la bolsa de la
spinnaker
, miró hacia atrás, a la popa, y dio un sorbo a la copa de vino rosado seco.

Los restos del almuerzo descansaban en un plato de papel a sus pies: la punta mordida de una
baguette
, la corteza de una loncha casi acabada de parmesano
reggiano y
una pirámide de huesos de aceitunas Kalamata sazonadas en aceite. Los sonidos de un solo de guitarra de Mark Knopfler resonaban empujados por el viento desde abajo.

Cerró los ojos y se los frotó. Una profunda y pesada fatiga, causada por la navegación en solitario durante toda la noche por la Bahía Chesapeake, la empujaba a acurrucarse incluso más profundamente en el tejido de la vela. La noche había sido larga pero satisfactoria. El nuevo sistema de visión nocturna por infrarrojos e imagen térmica que había instalado funcionaba a la perfección, tanto desde el puente de mando como en la pantalla remota que había bajo cubierta. Era mucho mejor que el antiguo, que le había fallado justo al salir del cabo Hatteras durante una tormenta intensa.

Entre la débil brisa, Lara podía escuchar el susurro del sonido que hacían las páginas del
Sunday Washington Post
que había comprado en el supermercado del puerto deportivo. Con los enrojecidos ojos cerrados bajo el sol del amanecer, escuchaba cómo el agua acariciaba los pilotes, las líneas de amarre crujían, y las drizas chocaban suavemente contra los mástiles.

¿Qué diablos estaba haciendo?, se preguntaba. Junto a la rabia que bullía en su interior desde de su burda destitución de GenIntron, sentía la creciente sorpresa que, por primera vez en su vida adulta, tenía el tiempo y el dinero suficientes para hacer lo que le viniese en gana, incluso revivir el sueño de su vida de completar con éxito una de las grandes travesías en solitario alrededor de todo el mundo.

Lara entreabrió los ojos y observó los bancos de niebla que se separaban en fragmentos cada vez más pequeños, bajo el calor del perezoso sol de septiembre.

Luego cerró los ojos y recordó a su heroína de navegación, Isabelle Autissier, que había navegado en solitario alrededor del mundo dos veces en un año; una en el BOC Challenge, entre 1990 y 1991, y la otra en el Vendée Global.

Lara se había encontrado con Autissier en Ciudad de El Cabo, en la Vendée Global de 1996-1997, cuando una ola traicionera, que medía más de veintisiete metros, según el radar de un portaviones estadounidense, volcó ambas embarcaciones. Autissier avanzó con dificultad hacia puerto con un timón roto. La embarcación de Lara, un balandro de fibra de carbono de quince metros, el
Tagcat
se hundió. De los dieciséis botes que empezaron aquella Vendée Global sólo seis llegaron a puerto.

Poco después de regresar de Ciudad de El Cabo, el consejo de administración de GenIntron le comunicó a Lara que dimitiría en bloque y sabotearía cualquier perspectiva de Oferta Pública Inicial (OPI), si Lara continuaba compitiendo en carreras en las que ponía en peligro su vida. Ella se sometió a su petición.

Después de la OPI, utilizó parte de sus nuevas ganancias para construir el
Tagcat Too
; le incorporó todas las lecciones aprendidas de la experiencia que casi le había costado la vida en el Cabo de Buena Esperanza, junto con una serie de elementos innovadores de confort que le permitió vender su casa y vivir con comodidad a bordo de la embarcación.

En aquel instante, el teléfono sonó bajo cubierta. La mano de Lara buscó por su cintura antes de darse cuenta de que era la línea telefónica terrestre del teléfono del
Tagcat Too
. El aparato volvió a sonar. De mala gana se levantó y bajó por la escotilla de proa. Sonó de nuevo. Entonces se apresuró. Sólo la Casa Blanca tenía aquel número.

Vestida con una camiseta raída de color gris de la A
3
America's Cup Challenge y unos pantalones cortos de camuflaje manchados de pintura, se dirigió a popa hacia la estación de navegación repleta de ordenadores, sistemas de guía por satélite, comunicaciones sofisticadas y un teléfono especial que la Casa Blanca había instalado justo dos días antes. Lara corrió rápidamente por el estrecho pasadizo forrado de caoba, cubierto con fotos enmarcadas y diplomas clavados firmemente a las paredes.

Había medallas de bronce, una foto suya en la cubierta de proa del
Heineken
, durante la carrera Whitbread, la licencia de capitán de la guardia costera para embarcaciones de cien toneladas, y los descoloridos y amarillentos diplomas correspondientes a sus primeros días de navegación, cuando obtuvo el primer lugar en la clase 420 de los High School
Nationals y
el primer lugar en la clase J/24 de la Regata Rolex.

El hecho de vivir en un velero le había proporcionado la conexión con su primer amor, incluso si no podía disponer de tiempo para hacerse a la mar. Y, ahora, el espacio compacto también parecía abrazarla, apretarla con fuerza en su seno, envolver con intensidad toda la dolorosa y profunda rabia y la densa y oscura tristeza que habían estado atormentándola todos y cada uno de los minutos que estaba consciente, desde la escena final con Rycroft. Equiparaba la sensación de ser separada de su trabajo de forma tan repentina y definitiva a lo que ella pensaba que se experimentaba cuando se perdía un hijo.

Al pasar por el salón comedor, echó una ojeada al icono de «Nuevo correo electrónico» en su portátil y a los montones de periódicos, libros y revistas que abarrotaban el lugar. Cuando llegó al teléfono, Lara miró las instantáneas de su padre pegadas con cinta adhesiva entre el sónar y las pantallas de visión nocturna.

Había sido un hombre muy corpulento, de casi dos metros y ex miembro de la Navy SEAL. Al lado había una descolorida fotografía de su madre, Else, que había muerto cuando había dado a luz. Era holandesa, tenía los mismos ojos brillantes que Lara y, como la mayoría de los holandeses, era una mujer muy alta.

Los nazis habían matado a los padres de Else y al resto de la familia en una matanza de combatientes de la resistencia, en las afueras de Ámsterdam. Else, que había sido agente de policía de Ámsterdam, conoció al padre de Lara en una conferencia de la ONU sobre refugiados que se celebró en Bruselas.

Durante mucho tiempo, Lara se había sentido fascinada por los Países Bajos y su arraigada y tenaz tolerancia para con los demás, así como por su capacidad de luchar con éxito y prosperidad contra un clima crudo y húmedo, en un trozo de tierra casi sin valor.

Su alto nivel educativo y la formalidad de su carácter hacían que la filial holandesa de GenIntron fuese la más eficiente y financieramente más productiva del mundo. Sin mencionar que, con toda la cantidad de gente alta entre sus habitantes, estadísticamente los holandeses son la nación más alta del mundo, Lara no sobresaliera entre la multitud como lo hacía en cualquier otro lugar.

Después de la muerte de su madre, el padre de Lara se retiró de la Marina para educar a su hija solo. Era un hombre brillante y hábil. Pronto levantó un próspero negocio de consultoría en Alameda, en el que probaba equipos de marina y navíos, tanto para fabricantes militares como civiles.

El teléfono sonó de nuevo; Lara comprobó la pantalla luminosa que le indicaba que era una llamada de la Casa Blanca, pero que no era una llamada que requería medidas de seguridad y no era necesario activar los mecanismos de encriptación. Lara alzó el auricular.

—Blackwood —respondió.

—Señorita Blackwood, le habla Irene Whitehead, se trata de una llamada de la centralita de la Casa Blanca.

—Buenos días.

—Sí, bien, gracias. Siento molestarla en domingo, pero tengo a un comunicante muy insistente que llama desde Tokio, un doctor del ejército, el teniente coronel James J. Condon, que dice que la conoce y que le urge hablar con usted. No le he querido dar el número de su casa, pero él insiste en que tiene que hablar con usted sobre algo que es cuestión de vida o muerte.

La cara de Jim le vino rápidamente a la mente y le hizo sonreír. Se habían conocido en un seminario avanzado sobre genética molecular, durante su último año de carrera en Cornell. Él, entonces, era un estudiante de segundo año de la facultad de Medicina y le habían emparejado con Lara en las prácticas del seminario. Había sido un compañero de laboratorio capaz, meticuloso, y a menudo brillante. Habían estado en contacto durante muchos años y continuaban intercambiándose postales de las vacaciones y chistes divertidos por correo electrónico. Incluso ella le había ofrecido su personal de consulta de GenIntron cuando él había sido destinado al Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas.

—Por supuesto —dijo Lara rápidamente—. Adelante, páseme su llamada, por favor.

Tan pronto como la operadora puso a Lara a la espera, el auricular se llenó con una melodía instrumental
New Age
, sin personalidad, del tipo que el nuevo presidente favorecía.

—Música
yuppie
de ascensor —murmuró mientras abría la escotilla de la escalera de la cámara principal, con la burbuja de
Lexan
a prueba de tormentas, que le proporcionaba una clara panorámica de la cubierta, los cabrestantes y las cuerdas, sin necesidad de subir a cubierta cuando hacía mal tiempo. Se trataba de algo más que la incomodidad de la humedad y el frío. Arriba, a la intemperie, permanecer en cubierta en medio de una tormenta era una forma rápida de morir. El aire húmedo de la mañana entraba por la escotilla abierta y transportaba con él el perfume de las flores de algún lugar lejano.

La insulsa música sonaba por el auricular; Lara descolgó los auriculares del teléfono inalámbrico del gancho que estaba al lado del teléfono, se los puso en la cabeza y los conectó. Libre del cable del auricular, se movió por la estación de navegación, y empezó a ordenar sus contenidos, repasando ausentemente los diagnósticos de los componentes electrónicos, los ordenadores, las cámaras remotas y la conexión a Internet vía satélite, mientras esperaba que conectasen la llamada.

Había trabajado con un brillante arquitecto marino holandés en el diseño del
Tagcat Too
, de forma que incorporase todas las lecciones aprendidas en su infortunada circunnavegación. Ella había diseñado los sistemas electrónicos y computacionales, e incluso había llevado a cabo gran parte de la programación. El casco había sido armado en los astilleros de Rotterdam, y montado por los mejores constructores que esta nación marítima podía ofrecer. Había añadido cámaras web de visión nocturna a la amura y la popa. Juntas, las cámaras no sólo permitían echar un vistazo en abanico en tiempo real, sino que también le brindaban a Lara ojos extras sobre la cubierta cuando las intensas tormentas la obligaban a permanecer abajo y guiar el
Tagcat Too
usando el timón electrónico. Desde allí podía orientar las velas, trasluchar e incluso bajar la principal, el palo de mesana y el foque, usando los sistemas eléctricos de recogida de rodillo. Los diagnósticos pasaban impecablemente ante ella, mientras la música de espera continuaba martilleando sus oídos. Sonaba como si alguien hubiese intentado coger una de las canciones sexistas, racistas y homofóbicas de algún artista de rap y las hubiese pasado a partitura orquestada. Mala como era, aún podía decirse que se trataba de una mejora del original puesto que no tuvo que escuchar la letra de la canción cruda y criptocriminal. Al conectar las cámaras webs en modo de red local, Lara obtuvo las imágenes en la pantalla del portátil. La cámara que estaba en la punta del mástil podía moverse arriba y abajo, formando un arco de más de 270 grados. Lara puso en marcha el par de motores diesel, uno a uno, para su comprobación semanal y probó también el poderoso propulsor eléctrico de proa que tiraba de los generadores diesel. Trabajaba en la desaceleración manual y los controles del propulsor de proa cuando el teléfono hizo un ruido chirriante y un chasquido.

—¿Oiga? —se escuchó una voz dubitativa en el otro extremo.

—¿Hola? ¿Lara?

—¿Jim?

—Por supuesto.

—¡Cuánto tiempo!

—Demasiados años.

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